Salvados, hubiese podido decir de nuevo el Matemático. El personaje -es el nombre exacto que, en las circunstancias presentes, le corresponde- que camina por la vereda unos metros más adelante, se da vuelta al oír sus voces, y se para a esperarlos. A la misma edad en que otros se sentían, como consta, en una selva oscura, él posee autosatisfacción de sobra y su traje cruzado y liviano, marrón claro, hecho a medida, el nudo de la corbata bien ajustado al cuello de la camisa a pintitas rosa imperceptibles, el pelo bastante largo pero engominado en los costados, el bronceado del mismo color del traje o sea un poco más claro que el del Matemático lo cual despierta, como se dice, su admiración, atestiguan esa autosatisfacción -incluso más, la proclaman. Parado en medio de la vereda, los espera con una sonrisa vasta, dirigida exclusivamente al Matemático quien, le parece percibir a Leto, se la devuelve con reticencia. Pero cuando llegan junto a él, el Matemático le tiende, blanda, una mano displicente que el otro estrecha y sacude con dedicación, llegando incluso a cubrirla con su mano izquierda mientras lo hace. Y Leto está a punto de empezar a sentirse otra vez transparente, como en presencia de Tomatis, cuando en forma inesperada, perentorio, el Matemático los presenta: ¿Se conocen? Mi amigo Leto. El doctor Méndez Mantaras. Y después, como para disculparse ante Leto, agrega: Somos medio parientes. El medio pariente extiende la punta de los dedos, dejándolos rozar apenas por la mano de Leto, y después clava en el Matemático una mirada de reprobación, que significa más o menos: como si la familia no tuviese bastante con las excentricidades de tus padres y con tus rarezas, tenías que venir a presentarme a uno de tus amigos comunistas para incinerarme en pleno San Martín -pero el Matemático, sin vacilaciones, le responde con una mirada penetrante y severa: ¿hay algo que no le gusta? Si es así que largue prenda de una vez y si no que afloje -más o menos de ese modo, ¿no?, las cejas un poco enarcadas, como se dice, ¿no?, mirándolo tan desde arriba que Leto tiene la impresión de que el Matemático, en forma mágica, semejante a los super-héroes de ciertas historietas, ha aumentado súbitamente de estatura. El medio pariente que, bien mirado, no es menos corpulento que el Matemático, o en todo caso no mucho menos, como si la diferencia de tamaño fuese de un orden distinto al puramente físico, no se abstiene de recibir, en forma inmediata, la advertencia perentoria, y, ante el asombro de Leto, que espera una reacción proporcionada a la severidad inequívoca de la mirada, esboza una sonrisa huidiza, convencional, y comienza a soltar banalidades: ¿Cómo está la familia? ¿Linda mañana, no? Sigamos hasta la esquina, ya que vamos para el mismo lado, etc., etc., a las que el Matemático, al mismo tiempo que empiezan a caminar, va respondiendo de una manera condescendiente e incluso desdeñosa que el otro, imperturbable, se empeña en no registrar, o que tal vez no escucha más que a medias, ocupado como está en hurgar en su reserva de banalidades para ir sacándolas una por una, con su entonación falsamente jovial y falsamente familiar, al aire de la mañana. ¿Qué tal Tostado? ¿Ha ido a ver el partido de rugby del sábado a Paraná? Y ahora que se acuerda, ¿cómo le fue por Europa? A esta última pregunta, después de vacilar contrariado, como si no pudiese decidir de qué modo tomarla, el Matemático comienza a propinar -es la palabra que sienta mejor- una respuesta metódica, rápida, sumaria y abundante a la vez, en la que su ristra de ciudades y de imágenes que las acompañan, si cuando las evoca para los que estiman salen con el ritmo pausado y plácido de una calesita, en el caso presente tienen la energía, la frecuencia y el efecto sobre el otro de una serie de martillazos: Varsovia, no dejaron nada; La Rochelle, blanca y centelleante; París, una lluvia inesperada; Bruselas, por el censo de Belén; Brujas, pintaban lo que veían; Viena, todos sus habitantes parecen creer en el análisis terminable; Biarritz, no podía no gustarle a nuestros oligarcas; Palermo, los dioses picaron cerca antes de desaparecer; Venecia, la verdadera puerta de Oriente y no Estambul; Segovia, ardua entre el trigo amarillo, etc., etc., de manera rápida, precisa, fingiendo creer que el medio pariente está al tanto de lo que encierran sus alusiones, pero, le parece a Leto, formulándolas de la manera más escueta y más críptica posible para que el otro, que parece estar realizando un esfuerzo desmedido de concentración con el fin de no perderse nada, no las entienda. Leto tiene además la impresión de que el Matemático, simulando hablar con su medio pariente es a él, a Leto, ¿no? a quien se dirige en realidad, como si estuviese efectuando una demostración práctica de la inepcia total del otro, de modo tal que cada una de sus palabras y de sus expresiones parece decir no lo que significaría habitualmente, sino la misma fórmula demostrativa corroborada una y otra vez por los detalles que se van acumulando: ¿Viste? ¿Viste? No