Y así. Según Botón, según el Matemático, ¿no?, Héctor, al oír la respuesta de Beatriz vaciló un poco, no sin pánico, pensando tal vez -aunque siga siendo siempre la misma- y tal vez no sin parte de razón esta vez, que la vasta conspiración, de la que no eran inocentes ni sus cosas más queridas, como se dice, ni Paolo Ucello ni las estrellas, estaba llegando en ese momento a una fase decisiva, de modo que si quería desmantelar la organización que había acabado con su maestro Malevich, que con maniobras sombrías había logrado que algunas mujeres no se enamoraran de él y que a veces gastaba en los codos sus pulóveres Pierre Cardin, debía emplear toda su astucia y también su inteligencia que, y por qué no reconocerlo, dice el Matemático, es de tipo superior, capaz de nadar con gracia y facilidad tanto en las aguas del trivium como en las del cuadrivium. La mejor manera consistía en demostrar que, al tanto de la conspiración, había entendido todo y puesto que los miembros activos de la organización se negaban a confesar, él les explicaría paso por paso, y con lujo de detalles, cómo era la cosa. De la manera siguiente: Noca no tenía nada que ver; había que considerar la aserción y olvidarse del sujeto; si Washington había traído a colación los mosquitos era porque quería mejorar la proposición incluida en el aserto de Noca, y el hecho de haber traído a colación los mosquitos parecía otorgarle a Noca cierta credibilidad. Esto si él había interpretado bien los indicios que había recogido de unos y otros, aunque, para ser francos, los presentes no habían estado muy locuaces. Uno de los mosquitos nunca se había acercado a Washington, el otro se acercaba todo el tiempo y cuando Washington lo quería aplastar, levantaba vuelo y se alejaba, y el tercero se había dejado aplastar al primer manotazo. Era eso, ¿no? No se equivocaba, ¿no? Según él, para Washington, puesto que era Washington el que había sugerido la aproximación, el mosquito que se deja aplastar se encuentra en situación semejante a la de un caballo, sin jinete, por supuesto, que tropieza. Era Washington el que sugería eso. El no hacía más que poner en claro lo que había dicho Washington. El no estaba ni en pro ni en contra, ni de la afirmación de Washington ni de Washington. Si existían objeciones, había que dirigírselas a Washington. Y si él había expuesto mal las cosas, esperaba que Washington formulara las aclaraciones correspondientes.
Según Botón, Washington se acomodó despacio la chalina, que estaba bien acomodada sobre los hombros por otra parte, y dirigiéndose a la expectativa algo ansiosa de Héctor, que sobresalía un poco en la expectativa general, sacudió la cabeza diciendo que no, que Héctor no había expuesto mal las cosas, sino, muy por el contrario, de manera casi perfecta, que nadie, y sobre todo él, Washington, lo hubiese hecho mejor, y que por esa razón, naturalmente, no era necesario hacer la más mínima aclaración. Que algunos podían considerar excesiva la identificación caballo/mosquito, un poco sumaria tal vez, y que se corría el riesgo de que Hormiga Negra y Ricardo III publicaran sendos comunicados, pero él, Washington, no se iba a poner a buscarle cinco patas al gato, y que no se le escapaba que, por la necesidad de la exposición, y teniendo en cuenta la escasez de datos disponibles en materia tan espinosa, las simplificaciones eran inevitables y era al interlocutor esclarecido a quien correspondía introducir los matices necesarios.
– Entiendo. Entiendo -dice Leto-. Pero ojo con el cordón.
Es que el Matemático, enredado en la controversia Héctor-Washington, no parece advertir que han llegado a la esquina soleada y que en dos pasos más estarán en el borde de la vereda, tan enredado a decir verdad, lo cual sigue siendo, y ahora doblemente, un decir, que Leto, que después del incidente del pantalón asume de un modo instintivo una actitud protectora hacia el Matemático, teme que distraído por su marcha abstraída, con los ojos fijos en el porvenir, es decir en el fondo de la calle, el Matemático se abstenga de percibir el desnivel de varios centímetros entre la vereda y la calle y se venga al suelo. Lo teme por no pocas razones, entre las cuales la integridad física, como se dice, del Matemático goza, si vale la expresión, de un lugar considerable, pero no, ni mucho menos, del principal, que recae en su aprensión de que un error de traslación, un accidente incluso banal de desplazamiento, un paso en falso, desmoronen del todo la imagen armoniosa del Matemático que, después de cuarenta y cinco minutos, en números redondos, de caminata, ha comenzado a apreciar y cuyas grietas recientes, ocasionadas por el incidente del pantalón, están ya a punto de cerrarse. Una caída después de ese incidente podría transformar en algo dramático una situación que, en general, forma parte del repertorio de la comedia -la comedia, ¿no?, que es, si se piensa bien, tardanza de lo irremediable, silencio bondadoso sobre la progresión brutal de lo neutro, ilusión pasajera y gentil que celebra el error en lugar de maldecir, hasta gastar la furia inútil y la voz, su confusión nauseabunda.
