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Absorto, como se acostumbra decir, en sus pensamientos o, y siempre si se quiere, en sus recuerdos, Leto se aleja del árbol, caminando despacio, en dirección a la bocacalle. Se acaba de olvidar del Matemático. Como el actor que hace una pirueta en el escenario y después desaparece en la oscuridad de las bambalinas o, mejor, como esas bestias marinas que, indiferentes al sol que las hace brillar, le muestran, periódico, un lomo lustroso que se hunde y reaparece a intervalos regulares, unas pocas imágenes, nítidas y bien dibujadas, lo visitan y lo abandonan. Distraído, cruza la calle y llega a la vereda de enfrente -y es su distracción también lo que lo hace efectuar el acto paradójico de detenerse en la vereda soleada y volverse hacia la esquina que acaba de abandonar, sabiendo sin darse cuenta de que espera a alguien o algo, pero sin saber exactamente quién o qué cosa-; o, mejor, y en rigor de verdad, es su cuerpo el que se vuelve y se queda esperando -el cuerpo de Leto, ¿no?, esa cosa única y enteramente exterior que, independientemente de lo que, adentro, se otorga dominio y continuidad, proyecta ahora, sobre las baldosas grises, una sombra ligeramente más corta que él, el cuerpo, digo, que, orondo y juvenil, plantado en la mañana, en la calle principal, le da al mundo la ilusión, o la prueba abusiva, tal vez, de su existencia.

Con apuro, el Matemático sale del diario. Al verlo, Leto piensa, todavía, durante una fracción de segundo. "Qué casualidad: el Matemático", hasta que se acuerda de que han venido caminando juntos desde hace varias cuadras y de que está esperándolo en la esquina desde hace unos minutos. El Matemático sale derecho hacia el centro de la vereda y al comprobar la ausencia de Leto se para, brusco y desconcertado; pero, haciendo girar la cabeza, lo divisa en la vereda de enfrente y, retomando un paso normal y una sonrisa de disculpa, empieza a caminar hacia Leto. También Leto le sonríe. Y el Matemático piensa: "¿Habría decidido irse? Tal vez se cruzó de vereda para ganar tiempo y ahora, culpable, me sonríe". El tipo de la redacción se puso a mirar el comunicado desplegado sobre su escritorio sin decidirse a tocarlo, como si hubiese sido una víbora venenosa. "Me deben tener fichado políticamente", piensa el Matemático. Pero, como un prestidigitador que hace bailar en el borde de la mesa varios platos a la vez, su pensamiento se ocupa al mismo tiempo de Leto, y el Matemático, para demostrar su buena voluntad y que la tardanza no ha sido culpa suya, se apura un poco, sin lograr avanzar demasiado sin embargo, ya que el tránsito de la transversal, de doble mano, se demora en la esquina a causa del cruce con la calle principal, obligándolo a pararse un momento en el cordón de la vereda, sonriéndole a Leto por encima de los autos que avanzan a paso de hombre.

