Calló un momento y después repitió «siete años» en voz baja. Al hacerlo se movió un poco y el círculo de luz ascendió por su cuerpo hasta llegar a los ojos violeta, que destellaron al reflejar la oscilante llama del quinqué. La cicatriz de la boca seguía marcando en ella su indeleble y enigmática sonrisa.
– Usted, don Jaime, ya sabe quién era ese hombre.
Parpadeó sorprendido el maestro de esgrima, y estuvo a punto de expresar su desconcierto en voz alta. Una súbita inspiración le aconsejó, sin embargo, abstenerse de hacer comentario alguno, por miedo a cortar el hilo de las confidencias. Ella lo miró, como calibrando su silencio.
– El día en que se despidieron -continuó al cabo de un instante- la joven sólo fue capaz de expresar a su benefactor la inmensidad de la deuda que había contraído, con una frase: «Si alguna vez me necesitas, llámame. Aunque sea para bajar a los infiernos»… Estoy segura, maestro, de que si usted hubiese tenido ocasión de conocer el temple de aquella joven, no habría hallado fuera de lugar semejantes palabras en labios femeninos.
– Me hubiera sorprendido otra cosa -reconoció don Jaime. Ella acentuó la sonrisa e hizo un leve gesto con la cabeza, como si acabase de escuchar un elogio. El maestro de esgrima se pasó una mano por la frente, fría como el mármol. Las piezas iban encajando lenta y dolorosamente.
– Y así llegó el día -añadió él- en que le pidió que bajara a los infiernos…
Adela de Otero lo miró sorprendida por lo exacto de la observación. Levantó las manos y las juntó con lentitud, brindándole un silencioso aplauso.
– Excelente definición, don Jaime. Excelente.
– Me limito a repetir sus palabras.
– Excelente, a pesar de todo -su voz estaba cargada de ironía-. Bajar a los infiernos… Eso es lo que le pidió que hiciera.
– ¿Tan grande era la deuda?
– Ya le he dicho que inmensa.
– ¿Tan inevitable la empresa?
– Sí. La joven había recibido de aquel hombre cuanto poseía. Y lo que es más importante: cuanto era. Nada de lo que por él hiciese sería comparable a lo que él puso en ella… Pero déjeme continuar. El hombre de quien estamos hablando ocupaba un alto cargo en una importante sociedad. Por razones que le será fácil deducir, se vio envuelto en determinado juego político. Un juego muy peligroso, don Jaime. Sus intereses comerciales lo llevaron a mezclarse con Prim y cometió el error de financiar una de las intentonas revolucionarias, que terminó en el más completo desastre. Para su desgracia, fue descubierto. Aquello suponía el destierro, la ruina. Pero su elevada posición social y ciertos factores adicionales podían permitirle salvarse Adela de Otero hizo aquí una pausa; cuando habló de nuevo, había en su voz un tono metálico, más duro e impersonal-. Entonces decidió cooperar con Narváez.
– ¿Y qué hizo Prim al enterarse de la traición?
Ella se mordió el labio inferior, pensativa, meditando sobre el término.
– ¿Traición…? Sí, creo que puede llamársele así -lo miró con aire malicioso, como una niña que compartiese un secreto-. Prim no lo supo nunca, por supuesto. Y sigue sin saberlo.
Ahora el maestro de esgrima estaba sinceramente escandalizado:
– ¿Me está diciendo que todo eso lo ha hecho usted por un hombre que fue capaz de traicionar a los suyos?
– Usted no comprende nada de lo que le estoy contando -los ojos violeta lo miraban ahora con desprecio-. No comprende nada en absoluto. ¿Todavía cree en los buenos y en los malos, en las causas justas y en las injustas?… ¿Qué me importa a mí el general Prim o cualquier otro? He venido aquí esta noche para hablarle del hombre a quien debo todo cuanto soy. ¿Acaso no fue siempre bueno y leal conmigo? ¿Acaso me traicionó a mí?… Hágame el favor de guardarse sus mojigatos escrúpulos, señor mío. ¿Quién es usted para juzgar?
