El universo es una máquina de hacer dioses. Henry Louis Bergson La huida de las nebulosas ¿Puedes atar los lazos de las Pléyades o soltar las ataduras de Orion? ¿Harás salir la Corona a su tiempo y guiarás a la Osa con sus cachorros? ¿Conoces las leyes de los cielos? ¿Puedes establecer su influencia en la Tierra? Libro de Job (La teofanía) Concédeme una lágrima para poder pensar el mundo, una gota de luna estremecida que me abandone a su ternura, que amenace mi piel cuando la roce con su escarcha. Soñaré con el mar dondequiera que viaje, con cada una de las aves que aguardan a la muerte sin preguntas. Soy la gata, viva y muerta. Soy un centauro y mi rostro espera inquieto a la última luz que se empapa en tus sombras. Llegada ya la hora del silencio, nos sostendrá la noche desolada, la que cuenta secretos por un mundo que de todo se olvida. Concédeme un rincón entre las cumbres de tu cuerpo desde el que contemplar el curso de la vida, la calle bajo mi ventana, el despuntar del día, su luz interrogante que me trata como a un pobre ciego. ¿Se extingue el horizonte, sus gotas de sal cubiertas de invierno? ¿Qué vendrá tras la lluvia?, ¿días enteros que jamás recuerden sus mañanas? Deja ya de ordenarle a la rosa que se recline frente al hacha. Observa los bordados que la noche ha tejido en mi lecho. Miro a lo lejos y mis ojos son el redil oscuro que un confín acoge esperando verlos hundirse para siempre en la tierra. Mis ojos desnudos que el viento se llevaba allende el amanecer con su canción más delicada, al relente del cielo. Silenciosa aliada de la Luna, confieso que aguardo tu regreso como un niño que espera a sus recuerdos para encerrarlos en un barril de oro, y jugar con ellos al morir. Yo también fui un guerrero. Con mi locura y mi sonrisa partí por la mitad esta vida desdichada. ¿Qué dios vendió mis manos a una tumba vacía en la batalla? ¿Qué honor de dios agreste proclamó impunemente que el mundo es mi final, mi pequeña sentencia? No, no sabría dónde herirte. Me debato entre sueños y cavo mi camino a impulsos que engendra en mis manes el sucio mediodía. Dos veces me abrasé en un lugar donde la luz posó sus dedos, igual que un viejo que se viste con instantes de vida, con cuidado. Y vislumbré la bóveda celeste, sus fauces en agraz sobre estas soledades que tú llamas «el resto de los días». No, no sabría dónde herirte, ¿acaso soy la vida? Azul fue mi país, y se adentró en la noche, soñando, ebrio de vino, con madrugadas de esplendor que se perdieron por tu boca. En la arena de la vida te encontré girando como un astro que al espacio se entrega porque piensa que todo es alegría. – Y los aires temblaban bajo el gozo del cielo y te amé demorándome en cada humilde caricia-. Fui en busca de las altas montañas que expían sus verdores colina abajo, mientras los ríos las circundan. Habrá un tiempo después para nosotros, cuando vuelvan las aves migradoras y ensombrezcan los ángeles la noble resistencia de los arcos de piedra por las plazas. Vendrá un tiempo, en mitad del atardecer, en que no me equivoque, como gema que confía en sus cuestiones personales, que regala su hermosura y le avisa a la noche que se haga antes de que ella estalle con gusto en su destino. ¿Dónde, dónde nos detendremos el uno frente al otro, como una realidad entre dos distancias iguales? Tal que en la oscuridad el mar bogara hacia la tierra envenenado por la luz desdeñosa que la mañana enciende y luego apaga sin piedad. Azul fue mi país, y se adentró en la noche. He nacido para las cosas invisibles. No me conocen las mañanas de estío. He nacido carne que se alivia en tinieblas y palabras, que existe en el regazo de los siglos porque la orla la muerte. No temo a la desgracia, a la existencia, a mis sueños tan solos. El tiempo viajará como una tórtola distraída que vuela en cada hueco de este instante, y yo te iré perdiendo suavemente, igual que el Sol le dicta sus colores a la aurora. Fui tan pequeña que solía mi corazón subir hasta tus labios. De mí, venía la noche y yo ponía los cielos con mis manos – su crimen, su prodigio, su frío, su belleza- para tus pies desnudos que la tierra no mira. En vano mis riquezas, mis miserias en vano. Loca de soledad la luz del día. Y, entonces, en tu cuerpo, en tu cuerpo, sin tregua, sin cuidado. Tengo las pruebas: vivir no es asunto de dioses. Esbozo de un árbol de estrellas – Señor, yo existo -le dijo un hombre al universo. – Sin embargo -replicó éste-, tal hecho no me crea ninguna obligación. Stephen Crane Amé la juventud del mundo, el color de los días de tormenta, su fuego aniquilado y sus amaneceres sucesivos, los movimientos de los astros, los collados que tiemblan de fertilidad, las cumbres de los montes, el resplandor y la inocencia. ¿Podré llevar conmigo – no quiero otro equipaje- la carne palpitante de mi cuerpo donde el mundo existió y en el que nada quede un día?, ¿las aves que incansables huyen por el cielo, la lluvia, la luz azul de la mañana? Mirando mía foto del cráter Copérnico (Norte del ecuador lunar) Cuando el corazón carece de absoluto, ama. De cara al misterio de las piedras y al mar alborotado, ama y puede albergar al mundo en su ternura, alentar la piedad desde lo lejos, y ceñir dulcemente el silencio invernal que viene de la Luna. Tengo los labios entreabiertos a sus copos de nieve, ellos me alumbran el camino. Y el alba, con su fuerza, me acaricia la boca. Conversación sobre el mundo Ellos se abrazan y se besan para que ni un detalle escape a su control. Digamos que estos ritos le sorprenden. Mirando el mar tampoco nunca llegará a saber nada. Como hilos de oro sobre las mareas hierve la realidad en torno suyo. Hay que estar preparados, dice. Cuando del rostro ha desaparecido la última partícula de esperanza, sonríe, y observa el Sol de frente y sin pestañear. |