vale la pena ocuparse de él, no es interesante. Incluso los recuerdos europeos, fugaces, fragmentarios, excesivamente condensados y simplificados, que ya le son un poco extranjeros, los presenta con una vivacidad exagerada y una naturalidad postiza con la intención de que parezcan más familiares, actitud que en cierto modo atenúa la complicidad ya que Leto, igual o quizá más que el medio pariente, cree en la posesión real de esos recuerdos y en el aura que confieren al que los posee. Más, sin duda: lo que para Leto representa, como podría decirse, un lugar donde proyectar, si vale la expresión, su energía imaginaria, para el medio pariente no es nada más que otra rareza de uno de los miembros de la rama más extravagante de la familia. Por otra parte, las frases del Matemático no parecen dejar rastros en él, ya que en los segundos de silencio que les suceden, el medio pariente tiene tiempo en encontrar un nuevo tema de conversación, o de monólogo más bien, ya que, obliterando de antemano toda réplica, empieza a hablar: la noche anterior ha ido con su señora -que en realidad es una prima segunda del Matemático- a ver El viento en Florida, el estreno que están dando en un cine del centro, y la película parece haberle causado una impresión imborrable, como se dice, ya que recomendándosela vivamente, como se dice también, al Matemático, ¿no?, dado que la existencia de Leto sigue siendo todavía problemática para él, y bajo el efecto de la empatía, como la llaman, renovada que le produce la rememoración, se pone a contarle el argumento. Según él, es la historia de una familia de pioneros en la península de Florida -al parecer allá le dicen así- que después de pelear durante años contra los indios, instala un ranchito que poco a poco se va transformando en una gran propiedad. En la película aparecen tres generaciones, el abuelo pionero, el padre terrateniente, y los dos hijos, uno malo y uno bueno, que se enamoran de la misma mujer, viuda de un pequeño propietario muerto en una refriega por problemas limítrofes entre él y el terrateniente; al viuda se enamora primero del malo, pero cuando comprende se enamora del bueno y al final, las pasiones estallan, al mismo tiempo que sobreviene un huracán y la casona señorial es destruida por un incendio. El Matemático, que ha escuchado ostentando, deliberado, un escepticismo creciente, en lugar de plegarse a la expectativa de su medio pariente que desearía, de parte de los otros, sacudido por el pathos de su reminiscencia, una identificación, debe resignarse, después del silencio reprobatorio con que es recibido su relato, a una contraexplicación del mismo por parte del Matemático, más o menos en estos términos: por lo visto, se trata de un nuevo bodrio destinado a justificar las matanzas de indios, la anexión brutal de territorios mexicanos -aunque pase en Florida la historia es evidentemente una metáfora de todo el Sur- y la absorción del pequeño comercio por los grandes monopolios; con el presidente del Club de Leones disfrazado de terrateniente, la cabaretera de turno que quieren hacer pasar por viuda metodista, y los dos cajetillas que interpretan el papel de los hermanos, el bueno rubio, engominado y lampiño, y el malo morocho, crespo y barbudo, para sugerir de paso que los anglosajones son una raza física y moralmente superior. Y al final, qué coincidencia, ¿no?, justo cuando se desencadenan las pasiones, se levanta el huracán y se declara el incendio. Tenía que pasar todo junto y él -el Matemático veníamos diciendo, ¿no?- él se juega la cabeza de que si el incendio estalla al mismo tiempo que empieza a soplar el huracán es para que la lluvia pueda apagar las llamas, cosa que, después de un susto sin consecuencias, el cajetilla rubio y la cabaretera, una vez exterminados todos los malvados de piel oscura, empiecen a reconstruir la mansión y sigan explotando como si nada a sus semejantes, para que los nietos después vayan a tirar lo más tranquilos sus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Y el Matemático termina su interpretación con una risita corta, satisfecha, un poco exagerada en la que, aunque Leto no lo sepa, se concentra una especie de requisitoria, de la que la contraexplicación de la película es una demostración complementaria: no son interesantes. Son ignorantes y ambiciosos y su visión del mundo se estructura a partir de un solipsismo carnicero. Odian lo que no comprenden, desprecian lo que no se les parece. Aunque gracias a mi esfuerzo personal y a componentes misteriosos de mi temperamento haya logrado diferenciarme lo máximo posible, el drama de mi vida seguirá siendo hasta la muerte haber nacido entre ellos. Por mantener o acrecentar sus privilegios, son capaces de avergonzarse de sus propios padres, de mandar a la cárcel al propio hermano si vislumbran en él la sombra de una contradicción. Por perpetuarse como casta, harían escombros el universo. Darles un trato diferente del que yo les doy sería un error peligroso. Todo lo que se pueda hacer para bajarles el copete o neutralizarlos es útil para preservarse a sí mismo, pero aparte de eso, para las cosas que realmente cuentan, no vale la pena ocuparse de ellos, no son interesantes.
