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Me levanto y camino hacia el escritorio y enciendo la luz. Después llamo a Elvira. Cuando llega, le pregunto si ha preparado todo para la cena y me dice que sí. "Tráigame hielo, entonces, doña Elvira, y prepare una mesa con bebidas aquí en el estudio." Después me siento ante el escritorio, abro el cuaderno con la traducción, y comienzo a trabajar. A las nueve y veinticinco en punto, suena el timbre de la puerta de calle. Bajo las escaleras y encuentro a Ángel en la puerta, "Se te esperaba", le digo. "Está lloviznando otra vez", dice Ángel. "Lluvia podrida que no quiere parar." Me sigue por la escalera y vamos al estudio. Ángel va directamente hacia el escritorio y se inclina a mirar la traducción. "Letra difícil", dice. "Chica y apretada", digo yo. "¿Vas adelantado?", dice Ángel. "Yes, Harry, I know what you are going to say. Something dread ful about marriage. Don't say it. Don’t ever say things of that kind to me again. Two days ago I asked Sibyl to marry me. I am now going to break my word to her. She is to be my wife", digo yo. "Exactamente, en la palabra wife". "Interesante", dice Ángel. "Conviene que te sirva otro whisky", digo yo. "Tu vaso está vacío." "Sí, exactamente", dice Ángel. "Ángel", le digo. "¿Sabías que yo soy separado?" "Algo había oído decir", dice Ángel. "Mi mujer me dejó", digo. "¿Sabías?" "No sabía quién dejó a quién", dice Ángel. "Me habían pasado el chimento de que estabas separado, pero nada más." "No. Ella me dejó. Me abandonó. No por otro hombre ni por nadie. Me abandonó. Vine una noche, y ya no estaba. Dejó una nota donde decía que se iba porque yo no tenía alma. Y es verdad, no tengo alma", dije yo. "¿Qué es eso de alma?", dice Ángel. "No sé", digo yo. Ángel se acerca a la ventana y se pone a mirar los árboles del parque a través de los vidrios. Tiene el vaso de whisky en la mano y me da la espalda. Es delgado, pero no demuestra la menor fragilidad. "Es agradable, tu casa", dice. "Sí, es muy agradable", digo. "Cuando leí la nota, pensé que de todos modos ella esperaba que yo tuviese alma. Por lo tanto, pensaba que hay un alma", digo yo. "Posiblemente", dice Ángel, "era una manera de decir". "Entiendo", digo yo. "Pero de todos modos, esperaba algo. Si tuvieras que exigirle a alguien que tenga alma, ¿qué pretenderías?", digo yo. "No sé, que me guste, que me haga sentir bien, no sé", dice Ángel. "Los hombres no tienen alma, Ángel", digo. "No tienen más que cuerpo. Un cuerpo que comienza en la punta de los dedos y termina dentro del cráneo, en una explosión. Los hombres son un rebaño de gorilas salido de la nada. Y eso es todo."Tal vez son algo más que gorilas", dice Ángel. "No, nada más", digo yo. "Gorilas que buscan alimento y se devoran unos a otros, de mil maneras. La única bendición que los hombres han recibido es la muerte", digo yo. "Yo, en tu lugar, ya estaría muerto", dice Ángel, riéndose.

