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Mujer en Limoges

(año del Señor 1370)

La guerra de los Cien Años
agotará a los mismos cielos.
Esta es una edad desahuciada,
de venganzas y saqueos.
Ayer, el Príncipe Negro de Inglaterra
capturó la ciudad.
Murieron tres mil,
degollados a manos de su tropa.
Yo llevaba a mis hijos
colgando de los hombros.
En mi pecho, el más pequeño
me arañaba el escote con dedos de pavesas.
Vi un caballo muerto en medio de la calle,
los perros y los cuervos mordían su esqueleto.
El hambre me arrojó a sus despojos
como otra ave carroñera.
– El hambre es el grillete
con que Dios y los amos
nos atan a la vida-.
No podría contar
todo lo que he visto, perdonadme.
Sólo deseo
que mi aflicción ponga su nudo corredizo
en los estragos de la guerra.
Que mis hijos crezcan
ajenos a la mazmorra de la historia,
que el pan y la luz los esperen, compasivos,
detrás de la puerta.

Beatriz de Ahumada

(madre de Santa Teresa de Ávila, primera mitad del siglo XVI)

Yo fui la segunda esposa
de mi marido, el mercader
Alonso de Cepeda, hombre de caridad.
Me casé a los catorce años.
Mi esposo era viudo
con tres hijos cuando plantó
en mí su semilla de hombre.
«Para siempre», decía, «para la eternidad…»
Entre un embarazo y otro,
estuve enferma sin cesar.
Di a luz nueve hijos sanos,
fui madre de una santa
que andaba loca
por los libros de caballerías,
jugando con su hermano Rodrigo
a descubrir el Santo Grial
en la cocina. Mi alfabeto
espiritual fue servir a mi esposo
poniendo mis entrañas
al servicio de su deseo.
A los treinta y tres años
me llegó la hora de ver
al Señor cara a cara, y
dejé a mis hijos
lo que mi corazón dio de sí
como herencia:
la resignación de mi carne viva,
el mapa de mi piel exhausta.

Madre locura

(Lyon, 1560)

Ningún hombre puede ser mejor conquistado

que dándole lo que le place.

El Ménagier de París

Ya sé que no soy mujer,
pedazo de idiota,
tampoco lo deseo.
Soy la Madre Locura:
un varón vestido con las faldas
de la abuela. Pero
más hombre que tú. Haré chanza
de ti, el comerciante de sedas
lastimero, pelele
de tu esposa,
gorrioncillo anidado
en su regazo de matrona.
Eres nuestra vergüenza.
Dejas que tu mujer te pegue,
esa arpía con pestañas de espinas
te sacude mientras lloriqueas tu dolor
igual que un crío resfriado.
¿Dónde están tus arrestos de hombre?
¿Por qué tiemblas delante de su ceño fruncido?
Su seno es el altar donde comulgan
tus temores de eunuco.
Su desprecio: la miga y la corteza
del pan miserable de tu costumbre.
Te condeno a pasear a lomos de este burro
por ser un tonto despreciable.
Si eres hombre, y dejas que tu esposa
gobierne tu casa,
saldrás a la calle a pastar, rey de la cencerrada,
pues los mansos como tú
jamás heredarán el cielo del hogar.

Safo de Lesbos

(630 a. d. C.)

Cuando nací, Homero
ya todo lo había dicho.
Nací para la lira y el verso
igual que otros nacen para el mar o la guerra.
Fui tocada por la gracia de los dioses,
y le di mi luz al mundo
mirando de frente a las Pléyades,
cuando la Luna de medianoche
dispersaba a la aurora clara.
Tuve marido, y una hija,
mi niña linda
con la hermosura
de las flores de oro.
Alcé mis palabras
sobre la roca del mundo.
En mi boca arraigó la belleza
como en la del mendigo la súplica.
Y Eros me sacudió el alma
mientras el amorreparaba en mí toda ofensa.

María de Betania

(coetánea de Jesucristo)

En mi tiempo,
ser mujer era ser nada.
A las mujeres nadie nos instruía en
otra cosa que lavar, coser,
estar calladas…
Cuando Jesús vino a nuestra casa,
mi hermana Marta cocinó para él
y sirvió la mesa
mientras yo escuchaba sus palabras.
Marta se quejó de mi pereza,
pero Él le contestó:
«María ha elegido la parte buena,
que no le será quitada». Yo
deseaba ser ilustrada
por el Maestro, que amaba a las mujeres.
No quería ser judía ni griega,
ni una paria samaritana,
ni esclava ni libre,
ni hombre ni mujer,
ni santa ni ramera.
Sino como la tierra,
que escucha y aguarda.

Lamento de una solterona

(siglo XIX)

Pasé noches enteras
llorando en ciudades solitarias.
En mi espalda desnuda,
el dolor infligió su cautiverio.
He dejado atrás los días de fiesta,
el arco amurallado de los cielos
me consumió los ojos.
Se cumplió el día de mi bien,
y no me queda nada.
Hoy, mi corazón se sana
en los confines de la tierra.
No espero nada de los hombres,
ni siquiera su desprecio.
Cuando el Sol me rompa
de nuevo los huesos, y
acoja sus golpes de luz
en medio de los ojos,
quizás cambie mi suerte
y reciba otros dones del mundo
como frutos silvestres
que no languidecen tras la lluvia.

Los Menecmos

a la manera de Plauto, (principios del siglo XXI)

Todo lo he puesto en venta:
mi casa, mi hipoteca,
mis joyas, mis vestidos,
la flor del avellano
de mi chalet adosado,
la corona de oro imaginario
que llevo en la cabeza,
el luto por mi padre,
la pradera de flores,
prestas para sufrir una muerte temprana,
que sueño junto al río…
Vendo mis muñecas y mis libros,
los dioses de la Tierra
que nunca se dignaron
a tenderme la mano,
los muebles de mi abuela,
a mi hijo -soldado de todas las naciones-,
la forma de cachorro
que dibuja mi corazón de fiera.
Lo tengo todo puesto en venta,
mi ajuar, mi maquillaje,
mis támpax, mis miserias…
También a mi marido,
que no es bueno ni malo:
sólo un hombre.
Aquí lo dejo,
junto a mis propiedades,
por si hay suerte
y alguien se lo queda.
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