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Está desierta. Detrás del marco en cruz de la ventana, en mi despacho, relumbra la oscuridad del día gris. Enciendo la luz, dejo el portafolios sobre el escritorio y sacándome el impermeable, lo cuelgo de la percha. Camino sobre el piso de madera encerado hasta la ventana. En la plaza, la lluvia moja las palmeras y los naranjos cuyos frutos amarillos manchan las duras hojas verdes. Los senderos rojizos están desiertos. Me vuelvo hacia el escritorio y me siento en mi sillón. Del portafolios saco el cuaderno, el libro, el diccionario y las lapiceras de todos colores. La página ciento diez, señalada con la hoja doblada de papel blanco, está llena de marcas y de líneas en su mayor parte. Abro también el cuaderno, en el que la escritura hecha con una apretada letra negra, presenta también señales de todas clases: cruces, círculos, rayas verticales u horizontales. La página ciento once del libro no muestra más que la pareja letra de imprenta, sin una sola marca adicional. Leo, subrayándolo débilmente y con una línea entrecortada, el primer párrafo limpio de la página ciento diez: "Your wife! Donan!… Dind't you get my letter? I wrote to you this mormng, and sent the note down, by my own man". "Yourletter? Oh, yes, I remember. I bave not read it yet, Harry. I was afraid there might something iit that I wouldn't like. You cut life lo pieces with your epigrams" En la palabra epigrams termina la página ciento diez. Subrayo también, con una línea débil y entrecortada, hecha con una lapicera a bolilla azul, la primera frase de la página ciento once: You know nothing then? Después escribo en el cuaderno en tinta negra y con una caligrafía apretada: "¡Tu esposa! ¡Dorian! ¿No has recibido mi carta?".

Cuando entra el secretario, he llegado casi hasta el final de la página ciento once. Estoy traduciendo el antepenúltimo renglón. Toda la página ciento once se ha llenado de señales y marcas hechas con lapiceras y lápices de todos colores. El secretario se acerca al escritorio inclinando su cabeza entrecana hacia mí. "Doctor", me dice."Han pasado un informe de jefatura sobre un homicidio ocurrido anoche en la seccional sexta." "Sí", digo. "Me llamaron por teléfono anoche." "Dicen que no tienen espacio en la jefatura, y si usted no puede tomarle declaración", dice el secretario. "Teníamos una audiencia esta mañana", digo yo. "Puede suspenderse", dice el secretario. "¿Y los testigos?", digo yo. "Hay algunos", dice el secretario. "No puedo tomar declaración al imputado si no hablo antes con los testigos", digo yo. "Es la pura verdad", dice el secretario. "Diga que me manden los testigos a primera hora de la tarde", digo yo."Y si puede suspender la audiencia de la mañana, suspéndala. Si me buscan o me llaman por teléfono, diga que estoy en la audiencia". "¿A qué hora quiere los testigos?", dice el secretario. "A las cuatro" digo yo. El secretario sale. Me inclino hacia el antepenúltimo renglón de la página ciento once y subrayo débilmente, con una lapicera a bolilla color verde, en una línea entrecortada: They ultimately found her lyin dead on the floor ofher dressing-room. Cuando el secretario vuelve a entrar, yo estoy subrayando la delgada línea entrecortada hecha con la lapicera a bolilla de color verde la antepenúltima, la penúltima, y la última frase de la página ciento trece: "Harry", cried Donan Gray, coming over and sitttng down beside him, "why is it that I cannot feel this tragedy as much as I want to? I don´t think I am heartless. Do you?". Entra exactamente cuando yo subrayo las últimas dos palabras. "Está el cronista de La Región, juez", dice. "Quiere hablar con usted." "Dígale que estoy ocupado, en la indagatoria", digo yo. "Me preguntó cuándo va a tener lugar la indagatoria de la que usted le habló", dice el secretario. "¿Cree que mañana a mediodía vamos a terminar con todos los testigos"?, digo