Литмир - Электронная Библиотека
A
A

I. NACIDA EN CAUTIVIDAD

Nisi credideritis, non intelligitis

(Si no lo crees, no lo entenderás)

San Agustín de Hipona (345-430)

La gata de Schrödinger

I

La eternidad jamás se toma
una mañana de descanso.
Ese afán, la hermosura
que el sol avienta,
no es temor
ni es la luz
que al morir se prolonga
con maneras de aurora.

II

Savia de sombras
en el profundo mediodía:
la noche propone sus pactos.
Carne triste
donde se pierde el corazón
cansado de hacer ruidos.
Amapola sin peso,
ni ilusión ni misterio,
¿qué racimo de sueños
te arrebató la tarde?

III

Me saciaré de estrellas
cualquier día.
Viajaré tras el viento
que encarcela al paisaje.
Suelo poner mis manos
sobre la lejanía, mientras
la madrugada se desnuda
sombra a sombra,
y nada busca,
me saciaré de estrellas
cualquier día.

IV

En la hora más tierna,
fui capaz de domar al horizonte.
El mundo no es un sueño;
el dolor: la condena del recuerdo.
Es Abril, y el ocaso
aún perfuma este instante.
Los gatos, ¿contendrán la verdad
en la parte sumergida
de sus pupilas?
Las nubes son la consecuencia
de los cielos. Pero de
las cenizas jamás brota
una lágrima.

V

El corazón no sabe nada:
su reloj es de un polvo maltrecho
que el universo trenza.
Metal rojo
que olvidó el resplandor
de la mañana.

VI

Tuve un navío con las velas blancas.
Lo amarré a mi piel
cuando a barlovento
el atardecer arrojó
al mar sus velos de aire.
Como el Sol,
inventé la deriva de la luz.
Esa extraña distancia.

VII

La Luna se ha derrumbado
como un perro herido sobre los campos.
Pretende un silencio
de fondo de mar.
Se muere lentamente,
igual que las niñas
que no sueñan.

VIII

Clavo mi puñal en el paisaje,
y le pregunto al viento
por ése lugar exacto,
apenas una mancha
de luz, su cerco intransitable.
La fatalidad
también sigue sus tácticas.

XIX

El fulgor llena de mapas el espacio.
Arde y arrasa
con su fuerza de cristales y, gritos.
Y un sollozo se oxida
allá lejos,
encima de la sábana.

XX

La entraña de la nieve,
¿sueña con el estío?
El mundo es un jilguero
que no entiende.
Al alba,
canta su desaliento.

XXI

Mis ojos deambulan
bajo el anís de la Luna.
Miro el cielo,
que ya no enciende las ciudades.
Sus hebras de amor y muerte
son la piel ulcerada
de un muerto
al que nadie más besa.

XXII

Tú dijiste que siempre
nos amaríamos,
hasta sentir
la carne de los labios
hecha una madeja
de venillas
tronchadas de silencio.
Yo dije: interroguemos
al Sol
por sus asuntos de brasero.

XXIII

Cada día cuando amanece
se llena de sol el viento,
como un hombre joven
que hincha el pecho de nostalgia
y sacude la cabeza.
Las mañanas con frío
es delicioso
mirar hacia el océano,
y ver el agua enniñecida,
afrutada de luz,
indestructible.

XXIV

Ni brizna de infinito.
Rosa y gris a partes iguales.
Ni rastro de la mujer moribunda.
Mujer de labio cosido a su sollozo.
Noctámbula criatura
de intemperie
siempre buscando más allá.

Campesina europea en tiempos de guerra

(mediados del siglo XX)

Sé cultivar la tierra como un hombre.
He criado cinco hijos,
y todos fueron a la escuela
para aprender lo que está bien y mal.
Al mediodía, tengo la comida preparada,
hago ganchillo y vuelvo a los campos
tirando de la vaca,
con un cántaro de leche vacío
y un fardo de jaras secas a la espalda.
En la casa, cuido de los críos
cada atardecer.
Remiendo la ropa y doy
de comer a cerdos y gallinas,
cocino la cena, lavo los platos,
meto a los niños en la cama,
pongo un poco de orden.
Cuando él estaba,
esperaba a mi marido junto al fuego y,
si era necesario,
en el lecho saciaba su sed.
Ahora, él lucha lejos y,
si la guerra termina y sólo yo quedo con vida,
seré el caballo, si hace falta,
seré el buey y la esposa,
el hombre de la casa
y el cielo azul tras la ventana. [1]

Fortuna virginalis

Me abrasan los vestidos
de soltera.
Mi raza de amazona
no precisa caricias para sobrellevar la vida.
Soy joven, tuve un novio
alcohólico, pero nunca
consentí que me tocase.
Me regaló sombreros y golosinas,
y la iniquidad de su aliento
rozaba mi cuello desnudo.
Mi alma se va desvaneciendo
poco a poco
para que mi cuerpo salga adelante.
No frecuento las fiestas,
ni sé de qué están hechas
las estrellas.
Para mí, lo bueno es el misterio
de la carne.

Eurídice

(abuela de Alejandro Magno, año 390 a. d. C.)

He tenido bastante suerte,
bien pensado.
Siendo mujer, nadie me impidió
obtener educación y riquezas
– ambas cosas son lo mismo, ya sabe»-
Yo, hija de Irras,
y madre de Filipo,
aprendí a leer y a escribir,
y conduje mi hogar
como un velero
que acecha suavemente a la mañana.
Madre y abuela de reyes,
mis mejores días fueron, sin embargo,
los de la infancia.
Aquellos que pasé
enterrando con honores
de héroe caído en el combate
a un gorrioncillo amigo
que anidó toda su vida
en un olivo frente a mi ventana.

Prostituta francesa

(siglo XIX)

Aquí me tienen, señorías,
con la piel devastada y los labios mordidos,
en el Hospital-Prisión de Saint-Lazare, y
en el París de la ignorancia,
ciudad negra del pecado de fornicación
que se paga
con muerte y enfermedad venérea.
Mi padrastro me violó
a los catorce años:
así me hice mujer
y prostituta registrada.
Nací en los barrios bajos,
y viajé de hombre en hombre
sin tiempo de soñar.
El espéculo vaginal, con hojas de vidrio,
del médico
– «el pene del gobierno», decíamos nosotras-
me contagió la sífilis.
Qué fácilmente se rompió entonces
la pasión de mis amantes callejeros.
Nada puede dañarme en mi locura
ni siquiera el amor que nunca conocí.
Soy carne en cautiverio,
aliento de ramera insepulta
que un varón no usaría de buen grado.
Boca y manos me abandonan,
también ellos, a la
vieja luz de este lecho de hospital.

[1] Los últimos versos de este poema están inspirados en una canción rusa del siglo XX.


3
{"b":"87665","o":1}