Después pasamos al comedor. Nos quedamos parados un momento cerca de la mesa. "He elaborado una teoría interesante", dice Ángel. "No hay más que un solo género literario: la novela. Todo puede concebirse como una novela: lo que hacemos, lo que pensamos, lo que decimos. Y también todo lo que se escribe. Todo es novela: la ciencia, la poesía, el teatro, los discursos parlamentarios, y las cartas comerciales. Algunas buenas, algunas regulares, algunas malas, pero siempre mejores que las novelas de Manuel Gálvez. ¿No te parece interesante, como teoría?" "No soy un hombre de teorías", digo yo. Oigo que suena el teléfono en el estudio. Dejo mi vaso de whisky sobre la mesa y voy al estudio. Oigo una voz completamente desconocida, que pregunta por el doctor Ernesto López Caray. "Soy yo", digo. "Doctor" dice la voz, "habla el suboficial Loprete, de la guardia de Tribunales. Han llamado de jefatura por un homicidio preguntando si usted no le puede tomar declaración al inculpado mañana de mañana, porque en jefatura no tienen lugar donde alojarlo". "¿Un homicidio?", digo yo. "Un hombre mató a la mujer", dice el suboficial. "Le dio dos tiros en la cara, en barrio Roma." "¿Cuándo fue el hecho?", digo yo. "Hace un par de horas nomás, en el patio de un almacén", dice el suboficial. "¿Se presentó detenido?", digo yo. "No sabría decirle, doctor", dice el suboficial. "Dicen de jefatura que si usted pudiera tomarle declaración esta noche, en vez de mañana de mañana, sería mucho mejor." "Esta noche, de ninguna manera", digo yo. "Y mañana de mañana tengo audiencia. Y por otro lado, tengo que interrogar a los testigos primero, si es que hay testigos." "No sabría decirle, doctor", dice el suboficial. "Dígale al que lo llamó de jefatura que yo no tengo la culpa si ellos no tienen lugar", digo yo. "Y diga que en todo caso le den una habitación en el Palace, si les parece. ¿O creen que yo puedo estar a disposición de lo que le parece a cada vigilante?" "Tiene razón doctor. Estoy de su parte. Tiene toda la razón", dice el suboficial. "¿Cómo me dijo que era su nombre, suboficial?", digo yo. "Loprete, suboficial Loprete", dice el suboficial. "Bueno", digo yo. "Informe lo que le dije. Y diga que es probable que hasta pasado mañana no voy a poder tomar declaración al inculpado. De todos modos, voy a ver qué puedo hacer mañana por la tarde." "A sus órdenes, doctor", dice el suboficial. "Está bien", digo yo. Cortamos. Vuelvo al comedor. Ángel está tomando un trago de su copa en el momento en que entro en el comedor. Nos sentamos a la mesa. Ángel no habla una palabra durante largo rato. Después le cuento la charla que he tenido por teléfono y me pregunta si no puede presenciar la indagatoria. "No es fácil", digo yo. "No está permitido." "Deberían permitir", dice Ángel. "No te pongas a hacer críticas a la justicia", digo yo. "Que es la que me da de comer". "¿De modo que este pollo proviene de la justicia?", dice Ángel. "De ahí mismo", digo yo. "Es como si me estuviese comiendo a un preso", dice Ángel.

Pasamos al estudio otra vez, después de la comida. Pongo el Concierto para violín y orquesta de Schönberg en el tocadiscos, y nos sentamos a escuchar. Ángel asume una expresión grave, hundido en el sillón, con las piernas abiertas y estiradas en mi dirección -estoy sentado en el sofá doble, de espaldas a la ventana-, y de vez en cuando toma un trago de whisky. Parece completamente sumergido en la música. No dejo de mirarlo un solo momento, pero él evita mi mirada. Cuando el concierto termina, se para y va hacia el ventanal. Yo lo sigo. Me paro detrás de él, muy cerca. "Ahora después de la música", digo, "hay un gran silencio". Le saco el vaso de whisky de la mano -rozo sus dedos con los míos- y tomo un trago. Después se lo devuelvo, y voy y lleno mi propio vaso y me siento. Él queda parado en el centro de la habitación, entre mi sillón, el sofá doble, y el escritorio. Me pregunta si en los últimos tiempos he mandado muchos hombres a la cárcel. "Ninguno", digo yo. Después volvemos a quedar en silencio. Lo contemplo, enteramente. Después comienza a hablar de cosas que ha visto en el cielo, en la luna.

Miente. Cuando se va, una hora más tarde, me acuesto y apago la luz. No se oye ningún murmullo, no entra ningún resquicio de claridad en la habitación. Estoy en la oscuridad y en el silencio más completos. Mi mente queda vacía.

Veo entonces grandes campos de trigo ardiendo calladamente.

Sus crepitaciones son inaudibles. Las llamas son bajas, parejas, y el incendio se extiende hasta el horizonte. No se ve un árbol, una ondulación, nada. Únicamente la planicie lisa cubierta del amarillo del trigal sobre e! que se extienden las llamas parejas, cuyas crepitaciones son inaudibles.