yo. "Creo que sí", dice el secretario. "Dígale entonces que mañana a las cuatro" digo yo. El secretario sale. Me levanto y me asomo a la ventana. Ahora la atmósfera se ha aclarado algo, pero la llovizna continúa. En la plaza, las palmeras relumbran. Algunos gorilas, encogidos en la llovizna, caminan por los senderos rojizos, en dirección a la Gobernación. Mi reloj pulsera me indica que son las diez y cincuenta y cinco. Después me vuelvo a sentar ante el escritorio y continúo traduciendo hasta las doce. Guardo todas las cosas en el portafolios, me pongo el impermeable, paso por la oficina del secretario, le digo que a las cuatro en punto voy a comenzar a interrogar a los testigos, y salgo al corredor. Camino hasta el borde de la escalera, me apoyo en la baranda, y miro hacia abajo: el cuadrado de mosaicos blancos y negros, ajedrezado, está lleno de figuras achatadas que hormiguean en pequeños grupos que se rompen y vuelven a nuclearse, en distintos puntos de! damero. Después comienzo a bajar, oyendo las voces cada vez más nítidamente, hasta que se convierten en un estruendo incomprensible cuando llego a la planta baja y atravieso el vestíbulo en dirección al patio trasero. Cruzo los corredores del fondo, más vacíos, y llego al patio. La llovizna me golpea la cara. Cierro los ojos durante un momento, deteniéndome, pero sigo enseguida hasta el automóvil. Subo al automóvil, pongo el motor en marcha, y salgo reculando, lentamente, hacia la calle.

En la calle pongo la culata hacia el este, y después comienzo a avanzar por la Avenida del Sur. Cuando llego a la Avenida del Oeste doblo a la derecha y sigo recto por la avenida -el Regimiento, el Mercado de Abasto, el cine- hasta llegar al bulevar. Allí doblo otra vez hacia la derecha y avanzo hacia el este. Llego hasta San Martín, después de pasar frente a la fachada amarilla, con las incrustaciones de las celosías verdes, de la Universidad, y doblo hacia el sur. En San Martín, los gorilas se amontonan bajo los aleros, en los umbrales, bajo los toldos, para protegerse de la llovizna. Paso frente a las vidrieras de La Región -a mi derecha-, los corredores de la galería, iluminados -a mi izquierda-, el Teatro Municipal -a mi izquierda-, rodando lentamente, detrás de una larga hilera de automóviles, la marcha entorpecida de tanto en tanto por gorilas jóvenes que saltan por encima de los charcos y cruzan corriendo las calles para no mojarse. Después espero ante el semáforo de la Avenida del Sur, y cuando la luz verde se enciende, cruzo la bocacalle y marcho con la Plaza de Mayo a mi derecha, y la esquina gris de la Gobernación que avanza hacia mí hasta que queda atrás. Después viene el convento, y por fin los árboles del parque más allá del cual se vislumbran las aguas del lago. Detengo el coche junto a la vereda, a la derecha, frente a mi casa. Recojo el portafolios y bajo.

Subo las escaleras y entro directamente en el estudio. Casi enseguida, mientras estoy sacándome el impermeable, entra Elvira. Me pregunta si voy a comer. "Sí, algo", digo yo. "Sírvame aquí, en el estudio." Después le digo que si viene el cobrador del Country a cobrar las cuotas de mamá, que se las pague. Pongo en el tocadiscos el Concierto para violín y me siento en el sofá doble, de espaldas al ventanal, a escucharlo. Al rato, entra Elvira con una bandeja y atraviesa la habitación en puntas de pie. Con la cabeza, le hago una seña para que deje la bandeja sobre el escritorio y antes de salir recoge el impermeable de sobre un sillón y sale. Me levanto y miro la bandeja. Hay unas galletas en un plato y un tazón de sopa dorada, espesa, que humea. Mientras suena la música, tomo lentamente la sopa, y como tres o cuatro galletitas. Después me sirvo un vaso de whisky y me lo tomo, puro, de dos o tres tragos. Después me reclino en el sofá, hasta que el concierto termina. Entonces se oyen los ruidos del automático, y después nada más.