Desde la vereda de enfrente, Leto responde a su sonrisa con un gesto impreciso: por un lado, quiere mostrar que acepta la sonrisa de disculpa que descarga su responsabilidad y que, dicho sea de paso, ya se está borrando de la cara del Matemático, pero por el otro trata de no exagerar su efusión para subrayar que, después de todo, es el Matemático el que le ha chistado en la calle y se empecina en querer acompañarlo en su caminata. Pero las señales que manda su cara en dirección del Matemático se neutralizan y su expresión es incomprensible o, por lo menos, no parece producir ningún efecto en la del Matemático. Leto lo mira: ahora, el Matemático ha logrado por fin bajar del cordón a la calle, pero un auto, que pasa casi rozándolo, le impide avanzar; y cuando lo sortea, el auto se detiene en la esquina; pero cuando llega al medio de la calle, otro auto, que viene en dirección contraria lo obliga, de nuevo, a detenerse; el auto que estaba parado en la esquina arranca a su vez; y de ese modo, la figura entera del Matemático, vestido todo de blanco, incluso los mocasines, emerge, como por la abertura que van dejando los paneles de una puerta corrediza, entre las partes traseras de los dos autos, del mismo modelo pero de distinto color, que van alejándose en dirección contraria. Está presente ahí, bien afuera. Por alguna razón que ignora y en la que, por supuesto, no está pensando, los recuerdos y los pensamientos de Leto se interrumpen y Leto ve la calle, los árboles, el edificio del diario, los autos, el Matemático, el cielo, el aire, la mañana, como una unidad nítida y viva, de la que él está un poco separado pero bien presente, en todo caso en un punto justo y necesario del espacio, o del tiempo, o de una sustancia, fluido o lugar sin nombre que es sin duda el óptimo, y en el que todas las contradicciones, sin que lo haya pedido, ni siquiera deseado, benévolas, se borran. Es un estado novedoso y placentero, pero la novedad no viene de la aparición de algo que no existía antes, sino de un aumento de evidencia en lo ya existente, y el placer, por su parte, no proviene de ningún deseo gratificado sino de una fuente desconocida. Es difícil decir si la perfección viene de Leto o de las cosas, pero de pronto, viendo avanzar, erguido y blanco, al Matemático entre las partes traseras de los dos autos que se alejan en dirección contraria, Leto empieza a ver el conjunto, con el Matemático incluido, no como autos, ni árboles, ni casas, ni cielo, ni seres humanos, sino como un sistema de relaciones, de cuya creación no es sin duda ajena la combinación de movimientos diferentes, el Matemático hacia adelante, los autos cada uno en sentido distinto, las cosas inmóviles cambiando de aspecto y lugar en correspondencia con las que se mueven, todo en proporción perfecta y casual sin duda, de modo tal que, viviéndolo, o sintiéndolo, o como deba llamarse a su estado, pero sin pensarlo, Leto experimenta una alegría súbita, franca, de la que no sabe que es alegría y que acompaña, agudizándolas, sus percepciones. El auto que corre detrás del Matemático es blanco, y el que va avanzando por delante en sentido contrario de un verde claro -un verde claro, raro, tirando a gris, como si en su composición entrase un poco de blanco y de negro, ¿no?- y el Matemático, que viene emergiendo de entre los dos, se recorta contra el fondo de árboles que forman, sobre la vereda, una penumbra luminosa en la cuadra que acaban de recorrer. Lo que va aconteciendo es al mismo tiempo rápido y muy lento. Independiente de su aspecto físico, de su vestimenta, incluso de su origen social o de una pose que esté adoptando, ni debido tampoco a una proyección afectiva de Leto, que comparte más bien las objeciones de Tomatis y lo conoce menos, el Matemático, al cruzar la calle, se ha transformado en un objeto bello, de una belleza abstracta y no relativa, que no tiene nada que ver con sus atributos preexistentes sino más bien con una coincidencia cósmica que reúne, durante unos pocos segundos, muchos elementos heterogéneos en una composición inestable y que, cuando el Matemático llega a la vereda y los dos autos se alejan un poco en dirección contraria, misteriosa, y habiendo existido únicamente para Leto, se disuelve.

– Me lo querían cortar -dice, para disculparse por la demora, el Matemático.

Ahora es otra vez el Matemático, un amigo de Tomatis, alto, rubio, bronceado, rico, progresista, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, que lleva una pipa en la mano y que acaba de volver de una gira por Europa. Leto lo mira, interrogativo.

– El comunicado -dice el Matemático.