Despierto temprano, antes del amanecer. Me visto y salgo a la calle.

Llovizna. Está amaneciendo. Cuando entro en el coche, noto que su interior está helado. Debo intentar dos o tres veces antes de lograr encender el motor. Por fin se pone en marcha. La atmósfera azul del amanecer está atravesada por las finas gotas de la llovizna, que se adensan y giran lentamente alrededor de los focos de luz. El parque está desierto, y contra la penumbra azul los árboles estampan sus complicados manchones negros, inmóviles. Enciendo los faros, que iluminan la calle vacía, y cuyos haces de luz chocan, lejos, contra la curva de la calle. Después comienzo a andar. Doblo en la esquina, ruedo sobre el empedrado grueso que hace vibrar y resonar la carrocería, doblo a la derecha y tomo San Gerónimo hacia el norte. Cuando paso entre la Plaza de Mayo y el Tribunal veo la primera luz del día -gris- concentrarse alrededor de las altas copas de las palmeras, cuyas grandes hojas metálicas relumbran fragmentariamente. Doblo por la Avenida del Sur hacia el este, recorro una cuadra y doblo, entrando en San Martín, ya que la luz verde del semáforo me da libre tránsito. Avanzo hacia el norte, por la calle desierta. El limpiaparabrisas arrasa el cristal con su ritmo regular. Las gotas muy pequeñas, chocan contra el cristal y se rompen, manchándolo fugazmente. La vara del limpiaparabrisas pasa, con su ritmo regular y deja limpio el cristal otra vez, de modo que puedo ver claramente la calle que se extiende delante de mí. Si vuelvo la cabeza, puedo ver por los vidrios laterales, empañados y llenos de gotas de agua, deslizarse hacia atrás las fachadas de los edificios, a mi izquierda y a mi derecha. Paso delante del Teatro Municipal, a mi derecha; después, más adelante, frente a los corredores de la galería, desiertos y oscuros; más adelante, frente a las vidrieras ciegas del diario La Región, cuyas pizarras, ilegibles, aparecen sumidas en la penumbra. Cuando llego al bulevar, doblo hacia la derecha y avanzo lentamente. En la parada de taxis del bulevar y 25 de Mayo, hay cuatro taxis estacionados, con la luz roja encendida. Los gorilas conductores se divisan apenas en la semipenumbra del coche. El globo gris de la llovizna envuelve toda la ciudad, con su transparencia brumosa, y el agua fina, suspendida, se concentra alrededor de las copas de los árboles, adensándose. La luz roja del primer semáforo me obliga a detenerme. Alrededor de la señal, las gotas se tiñen de una coloración roja que se vuelve súbitamente verde cuando la luz cambia. Cruzo las vías abandonadas y veo al pasar, a mi derecha, el edificio del molino harinero, detrás de los altos árboles del paseo central del bulevar. El segundo semáforo me obliga también a esperar. Cuando la luz verde se enciende, un ómnibus cruza transversalmente, a toda velocidad, el bulevar, lo que me obliga a detenerme bruscamente cuando acabo de reiniciar la marcha. Vuelvo a marchar. Sobre uno de los bancos del paseo central, junto al tronco de un eucaliptus que lo protege de la llovizna, un gorila viejo, vestido con un sobretodo rotoso, hurga en el interior de una bolsa. Paso muy cerca de él, avanzando por la mano derecha, junto al cordón del paseo. La corteza de los árboles, negruzca, chorrea agua y por momentos relumbra oscuramente. Después está la estación de trenes, con las altas ventanas iluminadas y el hall iluminado que arroja luz a la vereda a través de la enorme abertura de la puerta principal. Su alta fachada, sólida, se desliza lentamente hacia atrás, a mi derecha. Cruzo las vías, viendo avanzar hacia mí el puente colgante, cuyos mástiles que alcanzo a divisar primero en toda su altura, envían las cuatro señales rojas, que se encienden y se apagan, coloreando con un círculo de resplandor rojizo la llovizna. A medida que avanzo, el borde superior del parabrisas va cortando los mástiles del puente. Primero desaparecen las altas luces rojas, luego la primera barra que une los mástiles laterales. Cuando llego