La habitación queda en completo silencio. De la calle no llega ningún ruido. Entra únicamente la claridad gris, que ahora se ha opacado algo, a través del ventanal. Comienzo a oír la crepitación apagada, y después veo la vasta extensión llana, comida por el incendio. Las llamas se extienden parejas hasta el horizonte. No se ve humo. Únicamente algún súbito chisporroteo excede por un momento la altura de las llamas, pero después desaparece.

Me levanto y me asomo al ventanal. El parque está desierto. Entre los troncos que se alzan del terreno en declive, se ve, abajo y por momentos, el agua del lago. Después vuelvo y me siento al escritorio, abriendo el portafolios. Cuando tengo todo preparado sobre el escritorio -el cuaderno, el libro, el diccionario y los lápices- me levanto, voy al baño, y después vuelvo al estudio a trabajar. A las cuatro menos diez subrayo la tercera, la cuarta y la quinta línea de la página ciento quince: One should absorb the colour of life, but one should never remember its details. Detaits are always vulgar. Después me levanto, dejando todo sobre el escritorio. Recojo el impermeable del baño, me lo pongo y salgo a la calle. Llovizna. El aire se ha oscurecido algo. Miro el cielo. El gris se ha hecho más profundo, más oscuro, y los nubarrones presentan bordes acerados. Entro en el coche y después de poner el motor en marcha, doy la vuelta lentamente, sobre San Martín, y avanzo hacia el norte. En el semáforo de San Martín y la avenida doblo hacia la izquierda y recorro una cuadra, paso por la esquina del Tribunal, dejando atrás el lado norte de la plaza, y subiendo a la vereda entro en el patio trasero. Estaciono el coche y bajo. Atravieso los corredores y el vestíbulo ajedrezado desierto y subo hasta el tercer piso. En el corredor veo un grupo de gorilas, dos de ellos uniformados. Los dos uniformados se cuadran al verme llegar. Hay dos machos, dos hembras y una criatura hembra. Entro en la oficina del secretario sin mirar el grupo. El secretario está escribiendo a máquina y alza su cabeza entrecana al verme entrar. "Están los testigos, juez", dice. "Y aquí está el sumario." Me extiende el legajo y paso con él -una carpeta delgada de tapas rosadas- al despacho. Me siento a leerlo. Dice que el primero de mayo, alrededor de las veintiuna, en un almacén de Barrio Roma, Luis Fiore, de treinta y nueve años, descargó dos tiros de escopeta sobre su mujer, María Antonia Pazzí de Fiore (a) "la Gringa", de treinta y cuatro años, produciéndole la muerte en el acto; que el imputado, después de cometer el homicidio, fue a un bar de las cercanías, tomó un par de copas, y después se encerró en su domicilio. Que permaneció en él hasta que la policía llegó a buscarlo, y que se entregó sin resistencias. Que según las declaraciones de los testigos -Pedro Gorosito, de cincuenta y cuatro años; Amado Jozami, de treinta y seis; Zulema Giménez de treinta; y Luisa Luengas, de treinta y dos-, si bien notaron alguna irregularidad en la conducta de los protagonistas del hecho, no hay causa aparente que pueda haber precipitado el homicidio. Dejo el legajo y me asomo a la ventana. En la plaza, los senderos rojizos están desiertos y la llovizna cae sobre las palmeras y los naranjos. Me saco el impermeable y lo cuelgo de la percha. Después llamo al secretario. "Quiero terminar hoy mismo", le digo. "Mañana vamos a pasar por el lugar del hecho."