– Ah, bueno. La aclaración me tranquiliza -dice, riéndose, Leto, pero la seriedad distraída del Matemático, que parece no haberlo escuchado, lo incita a asumir una expresión grave. Empiezan a caminar. Un poco de reojo, como cohibido, Leto observa al Matemático, que ha retomado el lado de la pared. Durante varios metros, caminan sin hablar. Leto cree que el Matemático, ofendido al comprobar que él se cruzó de vereda, dispuesto a irse si demoraba un poco más en el diario, se ha encerrado de un modo deliberado en sí mismo para mostrarle su reprobación, pero lo que en realidad pasa, lo que le da ese aire de seriedad, casi de encono, es que, hurgando en sus referencias, en sus sospechas, en su capacidad de proyección psicológica y de clasificación política de sus semejantes, atando cabos, el Matemático está ya casi seguro de que el empleado del diario, por tenerlo catalogado también él políticamente, ha tratado de ponerle obstáculos a la publicación del comunicado e incluso le ha sugerido que hasta podrían llegarlo a cortar. Y Leto piensa, o "ve", mejor, ¿no?, la cara de Lopecito, en la noche del velorio: Nunca se quejó de nada. Nunca le dolía nada. Dormía tres o cuatro horas por día. Era incansable. Nunca había estado enfermo. Siempre se le ocurrían ideas fructíferas. Nunca lo había visto deprimido. Nunca le fallaba a los amigos. Nunca dudaba de sus capacidades. Siempre tenía vistas al futuro. Siempre quería conocer cosas nuevas. Siempre le levantaba el ánimo a los demás. La imagen de Lopecito se borra; Leto se vuelve un poco hacia el Matemático y está por decirle algo, pero, sacudiendo la cabeza, como si estuviese recuperándose de un desvanecimiento, el Matemático le gana de mano y le sonríe: No -dice-. Estaba pensando en esas putas baratas que el vulgo conoce con el nombre de periodistas.

– De las que Tomatis sería el ejemplo típico -dice Leto.

– Eso es -dice el Matemático. Se ríen. Según Botón, de Noca, cuando se había armado la discusión sobre el caballo que tropezaba, Tomatis había dicho: Si el caballo iba hacia el boliche cuando tropezó, la culpa es del caballo; si volvía, la culpa es de Noca. Todos se reían, según Botón, pero en realidad no se sabía. En realidad, dice el Matemático, el caballo de Noca y, sobre todo, el testimonio de Noca, son heterogéneos al razonamiento. Basta con plantear el problema en general: los caballos tropiezan sí o no. Y después, como bien dice Barco, qué se entiende por tropezar.