Jaime Astarloa exhaló lentamente el aire de los pulmones. Estaba muy cansado, y con gusto se hubiera dejado caer sobre el sofá. Anhelaba dormir, alejarse, reducirlo todo a un mal sueño que se desvaneciera con las primeras luces del alba. Ya ni siquiera sabia con certeza si deseaba conocer el resto de la historia.
– ¿Qué ocurrirá si lo descubren? -preguntó.
Adela de Otero hizo un gesto indolente.
– Ya no lo descubrirán jamás -dijo-. Sólo dos personas trataron el asunto con él: el presidente del Consejo y el ministro de la Gobernación, con quien se comunicaba directamente. Por suerte, ambos fallecieron… de muerte natural. Ya no había obstáculo que impidiera seguir en contacto con Prim, como si nada hubiera ocurrido. En teoría, no quedaban testigos molestos.
– Y ahora, Prim y los suyos están ganando…
Ella sonrió.
– Sí. Están ganando. Y él es uno de quienes financian la empresa. Imagine las ventajas que eso va a proporcionarle.
El maestro de armas entornó los ojos y movió la cabeza, en mudo gesto de asentimiento. Ahora todo estaba claro.
– Pero había un cabo suelto -murmuró.
– Exacto -confirmó ella-. Y Luis de Ayala era ese cabo suelto. Durante su paso por la vida pública, el marqués desempeñó un cargo importante junto a su tío Vallespín, el ministro de Gobernación que se entendía con mi amigo. A la muerte de Vallespfn, Ayala tuvo ocasión de acceder a sus archivos privados, y allí dio con una serie de documentos que contenían buena parte de la historia.
– Lo que no entiendo es qué interés podía tener el marqués… Siempre afirmó haberse alejado de la política.
Adela de Otero enarcó las cejas. El comentario de don Jaime parecía divertirla mucho.
– Ayala estaba arruinado. Las deudas se le acumulaban, y tenía pendientes graves hipotecas sobre la mayor parte de sus bienes. El juego y las mujeres -en este punto la voz de Adela de Otero adoptó una inflexión de infinito desdén- eran sus dos puntos débiles, y ambos le costaban mucho dinero…
Aquello era demasiado para Jaime Astarloa.
– ¿Insinúa que el marqués estaba haciendo chantaje?
Ella sonrió, burlona.
– No me limito a insinuar: lo afirmo. Luis de Ayala amenazó con hacer públicos los documentos, incluso con enviárselos directamente a Prim, si no se le satisfacían ciertos créditos a fondo perdido, o poco menos. Nuestro querido marqués era hombre que sabía vender muy caro su silencio.
– No puedo creerlo.
– Me tiene sin cuidado que lo crea o no. El caso es que las exigencias de Ayala convirtieron la situación en algo muy delicado. Mi amigo no tenía elección: era necesario neutralizar el peligro, silenciar al marqués y recobrar los documentos. Pero Ayala era hombre precavido…
El maestro apoyó las manos en el borde de la mesa y hundió la cabeza entre los hombros.
– Era hombre precavido -repitió con voz opaca-. Pero le gustaban las mujeres. Adela de Otero le dirigió una sonrisa indulgente.
– Y la esgrima, don Jaime. Ahí fue donde entramos en escena usted y yo. -Cielo santo.
– No se lo tome así. Usted no podía imaginar… -Cielo santo.
Ella extendió una mano, como si fuese a tocarle el brazo, pero el movimiento se detuvo apenas iniciado. Jaime Astarloa había retrocedido como si acabase de ver una serpiente.
– A mí se me hizo venir de Italia -explicó ella al cabo de un instante-. Y usted fue el medio para que yo llegase hasta él sin ponerlo sobre aviso. Pero entonces no podíamos imaginar que terminaría por convertirse en un problema. ¿Cómo íbamos a suponer que Ayala podía confiarle los documentos?
