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Ajeno a la agitación política que aquel verano tenía lugar en la Corte, Jaime Astarloa cumplía puntualmente los compromisos contraídos con sus clientes, incluyendo las tres horas semanales dedicadas a Adela de Otero. Las sesiones transcurrían desprovistas de cualquier situación equivoca, ciñéndose al aspecto técnico que motivaba la relación entre ambos. Aparte de los asaltos, en que la joven seguía haciendo gala de consumada destreza, apenas tenían ocasión de conversar brevemente sobre temas sin trascendencia. No había vuelto a repetirse el carácter un tanto íntimo de la conversación mantenida la tarde en que ella acudió por segunda vez a la galería del maestro de armas. Por lo general, ahora se limitaba a plantear a don Jaime determinadas cuestiones sobre esgrima, a las que él respondía con sumo placer y considerable alivio. Por su parte, el maestro contenía con aparente naturalidad su interés por conocer detalles sobre la vida de su cliente, y cuando alguna vez rozaba el tema, ella no se daba por enterada o lo eludía con ingeniosas evasivas. De todo aquello sólo pudo sacar en claro que vivía sola, sin parientes próximos, y que procuraba, por razones cuyo secreto sólo ella poseía, mantenerse al margen de la vida social que por su situación le habría correspondido en Madrid. Los únicos datos probados eran la razonable fortuna de que parecía gozar, muy próxima al lujo aunque habitase el segundo piso y no el principal del edificio de la calle Riaño, y el hecho incontestable de que había residido durante algunos años en el extranjero; posiblemente en Italia, según creía adivinar merced a ciertos detalles y expresiones sorprendidos durante sus conversaciones con la joven. Por otra parte, no habla modo de saber si era soltera o viuda, aunque su forma de vida parecía ajustarse más a la segunda hipótesis. La desenvoltura de Adela de Otero, el escepticismo que parecía empañar todas sus observaciones sobre la condición masculina, no eran justificables en una joven soltera. Resultaba evidente que aquella mujer había amado y había sufrido; Jaime Astarloa tenía los años suficientes para reconocer el aplomo al que, todavía en la juventud, sólo es posible acceder mediante la superación de intensas y extremas experiencias personales. A ese respecto, ignoraba si era justo, o no lo era, calificarla como lo que, en términos vulgares al uso, se denominaba una aventurera. Quizás lo fuera, después de todo; de hecho, había en ella rasgos de tan insólita independencia que a duras penas era posible catalogarla entre lo que el maestro de armas entendía por mujeres de corte convencional. Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que eso serla ceder, demasiado fácilmente, al impulso de una torpe simplificación.

A pesar de la reticencia de Adela de Otero a la hora de revelar detalles sobre sí misma, la relación que mantenía con el profesor de esgrima podía considerarse, en términos generales, satisfactoria para éste. La juventud y personalidad de su cliente femenino, realzadas por su belleza, producían en Jaime Astarloa una saludable animación que se acentuaba con el paso de los días. Ella lo trataba con respeto no exento de una muy peculiar coquetería. Aquel escarceo era seguido con agrado por el viejo maestro, hasta el punto de que, según pasaba el tiempo, aguardaba cada vez con mayor ansiedad el momento en que ella, con su pequeña bolsa de viaje bajo el brazo, se presentaba en la galería. Ya estaba acostumbrado a que dejase entornada la puerta del vestidor, y allí acudía apenas se marchaba, para aspirar con otoñal ternura el suave aroma de agua de rosas que permanecía en el aire como rastro de su presencia. Y había momentos, cuando las miradas se sostenían demasiado tiempo, cuando algún golpe de esgrima violento los llevaba al borde del contacto físico, en que sólo a fuerza de autodisciplina lograba el maestro ocultar, bajo una capa de paternal cortesía, la turbación que aquella mujer calaba en su ánimo.

Llegó así el día en que, durante un asalto, ella se proyectó hacia adelante en una estocada, con tanta fuerza que llegó a chocar contra el pecho de don Jaime. Sintió éste el golpe del cuerpo femenino, tibio y elástico entre sus brazos, y con puro acto reflejo sujetó a la joven por la cintura, para ayudarla a recobrar el equilibrio. Ella se incorporó con extrema rapidez; pero su rostro, cubierto por la rejilla metálica de la careta, quedó durante un momento vuelto hacia el del maestro, muy cerca, de forma que éste sintió su respiración y el brillo de los ojos que lo miraban intensamente. Después, de nuevo en guardia, él estaba tan afectado por lo ocurrido que la joven le asestó dos limpios botonazos sobre el peto antes de que pudiese pensar en oponer una defensa en regla. Feliz por haber realizado con éxito dos ataques seguidos, Adela de Otero iba y venta sobre la" tarima, acosándolo con estocadas rápidas como relámpagos, con ataques y fintas que improvisaba fogosamente, saltando desbordada de alegría, como una chiquilla entregada en cuerpo y alma a un juego que la entusiasmaba. Jaime Astarloa, ya rehecho, la observaba mientras mantenía la distancia con el brazo extendido, tanteando el florete de la joven, que tintineaba contra el suyo cuando ella se detenía un instante, estudiando sagazmente la defensa contraria mientras buscaba una apertura por donde tirarse a fondo con rapidez y valor. El maestro de esgrima jamás la había amado con más, intensidad que en aquel momento.