¿Hago pasar al primero, juez?", dice el secretario. "Sí, tráigalo", digo. Cuando el secretario sale, me siento detrás del escritorio. Después vuelve el secretario con uno de los gorilas machos. Es rubio y tiene las manos rojas, cubiertas de vello rubio en el dorso, y un diente de oro. Le digo que se siente. El secretario se sienta a la máquina. Lo mira. Yo siento, en cambio, la mirada del gorila rubio clavada temerosa en mí. "Su nombre es Amado Jozami y tiene treinta y seis años de edad, ¿verdad?", dice el secretario, amablemente. "Sí, señor", dice el gorila rubio. "Es argentino y tiene un almacén y despacho de bebidas en la calle Islas esquina Los Laureles, ¿verdad?, dice el secretario, con su voz amable. "Sí, señor", dice el gorila rubio. "Muy bien", digo yo. "Cuente entonces lo que sepa, diciendo la verdad." El gorila rubio se sienta en el borde de la silla y mira al secretario, y después hacia mí. "Estábamos en el almacén", dice, y en ese momento el secretario comienza a escribir a máquina, "cuando llegan ellos en la camioneta. Oímos el ruido de la camioneta desde el almacén y pensamos que quién sería. Entonces los vemos entrar a ellos, con la escopeta y dos patos muertos. Dejan los patos y la escopeta sobre el mostrador, y piden una caña cada uno. Después se ponen a conversar en voz baja entre ellos. Él se queda mudo, aparte, mirándonos, y ella se pone a hablar a los gritos. Él le dice que se calle. Ella abre el bolso y saca una linterna y empieza a encandilarlo. Él le dice que la apague. Ella deja la linterna sobre el mostrador y empieza a quejarse de su vida. Él después le dice que tienen que irse. Ella protesta, y salen. Cosa de un minuto después, oímos las explosiones. Cuando salimos, ella está en el suelo y él está poniendo en marcha la camioneta. Sale como un refucilo, y desaparece, y ahí nos quedamos nosotros con ella, muerta". El gorila rubio hace silencio. Un momento después, deja de oírse el golpeteo de la máquina y el secretario queda en suspenso, con las manos elevadas y los dedos apuntando hacia las teclas. "¿Conocía a Fiore y a su mujer?", digo yo. "Sí", dice el gorila rubio. "Eran del barrio. Pero no compraban en mí almacén. Él sabia venir de cuando en cuando a tomar unas copas." "¿Cómo se comportaba?", digo yo. "Bien. A veces, únicamente, se quedaba una o dos horas, parado cerca del mostrador, sin decir una palabra", dice el gorila rubio. "Se quedaba parado dos horas, mirando a los presentes, pero no decía una palabra." "¿Se ponía ebrio o algo parecido?", digo yo. "Bueno", dice el gorila rubio, "como todo el mundo. De vez en cuando, pero mucho no se le notaba". "¿Protagonizó algún desorden, aparte del de anoche, en su almacén?", digo yo. "Que yo sepa, ninguno", dice el gorila rubio. La máquina de escribir del secretario acompaña ruidosamente sus palabras y acaba siempre un momento después que la voz enmudece. "¿Cree que el homicida y la víctima se encontraban en estado de ebriedad, anoche?", digo yo. El gorila rubio encoge su rostro ancho, cierra la boca apretando los labios y ocultando el diente de oro. "No sabría decir", dice después. "Ella hablaba mucho y decía algunas cosas, bueno, impropias en una mujer, según se mire, pero él no dijo una palabra. Y cuando lo encandiló con la linterna, él ni se movió. Cerró los ojos y le dijo que la apagara, pero ni se movió. No sé. Pueden haber estado borrachos." "¿Qué hicieron usted y los otros testigos cuando oyeron las explosiones?", digo yo. "Salimos disparando para la puerta", dice el gorila rubio. "Y cuando llegamos, él estaba poniendo en marcha la camioneta, y ella estaba tirada en el suelo; no se movía. Cuando él se fue, a toda velocidad y con la puerta del lado del volante abierta, vimos que en el suelo estaban los patos, el bolso de ella, y la linterna encendida. Yo fui el primero que la toqué y vi que estaba muerta. Después fui y llamé por teléfono a la seccional. Y enseguida vino la policía. Yo dije todo en la declaración". Después dice que su negocio es una casa decente y trata de mostrar el certificado de buena conducta. Le digo que no hace falta, y que vaya a