– Luego su muerte fue inútil.
Ella lo miró con genuina sorpresa.
– ¿Inútil? De ningún modo. Ayala tenía que morir, con documentos o sin ellos. Era demasiado peligroso, y demasiado listo. En los últimos tiempos incluso cambió su actitud para conmigo, como si estuviese entrando en sospechas. Había que liquidar la cuestión.
– ¿Lo hizo usted misma?
La mirada de la joven se clavó en el maestro de esgrima como una aguja de acero.
– Por supuesto -había en su voz tanta naturalidad, tanta calma, que don Jaime se sintió aterrado-. ¿Quién iba a hacerlo, si no? Los acontecimientos se precipitaron y apenas quedaba tiempo… Aquella noche, como otras veces, cenamos en su salón. En la intimidad. Recuerdo que Ayala estaba demasiado amable; era evidente que andaba sobre mi pista. Eso no me preocupó demasiado, pues yo sabía que iba a ser la última vez que nos viésemos. Mientras descorchaba una botella de champaña, fingiendo una alegría que ninguno de los dos sentíamos, lo encontré especialmente guapo, con aquella melena suya, tan viril, y esos dientes blancos y perfectos, que reían siempre. Hasta pensé que era una pena lo que el Destino le tenía reservado.
Se encogió de hombros, atribuyéndole toda la responsabilidad al Destino.
– Mis anteriores intentos por arrancarle el secreto -añadió tras un silencio- habían resultado inútiles; sólo conseguí que desconfiase de mí. Ya daba igual, así que resolví plantear sin más rodeos la cuestión. Dije exactamente lo que quería, haciendo una oferta que estaba autorizada a hacer: mucho dinero por los documentos.
Y él no aceptó -dijo Jaime Astarloa.
Ella lo miró de un modo extraño.
– En efecto. En realidad la oferta era un ardid para ganar tiempo, pero Ayala no tenía por qué saberlo. El caso es que se me rió en la cara. Dijo que los papeles estaban en lugar seguro y que mi amigo tendría que seguir pagando por ellos el resto de su vida, si no quería verlos en manos de Prim. También dijo que yo era una puta.
Calló Adela de Otero, y sus últimas palabras quedaron en el aire. Las había pronunciado de forma objetiva, sin inflexiones, y el maestro de esgrima supo en el acto que aquella noche ella había actuado del mismo modo en el palacio del marqués: sin arrebatos ni reacciones temperamentales. Más bien con el calculado método de quien antepone la eficacia a la pasión. Lúcida y.fría como sus golpes de esgrima.
– Pero usted no lo mató por eso…
Observó la joven a don Jaime con atención, como si le sorprendiese la exactitud del comentario.
– Tiene razón. No lo maté por eso. Lo maté porque ya estaba decidido que debía morir. Me dirigí a la galería para coger tranquilamente un florete desprovisto de botonadura; él pareció tomar aquello como una broma. Estaba seguro de sí mismo, mirándome con los brazos cruzados, como si esperase ver en qué paraba todo.
«Voy a matarte, Luis -le dije con mucha calma-. Tal vez te quieras defender»… Soltó una carcajada, aceptando lo que le parecía un juego excitante, y cogió otro florete de combate. Supongo que después tenía la intención de llevarme al dormitorio y hacerme el amor. Se acercó luciendo aquella blanca y cínica sonrisa suya; guapo, apuesto, en mangas de camisa, y cruzó su acero con el mío mientras en la punta de los dedos de la mano izquierda me enviaba un beso burlón. Entonces lo miré a los ojos, hice una finta y le clavé el florete en la garganta sin más preámbulos: estocada corta y vuelta de puño. El más purista de los maestros no habría puesto ninguna objeción, y Ayala tampoco la puso. Me dirigió una mirada de estupor, y antes de llegar al suelo ya estaba muerto.