a la boca del mismo puente, ya no quedan más que las barandas, la base de los mástiles, la entrada de piedra gris, los gruesos cables tensos que parten en un haz hacia la altura, y la garita gris, a la izquierda de la entrada, en la vereda, vacía. Arroja un resplandor débil hacia la llovizna del exterior. Cuando doblo hacia la costanera y comienzo a rodar por el asfalto lleno de grietas, hendiduras y parches de brea, ya ha amanecido. La luz diurna viene del lado del río, de modo que más allá de la baranda de balaustres idénticos que se interrumpe de tanto en tanto, a distancias regulares, con la abertura de una escalinata, veo por momentos la refulgencia argéntea del río, en cuya superficie el resplandor gris pareciera alisar las asperezas que producen la brisa levísima y la llovizna. Los álamos del paseo central de la costanera, más allá del cual los chalets muestran, entre la fronda, sus techos rojos mojados por la lluvia, contra el fondo gris del cielo, recortan sus agujas nítidas, pardas, mojadas. Después entro en la costanera nueva, y a mi derecha se expande el río gris, fundiéndose, más ancho, con el cielo, en el horizonte. Cielo y río parecen la misma superficie, sin ninguna transición. Acelero ligeramente. El zumbido del motor, monótono, se intensifica, y después se estabiliza, a mayor altura. En el refugio amarillo de la parada de colectivos, en medio de la ancha avenida, un gorila de impermeable fuma, lentamente. Otro está apoyado contra la pared, con las piernas cruzadas a la altura de las pantorrillas. Alzan la cabeza y siguen con la mirada, girando lentamente la cabeza, el desplazamiento del automóvil. Después me cruzo con un colectivo que avanza en dirección contraria, hacia el centro. Va casi vacío, pero alcanzo a distinguir borrosamente las caras abstraídas de tres o cuatro gorilas, machos y hembras, que miran en dirección al río por las ventanillas empañadas. La rotonda de Guadalupe avanza hacía mí, con el edificio de la parrilla detrás, pintado de gris. Las persianas metálicas acanaladas están bajas. La puerta gris tiene puestos los postigos, y la fachada mojada presenta en algunas partes unas manchas de humedad más densa, estacionaria. Giro por la rotonda, dejando atrás la fachada de la parrilla, y comienzo a rodar otra vez por la costanera nueva, en dirección al centro. Paso por la parte trasera del refugio amarillo, que ahora está a mí izquierda, del mismo modo que el río y las barrancas en las que una hilera de pinos, de un verde profundo, relumbra, destellando con el cielo gris, y condensa unas masas blancuzcas de llovizna a su alrededor. Los troncos negros de los pinos se yerguen rectos, y las frondas forman triángulos perfectos, los extremos de cuya base se curvan ligeramente hacia arriba. Detrás, los troncos tienen el río, que se confunde con el cielo. Cuando llego a la costanera vieja disminuyo ligeramente la velocidad. El sonido del motor, más bajo, se estabiliza después de haber disminuido, y continúa monótono. El rasar del limpia parabrisas continúa regular, arrastrando las gotas pequeñas que caen contra el parabrisas y estallan. Veo, a lo lejos, el puente, en toda su extensión, con los altos mástiles. Sobre el puente, diminuto, un camión pintado de verde avanza lentamente hacia la ciudad. Después lo veo salir del puente, doblar y dirigirse hacia la avenida del puerto, ahora a mayor velocidad. Paso después frente a la boca del puente -en la puerta de la garita gris hay ahora un gorila con gorra de vigilante y una capa impermeabilizada, negra-, y sigo en dirección a la avenida del puerto, viendo a través de los vidrios laterales cómo la plaza de la costanera, con sus glorietas cubiertas de hiedra, se desplaza hacia atrás. Los senderos rojos de la plaza están llenos de hojas secas, aplastadas por la lluvia. Cuando entro en la avenida del puerto, el empedrado grueso hace resonar y vibrar la carrocería. El camión verde me lleva dos cuadras de ventaja. Acelero un poco y voy aproximándome a su