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– Así será, maestro.

– No me cabe la menor duda -respondió satisfecho el anciano-. Eres el mejor alumno que he tenido; el más frío y sereno con un florete o un sable en la mano. En el lance que te espera sé que serás digno de tu nombre y del mío. Limítate a estocadas derechas y simples, paradas sencillas, en círculo y medio círculo, y sobre todo a las de contra y doble contra de cuarta… Y no dudes en utilizar la mano izquierda en las paradas que juzgues necesarias. Los petimetres la desaconsejan porque dicen que destruye la gracia; pero en duelos donde uno se juega la vida, no debe omitirse nada que sirva para la defensa, siempre y cuando no contravenga las normas del honor.

El encuentro tuvo lugar tres días más tarde en el bosque de Vincennes, entre el fuerte y Nogent, ante nutrida concurrencia que se mantenía a distancia. El asunto se había hecho público hasta adquirir caracteres de acontecimiento social, e incluso los periódicos daban cuenta de él. Se había congregado en el lugar una multitud de curiosos, mantenidos a raya por fuerzas del orden enviadas al efecto. Aunque había disposiciones que prohibían el duelo, al estar en entredicho la reputación de la Academia francesa las instancias oficiales habían resuelto dejar correr los acontecimientos. Alguien criticó el hecho de que el paladín escogido para tan digna tarea fuese español; pero al fin y al cabo Jaime Astarloa era maestro por la Academia de París, hacía tiempo que vivía en Francia, y su mentor era el renombrado Lucien de Montespan: triple argumento que no tardó en convencer a los más reticentes. Entre el público y los padrinos, vestidos de negro y con solemne semblante, se hallaba la totalidad de los maestros de armas de París, y algunos llegados de provincias para presenciar el suceso. Sólo faltaba el anciano Montespan, a quien los médicos habían desaconsejado formalmente una salida.

Rolandi era moreno, menudo de cuerpo, con ojos pequeños y vivaces. Rondaba los cuarenta años y tenía el pelo escaso y ensortijado. Sabía que no gozaba del favor de la opinión publica, y de buena gana habría deseado verse lejos de allí. Sin embargo, los acontecimientos lo habían envuelto de tal modo que no le quedaba otra salida que batirse, so pena de sufrir un ridículo que lo perseguiría por toda Europa. En tres ocasiones se le había denegado el título de maestro de armas, aunque era hábil con el florete y el sable. De origen italiano, antiguo soldado de caballería, daba clases de esgrima en un humilde cuartucho para mantener a su mujer y a sus cuatro hijos. Mientras se efectuaban los preparativos, lanzaba nerviosas miradas de soslayo en dirección a Jaime Astarloa, que se mantenía tranquilo y a distancia, con ceñido pantalón negro y una holgada camisa blanca que acentuaba su delgadez. «El joven Quijote», lo había llamado uno de los periódicos que se ocupaban del caso. Estaba en la cima de su profesión, y se sabía respaldado por la fraternidad de los maestros de la Academia, el grupo grave y enlutado que aguardaba a pocos pasos, sin mezclarse con la multitud, luciendo bastones, condecoraciones y chisteras.

El público había esperado una titánica lid, pero quedó decepcionado. Apenas se inició el asalto, Rolandi bajó fatalmente el puño un par de pulgadas mientras preparaba una estocada que sorprendiese a su adversario. Jaime Astarloa se tiró a fondo por la pequeña abertura con un golpe de tiempo, y la hoja de su florete se deslizó limpiamente a lo largo y por fuera del brazo de Rolandi, entrando sin oposición por debajo de la axila. Cayó el infeliz hacia atrás, arrastrando el florete en su caída, y cuando se revolcó sobre la hierba, una cuarta de hoja ensangrentada le asomaba por la espalda. El médico allí presente no pudo hacer nada por salvarle la vida. Desde el suelo, todavía ensartado en el florete, Rolandi dirigió una turbia mirada a su matador, y expiró con un vómito de sangre.

Al recibir la noticia, el anciano Montespan sólo murmuró «bien», sin apartar los ojos de los troncos que crepitaban en la chimenea. Murió dos días más tarde sin que su discípulo, que había salido de París para dar tiempo a que se calmasen los ecos del asunto, volviese a verlo con vida.

A su regreso, Jaime Astarloa supo por algunos amigos el fallecimiento de su viejo maestro. Escuchó en silencio, sin gesto de dolor alguno, y salió después a dar un largo paseo por la orilla del Sena. Se detuvo largo rato junto al Louvre, contemplando la sucia corriente que se deslizaba río abajo. Estuvo así, inmóvil, hasta que perdió la noción del tiempo. Ya era de noche cuando pareció volver en sí y emprendió el camino de su casa. A la mañana siguiente supo que, en el testamento, Montespan le había dejado la única fortuna que poseía: sus viejas armas. Compró un ramillete de flores, alquiló una berlina y se hizo llevar al Pére Lachaise. Allí, sobre la anónima lápida de piedra gris bajo la que yacía el cuerpo de su maestro, depositó las flores y el florete con el que había matado a Rolandi.

Todo aquello había ocurrido casi treinta años atrás. Jaime Astarloa contempló su imagen en el espejo de la galería de esgrima. Inclinándose, cogió el quinqué y se estudió cuidadosamente el rostro, arruga por arruga. Montespan habla muerto a los cincuenta y nueve años, contando sólo tres más de los que él tenía ahora, y el último recuerdo que conservaba de su maestro era la imagen de un anciano acurrucado junto al fuego. Se pasó la mano por el cabello blanco. No se arrepentía de haber vivido; había amado y había matado, jamás emprendió nada que deshonrase el concepto que tenía de sí mismo; atesoraba recuerdos suficientes para justificar su vida, aunque constituyesen éstos el único patrimonio de que disponía… Lamentaba únicamente no tener, como Lucien de Montespan había tenido, alguien a quien legar sus armas cuando muriese. Sin brazo que les diera vida, no serían más que objetos inútiles; terminarían en cualquier parte, en el más oscuro rincón de un tenducho de anticuario, cubiertas de polvo y herrumbre, definitivamente silenciosas; tan muertas como su propietario. Y nadie colocaría un florete sobre su tumba.

Pensó en Adela de Otero y sintió una punzada de angustia. Aquella presencia de mujer había entrado en su vida demasiado tarde. Apenas sería capaz de arrancar algunas palabras de mesurada ternura a sus labios marchitos.

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