Y así. Ese encarnizamiento tenue, un poco febril y pasajero, especie de cortesía violenta dirigida a Leto con la intención de mostrarle su diferenciación total respecto del personaje -la expresión no podría ser más adecuada- que los acompaña, no alcanza, en rigor de verdad, como se dice, su objetivo, o al menos no lo alcanza por completo, ya que si Leto no deja de percibir en la hostilidad despectiva del Matemático una réplica instintiva a los aires pretenciosos del otro, esa réplica le parece desproporcionada, y los esfuerzos del medio pariente por simular que caminan trabados en la más normal de las conversaciones, le produce menos un placer malévolo que cierta compasión. A la risita corta y poco disimulada del Matemático, el medio pariente responde con otra, de un estilo semejante, menos eficaz por tratarse de una reacción defensiva, que podría significar más o menos a nosotros, la gente normal, esas interpretaciones retorcidas de una linda película nos entran por un oído y nos salen por el otro, pero el hecho de proferirla evitando la mirada del Matemático, prueba que no es un adversario de peso, como se dice, y las nuevas banalidades que se pone a balbucear lo confirman: juraría que los mocasines blancos del Matemático son italianos. ¿Se equivoca? ¿Está enterado de que en el interclubes de tenis en la categoría simples cadetes su nene ha salido campeón? Las frutillas de Coronda este año no tienen gusto a nada, pero en cambio los espárragos salieron de primera, etc., etc.; sus frases, pronunciadas con cuidado y cierta exigencia de respuesta obligatoria, semejantes a una carta certificada con aviso de retorno, podría decirse, parecen disolverse en el aire antes de llegar a los oídos del Matemático que no sólo no las registra sino que, con la cabeza vuelta hacia Leto, ostenta ignorar hasta la presencia física de quien las profiere -más todavía, mientras el otro habla, el Matemático se ocupa en formular de un modo más amplio, y en términos más precisos, que no hubiese valido la pena dilapidar con su medio pariente, los mecanismos del desenlace del El viento en Florida -, creer que las pasiones siempre deben desencadenarse al final, dice más o menos, equivale a ignorar que la objetividad es lo bastante inabarcable como para que sus catástrofes pasen inadvertidas y puedan llegar a ser otra cosa que un sobresalto anónimo incluido en algún índice de frecuencia o en alguna estadística; por otra parte, la coincidencia entre la eclosión de las pasiones y el incendio pertenece, le parece a él, al Matemático, a ese orden de comparaciones tan obvias que lindan con la tautología. Los monólogos se entremezclan y Leto que, por cortesía y curiosidad trata de escucharlos a la vez, no logra concentrarse en ninguno, hasta que, consciente del carácter competitivo, como se dice, de la situación -quién demostrará de un modo más acabado la inepcia inenarrable del otro-, se desinteresa de ambos. Además, y Leto se pregunta si la distracción no es deliberada, el corpachón del Matemático absorto en sus explicaciones, mantiene al medio pariente tan a distancia mientras camina, que al medio pariente no le queda para avanzar más que una franja estrecha del lado de la calle, lo que lo obliga a realizar un equilibrio constante sobre el cordón. De modo que cuando llegan a la esquina, gracias a la ochava -se la llama de esa manera- que amplía la vereda, el medio pariente, dejando de hablar, aprovecha para deslizarse por detrás de Leto y el Matemático y, apurándose un poco campea, como se dice, en el espacio soleado de la esquina, esperándolos, tres metros más adelante, con una expresión triunfal que, lejos de afectar al Matemático se transforma, por el contrario, en el elemento clave, como se dice, de su demostración: porque en el momento en que Leto, por reflejos de urbanidad, que no le ocultan sin embargo el carácter vagamente de-mencial y, podría decirse, exclusivamente intrafamiliar de la querella tácita en la que no se siente implicado para nada, del mismo modo que los turistas extranjeros son indiferentes a las luchas intestinas, como las llaman, de los países que visitan, en el momento en que Leto, por reflejos de urbanidad, decíamos, o decía, mejor, un servidor, está por dirigirse hacia el medio pariente que los espera con expresión satisfecha en el centro de la vereda, el Matemático, aferrándolo del brazo, lo retiene y lo induce a continuar la marcha sin desviar la trayectoria, la mano del Matemático que años de rugby y remo han dotado de una fuerza, podría decirse, más que mediana, mientras la derecha se alza y baja rápida para un saludo fugaz acompañado de un gruñido inaudible y desdeñoso que, Leto lo adivina sin verlo, o viéndolo apenas al pasar, transforma la sonrisa satisfecha del medio pariente en una mueca ultrajada y atónita mientras ellos bajan del cordón a la calle y empiezan a cruzar la transversal soleada y casi vacía.