esperar en el pasillo. Vacila y después se levanta, mirando alternativamente al secretario y a mí. Cuando sale, noto la mirada del secretario clavada en mi rostro. Lo miro, pero no digo una palabra. Enseguida, el agente reaparece en la puerta del despacho. "Traiga otro", digo yo. El vigilante desaparece. Por un momento, en el interior del despacho no se oye nada. Vuelvo la cabeza y veo, a través de la cruz negra del ventanal, las refulgencias grises del cielo. Ahora está un poco más claro y más brillante, pero sigue lloviznando. El secretario se mueve en su silla, haciéndola crujir. Muevo los pies, y mis zapatos resuenan en el piso de madera. Entonces el vigilante reaparece en la puerta del despacho. Con él, viene la criatura. Tiene el pelo oscuro y es tan delgada que tengo la impresión de que la mano del vigilante, que se apoya sobre su hombro, puede hacerla pedazos a la menor presión. La nena avanza, con expresión seria. Le digo que se siente. El vigilante queda parado detrás de su silla. El secretario se inclina dulcemente hacia la criatura y le pregunta cómo se llama. "Lucía Fiore", dice la criatura. El secretario le pregunta cuántos años tiene y la criatura responde que diez años. Después me inclino hacia ella y le pregunto qué hizo el día anterior. "Fui con mí mamá y mi papá a cazar patos", dice la nena. Le pregunto dónde. "A Colastiné, y cazamos dos patos", dice la nena. "¿En qué fueron hasta allá?", digo yo. "Fuimos en la camioneta del molino que le prestaron a mi papá porque era primero de mayo y no había colectivo", dice la nena. "¿Oíste alguna discusión entre tu papá y tu mamá, ayer?", digo yo. "No", dice la nena. "Ninguna." "¿A qué hora volvieron de Colastiné", digo yo. "De noche", dice la nena. "Y mí papá y mi mamá me dejaron en casa porque dijeron que iban a devolver la camioneta. Pero después fueron al boliche del turco Jozami y mi papá la mató." La máquina del secretario resuena un momento más después de que la voz de la nena ha enmudecido y por fin se apaga. Oigo su eco resonar un momento todavía en el interior de mi cabeza. Estoy mirando a la nena, cómo ella me contempla con sus grandes ojos tranquilos. "¿Discutían, a veces, tu papá y tu mamá?" digo yo. "A veces", dice la nena. "¿Te pegaban?", digo yo. "A veces" dice la nena. "¿Qué pensaste cuanto tu papá y tu mamá te dijeron que iban a devolver la camioneta?", digo yo. "Qué mi papá la iba a matar" dice la nena. La máquina de escribir del secretario enmudece de golpe y veo que el vigilante gira bruscamente la cabeza y clava en mí una mirada de asombro. Simulo no advertir ni una cosa ni la otra. Dejo que pase un momento de silencio antes de preguntar. "¿Como lo sabías?", digo. "Porque lo había soñado esa noche. Había soñado que volvíamos de Colastiné con mi mamá y mi papá y que ellos decían que iban a devolver la camioneta, pero iban al almacén del turco Jozami y mi papá le pegaba dos tiros en la cara a mi mamá. Yo había soñado todo tal como pasó. Por eso, cuando me dijeron que iban a devolver la camioneta, yo sabía que él iba a matarla." "¿Y por qué no dijiste nada, cuando viste que él iba a matarla?", digo yo. "Porque así tenía que pasar", dice la nena. "¿Querías a tu mamá?", digo yo. "Sí", dice la nena. "Y a tu papá?" digo yo. "También" dice la nena. La máquina del secretario suena un momento y después se detiene. "¿Soñaste todo, tal como ocurrió?", digo yo. "Todo", dice la nena. "¿Te han dicho que aquí debe decirse toda la verdad?" dice el secretario. La nena ni siquiera lo mira. Los tres, el vigilante, el secretario y yo, nos hallamos inclinados hacia ella. Ella permanece erguida, sentada en el borde de la silla, flaca como un palo. Ahora sus ojos tranquilos no miran a ninguna parte. De nuevo hay un silencio total en