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– La idea de festejarle los sesenta y cinco años vino de los mellizos -dice el Matemático-. Y hay que sacarles el sombrero por haber logrado juntar gente tan diversa. Como en el dicho: no están todos los que son ni son todos los que están.

Leto lo mira: ¿es una cortesía hacia su persona? Pero su mirada rebota contra el perfil perfecto del Matemático que, con la vista fija en un punto del aire intermedio entre la vereda y las copas de los árboles, un poco ausente, rememora: una noche del verano anterior en que estaban conversando con Washington, Tomatis y Silvia Cohen en la terraza de los Cohen, como Tomatis, que había estado llenando sin parar su vaso de ginebra con hielo se había puesto a maldecir, por pura parodia, el destino de los humanos, alzando el puño amenazador hacia el cielo estrellado y él, el Matemático, le empezó a tomar el pelo, Washington, sin distraerse mucho de su conversación con Silvia Cohen le había dicho, simulando dirimir una verdadera cuestión teórica, que lo dejara, que desde el punto de vista lógico está más cerca de la verdad el que, lisa y llanamente, se pone a lloriquear bajo las estrellas, espantado por lo absurdo de la situación, que el que, dándoselas de heroico o de creyente en la historicidad, trata, a pesar de todo, de sacar adelante una familia, o de ganar la faja de honor de la SADE. Una sonrisa rápida, discreta y distraída, aparece y se borra en los ojos del Matemático. Pero, por alguna razón oscura, de la que ni él mismo es consciente, en vez de contar esa anécdota de Washington cuenta otra, en la que no ha pensado desde hace mucho tiempo y que, una fracción de segundo antes de que haya comenzado a decirla en voz alta, estaba ausente de sus representaciones.

– Dice que una vez un autor de cuentos fantásticos que lo vino a visitar de Buenos Aires le preguntó si nunca pensaba escribir una novela. Dice que Washington puso cara de espanto, como si el otro lo estuviese amenazando. Y dice que después de un momento le contestó: yo, como Heráclito de Efeso y el general Mitre en el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos.

Se ríen. Avanzan. El Matemático piensa: "Noca dijo que, si llegaba un poco tarde, era porque uno de sus caballos había tropezado". Y Leto: "Le robó el amor de su vida, lo transformó en solterón, le dejó a cargo su familia, y él dice sin embargo que le debe todo". Según parece, dice el Matemático, Noca le dijo a Basso que llegaba tarde porque uno de sus caballos había tropezado y se había quebrado una pata. Estaban, había dicho Botón, cinco o seis alrededor de Cohen, masticando cubitos de mortadela y tomando cerveza como aperitivo, y observando a Cohen que manipulaba brasas y leña, no sin hacer toda clase de muecas y lagrimear entre el calor y el humo del que los espectadores se mantenían a distancia confortable. Y cuando, según Botón, Basso había comentado la excusa de Noca, Cohen había interrumpido bruscamente su trabajo y, sin dejar de lagrimear y de hacer muecas dolorosas, se había plantado, perentorio, frente a Basso: ¿Desde cuándo los caballos tropiezan?, había dicho.

– ¿Cómo? ¿No tropiezan? -dice Leto.

– Tropiezan. Tropiezan -dice, conciliador, el Matemático. Y después de una pausa dubitativa-: En fin, depende.

– ¿Depende de qué? -dice Leto.

– Depende de lo que se entienda por tropezar.