El temor de Leto tiene también su justificación exterior: la esquina está casi desierta; ya han dejado atrás lo que se llama, de un modo convencional por cierto, el centro, en el que un grumo un poco más denso de negocios, de vehículos, de letreros luminosos apagados y de gente, producía un tumulto particular que ellos han atravesado no sin cierta indiferencia, debida al trabajo interno exigido por sus intercambios verbales y a la inversión de energía moral, podría decirse, que les costó oponer a la maledicencia insistente y ciega de Tomatis. Y como, por paradójico que parezca, la disminución del peligro aumenta en cierto sentido los riesgos ya que la vigilancia se relaja -en todo caso le parece a Leto, ¿no?- tiene la impresión de que, entusiasmándose otra vez después de los malos momentos pasados dos cuadras antes, el Matemático, a causa de su olvido de sí, está ahora más expuesto. Pero se equivoca: en pleno dominio de sus, como las llaman, facultades físicas e intelectuales, el Matemático se adapta a la transición del cordón, y cruza a su lado sin perder el hilo -lo que es también un decir- del relato, el cual, en razón de su alerta innecesaria, es al propio Leto a quien se le escapa. La distracción de Leto tiene también otros motivos: mientras va cruzando la calle, ahora que la mayor parte de los negocios ha desaparecido, como podría decirse, dejando paso, si se quiere, otra vez, a los consultorios, estudios y despachos de diversos profesionales, las viejas casas de una planta con sus frentes ornamentados y sus balcones de hierro y de bronce, le evocan la comparación obstinada con panteones de las que las chapas de bronce junto a la puerta, anunciando el nombre del propietario y la índole de su diploma, vendrían a ser la lápida. Al mismo tiempo, ese aglutinamiento por profesiones, por clase, del que no desconoce las razones así llamadas económicas y sociales, le hace concebir la ciudad no como si estuviese dividida en barrios o en zonas, sino en territorios en su acepción de espació animal, de demarcación arcaica y violenta, de fortificación ritual y sanguinaria. Y tan absorto está en esa sensación depresiva que, sin advertir que ya han llegado a la vereda de enfrente, es él el que se lleva él cordón por delante. "Y pensar que yo me preocupaba por él, a causa del amor excesivo que le tiene a sus pantalones", piensa, no sin cierta puerilidad regresiva, mientras todo se revuelve en el interior de su cabeza, cuando sale proyectado hacia la vereda. Y mientras lo piensa, en el aire casi, una sensación agradable e inesperada lo sorprende: los brazotes del Matemático, que han hecho temibles y famosos sus tackles en todos los campos universitarios del litoral, e incluso en Buenos Aires, en Córdoba, en La Plata y hasta en Montevideo, gracias a sus reflejos exactos y rápidos, y a la ocasión única que le presenta el destino de demostrarle al mundo y sobre todo a sí mismo de que es capaz de estar atento a fenómenos y objetos exteriores distintos de su pantalón, lo sostienen, fraternales y fuertes, impidiendo su caída. Durante algunos segundos, Leto se encuentra inclinado hacia adelante, con los pies que casi no tocan el suelo, encastrado, entre los brazos cálidos del Matemático, sintiendo el contacto de la camisa blanca inmaculada contra su mejilla, los lentes medio salidos que el pecho del Matemático oprime por la patilla contra su oreja para impedirles caer, los cigarrillos y los fósforos, que llevaba en el bolsillo de la camisa, dispersos en la vereda a causa de la violencia del sacudón que los ha proyectado hacia adelante.
– Salvados -le oye decir, calma y un poco irónica, a la voz del Matemático, desde algún punto ubicado encima de su cabeza inclinada hacia las baldosas grises de la vereda.
– Gracias -dice Leto, irguiéndose y desembarazándose un poco de los brazos que no se deciden a soltarlo. Se acomoda los lentes, no sin antes verificar que no han sufrido ningún daño y se dispone a recoger los cigarrillos y los fósforos pero el Matemático, adelantándosele, ya los tiene en la mano y terminando de volver a meter, no sin dificultad, los cigarrillos que se han salido del paquete, se los extiende.
– Gracias -repite Leto, a quien toda esa solicitud humilla un poco ya que, ofuscado por la rapidez del accidente, es incapaz de percibir el modo discreto con que el Matemático disimula su auténtica compasión.
– Bien, bien, ¿dónde estábamos? -dice Leto, sacando un cigarrillo un poco torcido del paquete y guardándose el paquete en el bolsillo de la camisa. Apurándose un poco, para superar la situación, como se dice, pero con manos todavía temblorosas, enciende el cigarrillo y se guarda los fósforos. Su sombra, un poco más corta, se proyecta sobre las baldosas grises junto a la del Matemático.
Continúan. En los pliegues de sus así llamadas almas, de las que decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, es decir un servidor, hace un momento, parecerles que son, no cristalinas sino pantanosas, mientras tratan de mostrarse impasibles y calmos en el exterior, luchan con sentimientos que los indignan y que desearían no ver despuntar dentro de sí mismos, humillados por la creencia de que el otro, a causa de su impasibilidad aparente, es demasiado noble como para experimentarlos. En el caso de Leto se trata de la convicción, tenue, es verdad, pero muy presente, de que lo que acaba de suceder le arrebata toda pretensión de superioridad respecto del Matemático, acompañada de la impresión penosa de estar excluido de cualquier otra esfera en la cual podría sentirse igual o superior a él, en tanto que al Matemático, la euforia creciente que empieza a experimentar, la alegría casi, por haber salvado a Leto de la caída, gesto en el que adivina componentes ajenos al altruismo, lo llena de culpabilidad. Pero entendámonos bien: como se supone que estamos de acuerdo en que todo esto -lo venimos diciendo desde el principio- es más o menos, que lo que parece claro y preciso pertenece al orden de la conjetura, casi de la invención, que la mayor parte del tiempo la evidencia se enciende y se apaga rápido más allá, o más acá, si se prefiere, de lo que llaman palabras, como se supone que desde el principio estamos de acuerdo en todo, digámoslo por última vez, aunque siga siendo la misma, para que quede claro: todo esto es más o menos y si se quiere -y después de todo, ¡qué más da!