el despacho, "Llévela", digo yo. La nena se levanta, dócil, y sale con el vigilante. Cuando desaparecen, el secretario me mira. "¿Qué piensa, juez?", me dice. "Nada", digo yo. El tercer testigo es una gorda hembra que dice llamarse Zulema Giménez. Dice que no es por decirlo, pero que ella sabía que algo malo estaba por ocurrir. Que esa mujer hablaba mucho. "Yo tengo mucha psicología", dice, "y me di cuenta de que algo malo iba a ocurrir. Me lo esperaba de un momento a otro". Le pregunto cuál es su profesión y se detiene de golpe. "Mis quehaceres", dice. "¿Cuáles son sus quehaceres?", digo yo. "Soy una mujer de mi casa", dice ella. "Una mujer de su casa no va a tomar copas a un despacho de bebidas", digo yo. Ella hace silencio. "Cuente lo que pasó y no dé ninguna opinión si nadie se la pide", digo yo. Miro al vigilante que está parado detrás de ella. "¿Tiene antecedentes esta mujer?", digo. "Ley de profilaxis" dice el vigilante. Después ella dice que Fiore había estado guiñándole el ojo todo el tiempo, y que la mujer se dio cuenta, y por eso empezó a encandilarlo con la linterna. El secretario hace resonar la máquina durante largo tiempo. Después se detiene. "¿Alguien más notó eso?" digo yo. "Mi amiga, el turco Jozami, todos se dieron cuenta. Y por eso ella empezó a provocarlo diciendo que él andaba con una y con otra." "¿Dijo expresamente eso: que andaba con una y con otra?", digo yo. "No sé", dice ella. "Lo dio a entender, eso es seguro." "¿Por qué?" digo yo. "Porque él empezó a guiñarme el ojo y ella lo encandiló con la linterna. Entonces él le dijo que la apagara y ella la apagó. Y entonces ella dijo que él andaba con una y otra", dice ella. "¿Conocía de antes al imputado o a la víctima?", digo yo. "De vista", dice ella. "¿Dónde los había visto?", digo yo. "No sé. Les veía cara conocida", dice ella. "Eran del barrio." "¿Vio algo de lo que ocurrió en el patio?", digo yo. "Algo vi", dice ella. "La luz de la linterna, encendiéndose y apagándose, y después algo que se movía." "¿Qué cosa se movía?", digo yo. "No sé, algo, un cuerpo, una persona", dice ella. "Él, capaz; o ella. Después se sintieron los tiros y salimos corriendo para el patio." "¿La puerta que daba al patio estaba abierta?", digo yo. "Un poco", dice ella. "Apenas. Porque era primero de mayo y el almacén tenía que estar cerrado." "Usted, ¿qué hacía en el almacén?" "Había ido a comprar una lata de picadillo y un poco de queso", dice ella. "¿Y se quedó una hora?", digo yo. "Nos pusimos a conversar con don Gorosito y el turco, y se nos fue pasando el tiempo", dice ella. Alzo la cabeza y miro al vigilante. "Traiga al señor Jozami" digo yo. El vigilante sale. Un momento después vuelve con el gorila rubio que queda parado junto a la mujer. "La señorita afirma que el imputado estuvo guiñándole el ojo todo el tiempo, y que eso enfureció a la víctima", digo yo. El gorila rubio se encoge de hombros. "Yo no vi nada", dice. "Estuvo guiñándome el ojo; a mí y a Zita", dice ella. "¿Quién es Zita?", digo yo. "Mi amiga", dice ella. "Y por eso ella, la 'víctima', se enfureció. Empezó a decir que ella era más mujer que cualquiera. Y cuando él le dijo que se callara la boca, ella empezó a encandilarlo con la linterna. Le ponía la luz en los ojos y él echaba la cabeza así, para atrás, así, y después le dijo que la apagara. Y ella la apagó." "El señor dice que él no vio nada respecto de que el imputado le estuvo guiñando el ojo", digo yo. "No habrá visto", dice ella, y se vuelve hacia el gorila rubio. "Vos capaz que no te diste cuenta, turco. ¿Pero no viste cómo ella empezó a decir que era más mujer que cualquiera, y él no decía nada y se quedaba parado en la punta del mostrador?" "Yo vi que él estaba callado, y oí las cosas que decía ella, pero