A la vuelta de Europa, el sábado anterior, el Matemático se ha tomado la balsa para ir a ver un partido de rugby a Paraná. Apoyado en la borda de la cubierta superior, con la pipa encendida bien agarrada entre los dientes, mientras está mirando maniobrar los grandes camiones con acoplado que estacionan en varias filas en la cubierta inferior, ve entrar corriendo a Botón, con un bolso en la mano y el estuche de la guitarra en la otra, y que, a juzgar por la rapidez y la infalibilidad con que sube las escaleras y viene a instalarse a su lado, sin levantar la cabeza una sola vez, ya ha de haberlo visto desde el atracadero mismo, antes de subir a la balsa -Botón que, como el Matemático lo adivinó al verlo cuerpear, limpio y recién peinado y afeitado, los camiones que maniobran, ruidosos y casi a paso de hombre, para subir y estacionar en la balsa, Botón, de quien el Matemático, digo, ¿no?, ha adivinado que se dispone a pasar el fin de semana en Entre Ríos con su familia, y que, apenas se sientan en un banco de madera de la cubierta superior, en la popa, se pone a contarle, con todos sus pormenores, el cumpleaños. Han tomado la balsa de mediodía por razones diferentes; el Matemático porque, como la travesía dura dos horas y el partido empieza a las tres y media, calcula que le quedará tiempo para hacer una caminata hasta la cancha; y Botón porque, según él, hubiese debido tomar la de las diez, puesto que la combinación del colectivo para Diamante sale a las dos y media, pero se ha quedado dormido, y ahora tendrá el tiempo justo para llegar desde el puerto hasta la estación de ómnibus y saltar al colectivo. Está nublado, pero no hace frío: doble razón que les permite permanecer en el puente a mediodía. Enceguecidos por la costumbre, no ven retroceder, paulatinos, a medida que la balsa se aleja, el puente colgante en el fondo, el club de Regatas, el atracadero, Alto Verde en la orilla de enfrente, los riachos, las islas, las canoas o las lanchas que, en sentido inverso al que ellos llevan, navegan hacia la ciudad. El nublado del cielo es singular: son nubes chicas, casi cuadradas, pegadas unas a otras por los lados, que son de un gris más oscuro que el del centro un poco protuberante de cada una de ellas; inmóviles, cubren el cielo entero, hasta el horizonte, casi todas del mismo tamaño, de modo tal que el firmamento, al que nunca le ha convenido mejor la denominación, aunque ella se aplique al cielo estrellado y no, justamente, a las nubes, da la impresión de ser una bóveda cóncava y empedrada. Ese cielo pétreo, estable, durará todo el día, hasta que al anochecer, sin ruido, se irá disolviendo, no sin antes pasar por una fase lisa de un gris bien oscuro, en una llovizna cada vez más espesa que durará hasta el domingo a la noche. Pero en el mediodía del sábado, sobre la balsa, el río y las islas, conserva todavía esa inmovilidad de pavimento. Botón, que ha dejado el bolso y la guitarra sobre el banco en el que están sentados, saca del bolsillo una tableta de chocolate y, desnudándola hasta la mitad de su, y por qué no, doble vestimenta de papel impreso y de papel plateado, se la extiende al Matemático que, con cortesía distante y pensativa, la rechaza. Sin maniobras dilatorias, Botón le lanza, a quemarropa, la pregunta inevitable: ¿cómo le ha ido en el viaje? Y el Matemático, unos segundos después, con la vista fija en el punto en que la estela que va dejando la balsa empieza a borrarse de la superficie del río, se oye a sí mismo, no sin cierto desaliento, repetirle a Botón la ristra de ciudades que traen en su reverso las imágenes supuestamente empíricas que desde su paso por ellas acompañan los nombres: Venecia, la verdadera puerta de Oriente y no Estambul; Varsovia, no dejaron nada; Brujas, pintaban lo que veían; Madrid, lo que uno siente haber perdido en el extranjero lo vuelve a encontrar ahí. Botón lo observa unos segundos, sin parpadear, con la cabeza un poco inclinada, pensando ya en otra cosa, masticando su chocolate, y cuando el Matemático termina, sin hacer ningún comentario, empieza a contar algo a su vez, como si sus relatos, que no tienen nada que ver, fuesen complementarios, Botón digo, ¿no? -ese muchacho crespo pero rubio, de bigotito rubio, de ojos azules casi transparentes, que cuando canta acompañándose con la guitarra lo hace tan bajito que hay que inclinarse hacia él apoyando la mano en la oreja y poner de lado la cabeza para oír algo-; Botón, en quien, según Tomatis, la única transgresión a una observancia nacionalista rigurosa es la ingestión desmedida de cognac y de caña paraguaya que, aunque de fabricación nacional se manifestaron, en tanto que idea, más allá de nuestras fronteras. Botón dice que, a principios de septiembre, o fines de agosto tal vez, ya no se acuerda bien, se juntó un grupo numeroso en la quinta de Basso, en Colastiné Norte, para festejar el sexagésimo quinto aniversario del nacimiento de Jorge Washington Noriega (los sesenta y cinco años de Washington, dice textual Botón); que él se había encontrado a la tarde con el Gato en Bellas Artes y que el Gato lo había invitado diciéndole que llevara también la guitarra; que los invitados habían ido llegando de a poco -él primero que todos y se había puesto a puntear en el fondo del patio con Basso que recién se levantaba de la siesta. Que la cosa había durado hasta el amanecer.

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