Según el Matemático, y siempre según Botón, ¿no?, el argumento de Cohen había sido el siguiente: si un tropezón es una equivocación y los caballos, como el resto de los animales, actúan únicamente por instinto, ¿no es contradictorio atribuirle al instinto una equivocación? El instinto sería lo que, por definición, no se equivoca. El instinto, dijo, Cohen antes de volverse triunfal hacia las llamas, es necesidad pura. Cuando le dio la espalda a los espectadores para ponerse a trabajar con dedicación exagerada con el fuego, pudo percibirse, para su satisfacción, un silencio general. Pero después de un momento, Basso volvió a intervenir: él no hacía más que transmitir lo que Noca le había dicho, a saber que, si llegaba un poco tarde, era porque uno de sus caballos había tropezado y… Sí, sí, eso ya lo sabemos, lo interrumpió, con impaciencia bonachona, Barco, que había dejado su puesto en la canilla de chop y había llegado bajo el quincho justo para oír el relato de Basso y la objeción de Cohen. Lo que, según él, en cambio, había que preguntarse, eran dos cosas: la primera, si es verdad que el instinto no se equivoca; la segunda, si tropezar es una equivocación. Silencio caviloso de la concurrencia. Basso volvió a intervenir: el problema con Noca era que nunca podía saberse cuándo fabulaba y cuándo decía la verdad. Y como no dio muchos detalles estaban obligados a adivinar si el caballo había tropezado solo o mientras alguien lo montaba: Leto evoca, sin dificultad, la imagen de un hombre a caballo; y el Matemático piensa: "El problema se plantea únicamente con un caballo sin jinete. En el caso contrario, el error es del jinete y no del caballo". En ese momento, sin embargo, y siempre según Botón, se produjo un revuelo: Tomatis, en un enorme fuentón de plástico ("amarillo", piensa Leto) traía los pescados que había vuelto a lavar en la pileta de la cocina. Hay que volverlos a lavar porque siempre les queda un poco de arena, dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis. Y agrega: Para que Tomatis haya lavado las ensaladas y vuelto a lavar los pescados, tiene que estimarlo mucho a Washington. El y el Gato son sus preferidos. A Washington, que no es ni una cosa ni la otra, le gustan los cínicos y los orgullosos. "Pero ni Tomatis es cínico ni el Gato orgulloso", piensa Leto. "¿O será al revés?" Después, según el Matemático, es fácil imaginar las operaciones que siguieron: los moncholos gordos que ofrecen el don de su persona el año entero y los amarillos metálicos que, por prudencia, no se asoman más que en invierno, fueron sometidos al tratamiento adecuado que pone de relieve, perfeccionándolas incluso, sus cualidades: después de rellenarlos con un buen amasijo de cebolla y un poco de perejil y de laurel, untaban con aceite los diarios de la víspera y, previo espolvoreo de sal y pimienta, los envolvían en ellos y los iban colocando, cuidadosos y bien alineados, en la parrilla bajo la cual las brasas escasas impedirían que la carne tan frágil de los pescados se arrebatara. "Y pensar que dice que Botón es folklórico", piensa Leto con cierta mala fe ya que puede percibirse, en la descripción del Matemático, un dejo de ironía. Porque, como corresponde, el Matemático sostiene que el que quiere nadar con cierta soltura en el río incoloro de postulados, modos de silogismo, conjuntos y definiciones, debe acompañar sus estudios de un régimen alimenticio estricto: a fuerza de yogures y de verduras retiradas al primer hervor, el orden abstracto del todo, en su simplicidad superior, se revelaría, estático y radioso, para el asceta consecuente y recién bañado.