no vi que guiñara el ojo a nadie", dice el gorila rubio. "¿Dónde estaba parado usted?", digo yo, mirando al gorila rubio. "Atrás del mostrador", me dice. "¿Había luz en el local?", digo yo. "Sí, había buena luz", dice el gorila rubio. "¿Puede haberle guiñado el ojo a la señorita sin que usted se haya dado cuenta?", digo yo. "Puede", dice el gorila, encogiéndose de hombros. Después dice que su negocio es un negocio decente y que él tiene patente municipal para despachar bebidas en el mostrador. Le digo al vigilante que lo lleve. Cuando desaparecen del despacho, me dirijo a ella. "Usted oyó los tiros y salió afuera. ¿Qué vio?" "Vi primero que la camioneta estaba arrancando y después vi cómo Jozami se inclinaba al suelo porque ella estaba tirada. Y estaba la linterna encendida apuntando al cuerpo de ella. Después la camioneta pegó una frenada, patinó, y desapareció. Llevaba la puerta abierta. Ah, también estaban los patos en el suelo. Y Jozami agarró la linterna y le iluminó la cara a ella y después se paró y dijo que estaba muerta." "Entonces, ¿qué hizo usted?", digo yo. "Magínese", dice ella. "Fue un momento de mucho nerviosismo. El desgraciado la había matado." "¿Llevaban algo en la mano, el imputado y la víctima, cuando entraron en el almacén?", digo yo. La máquina del secretario acompaña ruidosamente mis palabras. "Hila llevaba un bolso grande, y él entró con la escopeta y los dos patos y dejó todo encima del mostrador", dice ella. En ese momento, el vigilante vuelve y queda parado en la puerta que da a la oficina del secretario, mirándonos. "Llévela", digo. "¿Traigo a la otra, juez?", dice el vigilante. "Sí. Tráigala", digo yo. Desaparecen y enseguida vuelve a aparecer el vigilante, con la otra hembra. Tiene los labios pintados de rojo y el colorete no alcanza a disimular las venas azules que revela su piel traslúcida. Dice que se llama Luisa Luengas y que es casada, de treinta y dos años. Dice que lo que pasó la dejó fría. Que nunca lo hubiese imaginado. Así, de un momento para otro, ese hombre la había matado. Y habían dejado sola en el mundo a esa pobre criaturita inocente, ¿vio?, y si pasa cada cosa hoy día que no dan ganas de vivir. "¿De qué se ocupa?", digo yo. "Mis quehaceres", dice ella. Miro por encima de su cabeza al vigilante, que se halla parado detrás de su silla. "¿Tiene algún antecedente la testigo?", digo. "Ley de profilaxis", dice el vigilante. "Muy bien", digo yo. La miro: "¿Qué estaba haciendo en el almacén de Jozami?". "Fui con mi amiga a comprar unas cosas para la comida"¿Tomaron algo?", digo yo. "Una copa, que nos invitó Jozami", dice ella. "¿Había gente en el almacén, cuando entraron?" "Estaban Jozami y don Gorosito", dice ella. "¿Los conocía?", digo yo. "Claro que los conocía", dice ella. "Si mi amiga y yo vivimos a media cuadra del almacén y don Gorosito está siempre ahí." "¿Usted vive con su amiga?", digo yo. "Sí", dice ella. "Soy separada." "¿Cuánto hace que vive en el barrio?", digo yo. "Cuatro meses", dice ella. "¿Conocía a la víctima y al imputado?", digo. "Me parece que sí, que de vista los conocía", dice ella. "Pero no estoy muy segura." "Cuente lo que vio en el almacén", digo yo. "Estábamos ahí tomando una copa, y nos íbamos a ir en ese momento, cuando oímos el motor de la camioneta y después las puertas que se abren y se cierran. Don Gorosito le pregunta a Jozami que quién será, y Jozami dice que no sabe. Entonces se abre la puerta y entran, ella primero, con el bolso, y él después, llevando la escopeta y dos patos. Va y deja los patos, que estaban muertos, y la escopeta, sobre el mostrador. Saludan a todos, y piden dos cañas. Él se para en la punta del mostrador y no dice nada, pero ella habla a los gritos. En un momento dado miré y me pareció que él se estaba riendo, pero no estoy segura, porque estaba un poco barbudo. Le vi la dentadura, blanca. Ella se pone a decir que se siente más mujer que ninguna. Yo pensé que nos estaba provocando a Zully y a mí, pero no le dije nada. Él le dijo que se callara la boca. 