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– Por supuesto.

– Se trata de un legajo… Unos papeles que son para mí de vital importancia. Aunque le cueste creerlo, hay muy pocas personas en las que puedo fiar este asunto. Usted sólo se limitaría a guardarlos en su casa, en lugar conveniente hasta que yo se los reclamase de nuevo. Van en sobre lacrado, con mi sello. Naturalmente, doy por sentada su palabra de honor de que no indagará su contenido, y guardará sobre el tema absoluto silencio.

Frunció el ceño el maestro de esgrima. Aquello era algo extraño, pero el marqués había mencionado los sustantivos honor y confianza. No había más que hablar.

– Tiene usted mi palabra.

Sonrió el de los Alumbres, repentinamente relajado.

– Con ello, don. Jaime, se hace usted acreedor a mi eterno agradecimiento.

Permaneció en silencio el maestro de esgrima, cavilando sobre si el asunto tendría alguna relación con Adela de Otero. La pregunta le quemó los labios, pero logró dominarse. El marqués confiaba en su honor de caballero, y por Dios que era más que suficiente. Ya habría ocasión, había prometido Ayala, de aclarar las cosas.

Sacó el marqués del bolsillo una lujosa petaca de piel de Rusia y extrajo un largo cigarro habano. Ofreció a don Jaime, que rechazó cortésmente.

– Hace mal -comentó el aristócrata-. Son cigarros de Vuelta Abajo, Cuba. Heredé la afición de mi difunto tío Joaquín. Nada que ver con esas infectas tagarninas que se encuentran a tres cuartos en los estancos.

Con aquello parecía dar por zanjado el asunto. El maestro de esgrima tenía, sin embargo, una sola pregunta por formular:

– ¿Por qué yo, Excelencia?

Luis de Ayala se detuvo con el cigarro a medio encender y miró a los ojos de su interlocutor por encima de la llama del fósforo.

– Por algo elemental, don Jaime. Es usted el único hombre honrado que conozco.

Y aplicando la llama al veguero, el marqués de los Alumbres aspiró el humo con voluptuosa satisfacción.

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