– Vuelvo en seguida -dice, inesperado, el Matemático y, sacando del bolsillo del pantalón varias hojas dobladas en cuatro, entra en el edificio de La Mañana. Leto ve el alto cuerpo bronceado y vestido de blanco penetrar, con trancos elegantes, por el portal en penumbra del matutino. "Pasado mañana, el comunicado de prensa, bien untado de aceite, va a servir para envolver amarillos y moncholos", piensa, malévolo. Y además: "Se fue de golpe para obligarme a esperarlo". Aceptando, dócil, la necesidad inexplicable de su compañía que parece sentir el Matemático, se apoya en el tronco del último árbol que bordea la vereda. Más allá de la transversal soleada, en la esquina de enfrente, la calle, brusca, se estrecha, y ya no hay árboles en los bordes de las veredas. Como han venido aproximándose al centro, empieza a verse más gente por las calles, y como la zona comercial propiamente dicha comenzará a adensarse a partir de la cuadra siguiente, a los coches que pasan, lentos y ronroneantes, se mezclan las bicicletas, los triciclos y los camioncitos de los repartidores, decorados de nombres y direcciones de casas comerciales. A pesar de la conversación, del relato del Matemático, Leto está como sumergido en su propia memoria, y la voz de Lopecito, con su acento rosarino, martillea, triste y atontada. Teníamos un tallercito donde montábamos radios, en la calle Rueda. Y cuando se empezó a hablar de televisión, durante la Segunda Guerra, tu viejo se metió a estudiar inglés y se hacía mandar revistas técnicas de Norteamérica. Vos tenías dos o tres años. ¿No te acordás que empezó a montar por su propia cuenta un aparato de televisión en el garaje que tenían en Arroyito? Te debes acordar porque ya eras más grande. ¿Te acordás? Se acuerda: dormía en la pieza de al lado. Todas las noches, Isabel, en camisón, se levantaba dos o tres veces y se iba a golpear la puerta del garaje cerrada con llave. ¿No podes contestar? ¿No podes contestar?, decía. El escuchaba el mismo lamento insistente todas las noches. Después, cuando la casa estaba oscura y silenciosa, oía la cerradura del garaje, y los pasos y la respiración que se desplazaban, en la oscuridad, en dirección al dormitorio. La voz quejumbrosa y soñolienta de Isabel volvía a oírse, y Leto, conteniendo la respiración para oír mejor, esperaba la respuesta que nunca llegaba: "No hay nada que hacer, era algo sexual", piensa, con los ojos fijos en la esquina soleada. "O algo más terrible todavía." Lopecito, mientras tanto, con los ojos llenos de lágrimas, atenuando su vehemencia con ese registro susurrante que se emplea en los velorios: ¿No te acordás que antes de que llegara la televisión a Rosario hicimos una demostración en la Sociedad Rural con el aparato que él había armado en el garaje y que salieron varios artículos en La Capital? Se hacía mandar los elementos de Buenos Aires, de los Estados Unidos y lo que no podía conseguir lo fabricaba él mismo. Isabel entraba de tanto en tanto en la pieza y los abrazaba, llorando. Vas a tener que ser muy bueno con tu mamá ahora, decía Lopecito. Y, para que Isabel no lo oyera, agregaba al oído de Leto: Mientras yo viva y tenga estas dos manos, no les va a faltar nada, te doy mi palabra. Que venía cumpliendo. Pero él, Leto, ¿no?, se sentía como sobre un escenario, no como si no tuviese nada que decir, o como si Isabel y Lopecito y todos los otros no hubiesen aprendido los papeles, sino como si actuaran, sobre el mismo escenario, sí, pero en obras diferentes. A veces, la frase de alguno de ellos lo sorprendía tanto, que Leto se quedaba mirándolo fijo, esperando que se echara a reír, porque creía que había dicho la frase por pura broma. Pero la risa no llegaba. Las caras familiares se volvían máscaras impenetrables y remotas y, por mucho que las interrogara no sacaba nada, pero nada, ¿no?, de ninguna de ellas. Eran como individuos de otra especie, como esos invasores de las películas de ciencia ficción que llegan de un planeta desconocido y adoptan forma humana para ejercer mejor su dominación. El padre, por ejemplo, que habían metido dentro de ese cajón, ¿estaba realmente muerto o simulaba? Y las frases que Isabel y Lopecito proferían relativas a su persona -a la del padre, digo, ¿no?