'Callate, Gringa', le decía, 'callate, Gringa'. Ella entonces sacó la linterna del bolso y empezó a encandilarlo. Él le dijo que la apagara. Se veía que le estaba haciendo mal a la vista. Él echaba la cabeza para atrás y cerraba los ojos, diciéndole que apagara la linterna. Después ella apago la linterna y empezó a decir que él le daba mala vida. 'Anda siempre corriendo atrás de las negras', decía. 'Ve una negra y se vuelve loco.' Entonces él le dijo que se fueran y salieron. No pasó ni un minuto que oímos los tiros. Salimos corriendo para el patio y vimos que ella estaba tirada en el suelo. La linterna encendida le encandilaba la cara. Y él estaba poniendo en marcha el motor de la camioneta, y después se fue a toda velocidad. Pegó una patinada y desapareció. Iba con la puerta abierta. Jozami dijo que estaba muerta y fue y llamó a la seccional. Después vino la policía y nos llevó a todos a prestar declaración." "Aparte del incidente de la linterna, ¿pasó alguna otra cosa en el almacén como para que el imputado decidiera disparar sobre la víctima?", digo yo. La maquina del secretario acompaña mis palabras. Después se detiene, mientras ella vacila. "No sé. Capaz que venían cargados de otra parte", dice. "¿Cómo cargados? ¿Qué significa esa palabra?", digo yo. "Capaz que habían estado tomando en otro lado, o se habían peleado en el camino. Aparte de saludar, él no dijo una palabra. Capaz que estaba enojado", dice ella. "¿El imputado la miró en algún momento, o le hizo alguna seña con la cara, o algún ademán significativo?", digo yo. "¿A quién?", dice ella. "A usted o algún otro", digo yo. "A mí no, pero la Zully dice que a ella le estuvo guiñando el ojo. Que ella lo vio lo más bien y se hizo la desentendida porque no quería líos con la mujer. Pero parece que la mujer se dio cuenta y entonces empezó a decir que ella era más hem… más mujer que nadie", dice ella. "¿Usó exactamente esa palabra: mujer?", digo yo. "No: usó la palabra hembra. Dijo que ella era más hembra que cualquiera. Entonces él le dijo que se callara la boca y ella sacó la linterna y lo encandiló. Él le dijo que la apagara y después salieron. Y entonces apenas salieron se sintieron los dos balazos y cuando salimos todos corriendo la encontramos tirada en el suelo y vimos que él se iba con la camioneta a toda velocidad. La puerta de la camioneta estaba abierta, y yo vi que seguía cuando la camioneta pasó bajo la luz de la esquina." "¿Tocó alguien la escopeta mientras estuvo sobre el mostrador?", digo yo. "Yo no vi nada", dice ella. Alzo la cabeza y miro hacia el ventanal. Está oscureciendo. Es una semipenumbra verdosa. Todavía llovizna. Después la vuelvo a mirar. "Por esta vez, vaya", digo. Noto la mirada del secretario sobre mi rostro, pero simulo no percibirlo. Entonces el vigilante desaparece con ella, y después vuelve con el otro gorila. Tiene puesto un traje negro, viejísimo, lustroso en los codos y en las rodillas, y un sombrero negro. Es muy delgado y pálido. Cuando habla huele a alcohol. Sonríe continuamente y cuando llega hasta el borde del escritorio, se inclina hacia mí, estirándome la mano. "Mucho gusto", dice. No se la estrecho, y le digo que se siente. "¿Su nombre?", pregunta el secretario. "Pedro Gorosito, para servirle cincuenta y cuatro años, ex deportista", dice. "¿Nacionalidad?", dice el secretario. "Argentino, y a mucha honra", dice. Le digo que cuente todo lo que vio en el almacén de Jozami.

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