Más tarde, cuando ella regresaba del vestidor, ya con ropa de calle, pareció alterada. Estaba pálida y caminaba con poca seguridad. Pasándose una mano por la frente, dejó caer el sombrero al suelo y se apoyó vacilante en la pared. Acudió el maestro, solicito y preocupado.

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí -sonreía desmayadamente-. Sólo es el calor.

Le ofreció el brazo y ella se sostuvo en él. Inclinaba la cabeza, casi rozándole el hombro con la mejilla.

– Es el primer signo de debilidad que sorprendo en usted, doña Adela. Una sonrisa iluminó el pálido rostro de la joven. -Considérelo entonces un privilegio -dijo.

La acompañó hasta el estudio, deleitándose en la suave presión que la mano de ella ejercía sobre su brazo, hasta que la retiró para sentarse en el viejo sofá de piel cuarteada por el tiempo.

– Necesita usted un tónico. Quizás un sorbo de coñac le daría vigor.

– No se moleste. Me encuentro mucho mejor.

Insistió don Jaime, alejándose para buscar en una alacena. Regresó con una copa en la mano.

– Beba un poco, se lo ruego. Tonifica la sangre.

Ella mojó los labios en el licor, haciendo una graciosa mueca. El maestro de armas abrió de par en par los postigos de la ventana para que entrase bien el aire y fue a sentarse frente a la joven, guardando la conveniente distancia. Permanecieron así durante un rato en silencio. Don Jaime la observaba, so pretexto de interesarse por su estado, con mayor insistencia de lo que se hubiera atrevido en condiciones normales. Maquinalmente se pasó los dedos por el brazo donde ella había apoyado la mano; aún le parecía sentirla allí. -Beba un sorbito más. Parece que le hace un efecto saludable.

Asintió, obediente. Después lo miró a los ojos y sonrió agradecida, sosteniendo en el regazo la copa de coñac que apenas habla probado. Ya recobraba el color cuando hizo un gesto con la barbilla, señalando los objetos que llenaban la habitación.

– ¿Sabe que su casa -dijo en voz baja, como de confidencia se le parece a usted? Todo se ve tan amorosamente conservado que resulta confortable, y transmite seguridad. Aquí parece estarse a resguardo de todo, como si no transcurriese el tiempo. Estas paredes conservan…

– ¿Toda una vida?

Hizo ella un gesto como si fuese a batir palmas, satisfecha de que él hubiera dado con el término justo.

– Toda su vida -respondió, seductora.

Se levantó Jaime Astarloa y dio unos pasos por la habitación, contemplando en silencio los objetos a que ella se refería: el viejo diploma de la Academia de París; el escudo de armas tallado en madera con la divisa: A mí; un juego de antiguas pistolas de duelo en una urna de cristal; la insignia de teniente de la Guardia Real sobre fondo de terciopelo verde, en un pequeño marco colgado de la pared… Pasó suavemente la mano por el lomo de los libros alineados en las estanterías de roble. Adela de Otero lo miraba con los labios entreabiertos, atenta, intentando captar el lejano rumor de todas las cosas que rodeaban al maestro de esgrima.

– Es hermoso no resignarse a olvidar-dijo la joven al cabo de unos instantes.

Hizo él un gesto de impotencia, dando a entender que nadie podía escoger sus propios recuerdos.

– No estoy seguro de que hermoso sea la palabra exacta -dijo, señalando las paredes cubiertas de objetos y libros-. A veces creo hallarme en un cementerio… La sensación es muy parecida: símbolos y silencio -meditó sobre lo que acababa de decir y sonrió con tristeza-. El silencio de todos los fantasmas que uno ha ido dejando tras de sí. Como Eneas al huir de Troya.

– Sé a qué se refiere.

– ¿Lo sabe? Sí, tal vez. Empiezo a creer que sí lo sabe.

– Las sombras de quienes pudimos ser y no fuimos… ¿No se trata de eso?… De quienes soñamos ser y nos hicieron despertar -ella hablaba en tono monocorde, sin inflexiones, como si recitase de memoria una lección aprendida mucho tiempo atrás-. Las sombras de aquellos a quienes una vez amamos y no conseguimos jamás; de quienes nos amaron y cuya esperanza matamos por maldad, estupidez o ignorancia…

– Sí. Veo que lo sabe perfectamente.

La cicatriz intensificó el sarcasmo de la sonrisa:

– ¿Y por qué no había de saberlo? ¿O acaso cree que sólo los hombres pueden tener una Troya ardiendo a sus espaldas?

Se la quedó mirando, sin saber qué decir. La joven habla cerrado los ojos, identificando voces lejanas que únicamente ella podía oír. Después parpadeó, como si regresara de un sueño, y sus ojos buscaron al maestro de esgrima.

– Sin embargo -dijo-, no hay en usted amargura, don Jaime. Ni rencor. Me gustaría saber de dónde saca la fuerza suficiente para mantenerse intacto; para no caer de rodillas y pedir misericordia… Siempre ese aire de eterno extranjero, como ausente. Se diría que, empeñado en sobrevivir, atesora fuerzas en su interior, como un avaro.

Se encogió de hombros el viejo maestro.

– No soy yo -dijo en voz baja, casi con timidez-. Son mis casi sesenta años de vida, con todo lo bueno y lo malo que hubo en ella. En cuanto a usted… -se detuvo, inseguro, e inclinó la barbilla sobre el pecho.

– En cuanto a mí… -los ojos violeta se habían vuelto inexpresivos, como si un velo invisible hubiera caído sobre ellos. Don Jaime movió la cabeza con inocencia, igual que lo habría hecho un niño.

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