parte trasera. Un gran charco de agua que cubre la calle me obliga a aminorar la velocidad, y al cruzar puedo oír el rumor del agua resonar bajo las ruedas y veo cómo los vidrios, en especial los laterales, se llenan de salpicaduras. El camión verde ha ganado otra vez distancia. Acelero nuevamente y enseguida me pongo detrás. No nos separan ni seis metros. Después hago una leve maniobra, consistente en desviar el coche hacia la derecha, ya que avanzamos por la mano izquierda, junto a los canteros centrales en que se alzan las altas palmeras, y acelerando de golpe me pongo a la par del camión y después lo dejo atrás. Durante dos cuadras no disminuyo, sintiendo el intenso resonar y vibrar de la carrocería al rodar el coche sobre el empedrado grueso. Después disminuyo otra vez la velocidad. Al llegar al centro paso frente al Correo iluminado y los fondos de la estación de ómnibus, en las que se ven ya muchos gorilas, llevando valijas, o esperando en los andenes o ante las ventanillas de despacho de encomiendas. En la primera esquina doblo hacia la derecha. A las dos cuadras cruzo San Martín y sigo de largo. Después viene la esquina del Mercado Central; más adelante, el alto edificio blanco de la Municipalidad, cuya estrecha plazoleta delantera aparece ensombrecida por los grandes árboles. A mi izquierda, la ancha escalinata de entrada va desplazándose hacia atrás, más allá de los árboles de la plazoleta y de la desierta playa de estacionamiento. Sigo avanzando en línea recta hacia el oeste cruzando bocacalle tras bocacalle. Hay cada vez más gorilas en las veredas, en las puertas de los negocios, en las esquinas, en los umbrales; dos gorilas jóvenes, estudiantes secundarios sin duda, esperan en una esquina llevando libros y cuadernos bajo el brazo. Un gorila niño, de guardapolvo, cruza la calle, de la mano de su madre, que mira temerosamente en mi dirección, temiendo que yo pueda doblar hacia ellos, y que se decide a cruzar al verme seguir de largo. Un gorila viejo, en salto de cama, levanta un tacho de basura vacío y se lo lleva al interior de la casa. Una gorila, también vieja, mira la llovizna desde una ventana. Cuando llego a la Avenida del Oeste, y doblo a la izquierda, comienzo a rodar con los jardines del Regimiento a mi derecha. Más allá de los árboles que se alzan en medio de canteros de césped perfectamente cortado, está el edificio gris de la intendencia. La verja verde se interrumpe de golpe en el portón de entrada, en el que dos soldados, la carabina al hombro, montan guardia, paseándose frente al portón. Dejo atrás el Regimiento. A mi lado, en el asiento, está el portafolios cerrado. En la Avenida del Sur doblo hacia el este. Paradójicamente, la claridad ha disminuido. Espero un momento a que el semáforo cambie la luz roja por la verde y después cruzo la bocacalle. Antes de llegar a la primera esquina doblo, subo a la vereda de la derecha, y entro en el patio trasero de los Tribunales, estrecho y embaldosado. Hay dos o tres automóviles estacionados, vacíos y cerrados. Detengo el motor. Dejo de oír su zumbido al mismo tiempo que el limpiaparabrisas se detiene. Después recojo el portafolios y bajo. El agua me da en la cara; son gotas finas y frías, que estallan contra mi piel. Llego al hall, completamente vacío, salvo dos gorilas sentados en el banco junto a la escalera de la derecha, y paso junto al ascensor cuyas puertas están abiertas. El ascensorista, sentado en su taburete, la mano apoyada en la palanca de control, me mira pasar, saludándome con indiferencia. Comienzo a subir las anchas escaleras de mármol, apoyando la mano derecha en el pasamanos de madera, en que termina la baranda de hierro trabajado. Cuando llego al tercer piso me detengo y miro hacia abajo: el vacío cuadrado de mosaicos blancos y negros, ajedrezado, y las dos figuras sentadas en el banco, junto a la boca de la escalera. Después sigo por el corredor hasta mi oficina y entro en ella.

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