- coincidían tan poco con la realidad empírica de Leto, que Leto las oía como expresiones convencionales aprendidas de memoria en el marco de una conspiración. Por ese hombre bueno, por ese inventor que había terminado dedicándose al corretaje de artefactos eléctricos, Leto no experimentaba ni amor ni odio, sino una expectativa neutra semejante a la que sentimos cuando nos preguntamos si a la mosca, después de haber recibido el zapatillazo, le quedan todavía reflejos motores como para seguir girando un poco más sobre las ruinas de sí misma. Había un elemento en la condición de ese hombre que nadie parecía percibir y que para Leto era la característica esencial y casi única que emanaba de su persona: una especie de expresión sardónica que significaba algo así como ya van a ver, ya van a ver cuando me decida, o cuando eso, mejor, eso de lo que él estaba al tanto y que los otros parecían ignorar, se decidiera. Esa semisonrisa interior que Leto, sin embargo, no dejaba de percibir ni un momento, les anunciaba, a las apariencias de este mundo, una catástrofe cercana, de la que su portador había visto desde el principio los signos inequívocos. "No podía ser solamente sexual", piensa Leto, sintiendo el tronco del árbol, duro y rugoso, en la espalda, a través de la tela liviana de su camisa. "Aunque César Rey pretende que, bien mirado, hasta el Billiken es una revista pornográfica." No; era, piensa, algo exterior y abarcante de lo sexual, un elemento constitutivo de su propio ser que desteñía sobre el todo y lo envenenaba. A la suma de tardes, de albas, de anocheceres que fue el tiempo de su vida, la había ido corroyendo esa sustancia mortal que él mismo segregaba y que, hiciera lo que hiciese, aun cuando se quedara inmóvil o tratase de detenerla, nunca paraba de fluir ni de dejar su rastro pestilencial sobre las cosas. Y, decía Lopecito, tu viejo fue… tenía el genio de… yo le debo… etc. Leto recuerda que, en el garaje en que se encerraba, había una especie de mesa larga, hecha con madera de cajón, adosada a la pared, y un gran desorden de aparatos de radio, llenos, vacíos, o con el interior a medio sacar, asomando por la abertura trasera del mueblecito, lámparas, tubos, tornillos, perillas, enchufes sueltos, cables de colores, alambre de cobre, revistas y libros técnicos, pinzas y destornilladores; y que, aun cuando no tomaba partido en el litigio permanente que oponía a Isabel y a su padre, y que su padre, aunque un poco distante, era más bien amistoso o indiferente, y que todas esas cosas misteriosas y coloridas que se entreveraban sobre la mesa del garaje no dejaban de tener su atractivo, él se abstenía de tocarlas, no por miedo a la reacción de su padre, que sin duda vería con satisfacción su interés, sino a esa especie de fluido que, tal vez sin darse cuenta, segregaba, y del que Leto veía los signos por todas partes, como en un terreno se adivina, por indicios imprecisos pero irrefutables, la presencia segura de la víbora o del escorpión. A esa mesa se lo imaginaba inclinado, a la luz de una lámpara, manipulando un destornillador diminuto y, por alguna razón desconocida, absteniéndose de responder cuando Isabel venía todas las noches a golpear a la puerta. Abrí la puerta. Abrí la puerta te digo, decía Isabel, con tono desesperado, hasta que, dándose por vencida, se iba por fin a acostar, no sin lloriquear un poco antes de dormirse; y, sin embargo, a la mañana siguiente se levantaba radiosa y cantaba preparando el desayuno, poniendo orden en la casa o yéndose para la feria. Ese cambio repentino intrigaba a Leto: ¿era simulado? ¿o eran el tonito desesperado de las noches y el lloriqueo en la cama lo que simulaba? ¿o todo era simulado? ¿o nada? "Y esta mañana cuando, viniendo desde el resplandor azul y circular de las hornallas de gas, dijo ese inesperado El, que sufría tanto, piensa Leto, y yo me puse a escrutar su cara sin resultado, la impenetrabilidad venía, precisamente, de la ausencia de simulación. No simula ni cuando canta ni cuando habla ni cuando se queda callada ni cuando afirma que está haciendo una cosa y en realidad está haciendo lo contrario. Vive una existencia plana, en una sola dimensión" -la de su deseo, que es deseo de nada, o más bien deseo de que no exista la contradicción. Y Lopecito, ¿no?, la noche del velorio, apenas se quedaba sólo con él: Todo le salía bien. Cuando empezó el corretaje tenía tanto trabajo que me llamó para cederme todo el Norte de la provincia si quería. Nada nos hubiese impedido instalarnos por mayor, pero a él le gustaba la libertad y, más que nada, encerrarse a trabajaren el garaje todas las noches. Era un enamorado de la técnica. Tenía un entusiasmo. Leto lo escuchaba, silencioso, diciéndose a cada momento que también el pobre Lopecito entraba en ese aura de irrealidad con una convicción que superaba todas las expectativas. Ese universo plano del que, por razones misteriosas, y sin que ellos lo sospecharan, Leto estaba excluido de modo tal que la vacuidad general de sus actos le era inmediatamente perceptible, parecía inexpugnable menos por su solidez que por su inconsistencia -difusa, versátil y omnipresente.

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