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MARZO, ABRIL, MAYO

Hay tres maneras de ganar al poker, hijo, me sabía decir mi abuelo en los años de su vejez. Con mucho resto, sabiendo jugar muy bien, o con las cartas marcadas. Pero el resto, por grande que sea, siempre termina por acabarse. Y por muy bien que uno juegue, siempre hay algún otro en este ancho mundo capaz de jugar mejor. Por lo tanto, el método más seguro es marcar las cartas. Así acostumbraba hablar mi abuelo en los años de su vejez, que fue muy larga.

Mi abuelo sabía. Murió a los ochenta y dos años. Los mocovíes lo habían llamado padre. Dos meses antes de cada elección, mi abuelo se sentaba en el escritorio de su almacén de ramos generales en San Javier, y esperaba. Los jefes políticos iban llegando, uno por uno. Mi abuelo los escuchaba sin abrir la boca, mascando su cigarro y escupiendo a la vereda unos gargajos de flema parda. Los jefes políticos se retiraban después de haber hecho su propuesta, sin esperar que mi abuelo dijese esta boca es mía. Una semana después mandaba llamar a uno de ellos. A veces era durante dos o tres elecciones seguidas el jefe del mismo partido, a veces el partido cambiaba de elección en elección. Conversaba diez minutos con el jefe político -escupiendo sus gargajos de flema parda a la vereda- y después se hacía preparar su volanta y salía a recorrer los ranchos de los mocovíes. Ese año, el jefe político que había sido mandado llamar ganaba la elección.

Así hizo mi abuelo alguna fortuna. El año cuarenta y cinco, en la elección de febrero, mi abuelo perdió un ojo.

Había mandado llamar al jefe radical, y después recorrió los ranchos de los mocovíes que lo llamaron padre, le pidieron remedios para la diarrea y lo acompañaron hasta la salida del rancherío, saludando la volanta hasta que la polvareda arenosa que levantó se esfumó completamente en el aire. Pero ganaron la elección los peronistas. A la madrugada, mi abuelo, que vivía solo en el inmenso galpón con su escritorio a la vereda donde tenía el almacén, oyó que llamaban a la puerta. Preguntó quién era y le dijeron que había un enfermo grave. Fue a abrir y desde la oscuridad recibió un tiro de revólver que le vació el ojo y de milagro no lo mató.

Así mí abuelo se retiró de la política, vendió el almacén, y se vino para la ciudad, a casa de mi madre. Me sabía tener en sus rodillas en San Javier, cuando yo era chico, pero cuando vino a la ciudad en el cuarenta y cinco, yo ya hacía rato que me afeitaba. Puso toda su fortuna a nombre de mi madre, diciendo que pronto se iba a morir. Pero en el cincuenta, mi madre, que era viuda de un hombre que yo no conocí, y que supongo fue mi padre, mi madre, que jamás había estado enferma de nada, estaba en la mesa sirviendo la sopa y dijo que iba hasta la cocina a buscar una cuchara que faltaba, y nunca más volvimos a verla viva. Como demoraba, me levanté para buscarla y la encontré muerta. Había tenido tiempo de abrir el cajón, pero no de sacar la cuchara, porque no tenía ninguna cuchara en la mano, ni había rastro de cuchara en toda la cocina, como no fuese en el cajón de los cubiertos.

Yo tenía entonces veintitrés años, y quedé solo con mi abuelo. El cincuenta y dos me recibí de abogado, y el cincuenta y cinco me casé. El sesenta quedé viudo. Yo había empezado a jugar alrededor del cincuenta y seis cuando salí de la cárcel. Me casé el dieciséis de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Acababa de decir que sí al jefe del Registro Civil, y salía a la puerta con mi mujer para sacarme unas fotografías con los testigos y con ella frente al edificio, cuando llega el Negro Lencina y me dice que hay una manifestación que quiere tomar la CGT. Le pregunto si hay tiempo de sacar la fotografía y me dice que no. Entonces dejo la ceremonia y me voy para la CGT.

Entramos por los techos. Bajamos al patio embaldosado de amarillo. Eran las diez de la mañana. Apenas si se dispararon tres o cuatro tiros, y no hubo ningún herido, salvo un tipo que tropezó con el cordón de la vereda cuando salió disparando al oír el primer tiro, y se vino al suelo, partiéndose la cabeza. Después llegó el ejército y nos metieron a todos presos.

Me largaron a los nueve meses. Mi mujer me esperó vestida con la ropa que había llevado en el civil la mañana del casamiento, y estaban todos los testigos, unos parientes, y mi abuelo. Yo invité por mi parte al Negro Lencina y a Fiore, de los molineros, que habían estado conmigo en el sur, durante nueve meses. Se habían pasado todo el tiempo diciéndome que salíamos a los nueve meses y yo iba a llegar a mi casa el día del nacimiento de mi primer hijo. Yo les decía que no había habido tiempo.

Empecé a jugar un mes después, en un asado que se hizo en La Fraternidad para celebrar la libertad de cinco ferroviarios que habían estado presos. Después del asado nos pusimos a jugar al siete y medio. Es un juego sencillo y familiar, y se juega con cartas españolas. Las negras valen medio punto; las blancas, del uno al siete, lo que marcan. El punto más alto es siete y medio. Una persona banca y reparte las cartas, dando una a cada uno, tapada. Uno empieza a pedir cartas para sumar el punto más alto, siete y medio. Se corre el riesgo de pasarse. Cuando uno ha recibido una negra, que vale medio punto, la destapa de modo tal que todos la vean y pide otra carta; si viene de cinco para arriba, uno generalmente se planta; si viene una menor, pide otra. A veces se pide hasta con seis y medio, porque es la banca la que da el valor de las cartas, llevando siempre medio punto de ventaja, de modo que si la banca tiene siete, pagará a los jugadores que tengan siete y medio. Los que tienen menos de siete y medio, deben pagar a la banca. Cuando uno se pasa, queda fuera de combate y debe pagar a la banca. Se entiende por pasarse excederse del puntaje máximo, siete y medio. Un dos y un seis, por ejemplo, hacen ocho. Si el jugador tiene un dos y pide una carta, y recibe un seis, paga a la banca.

Gané setenta pesos. No era nada. Pero me llamó la atención que yo pudiese ir previendo las cartas que iba a recibir. Me bastaba desearlas mucho para que vinieran. Si recibía una negra, y después un dos, me concentraba pensando: ahora tiene que venir un cinco, y venía. Llegué incluso a pedir cartas con seis y medio -punto altísimo en el cual cualquier jugador normalmente debe plantarse- por tener la seguridad de que vendría el as. Y el as venía.

Supe entonces que el juego me gustaba. Esperé dos días y averigüé donde se jugaba por sumas mayores. Me pasaron la información de que en un club del centro yo podía jugar al monte con puerta, en otro al punto y banca, y en un tercero a los dados. Elegí los dados. Saqué cinco billetes de mil pesos, comí algo en una parrilla, y me fui para el club. Había un montón de jugadores apretados alrededor de una mesa de pase inglés. El pase es un juego simplísimo: con dos dados y un cubilete el jugador tira los dos dados y después se pone a buscar el número que ha salido; si el primer tiro ha salido el seis, busca el seis en tiros sucesivos; si sale el siete antes que el seis, pierde. Pero si el siete o el once salen en el primer tiro, significa que ha echado buena y gana sin necesidad de buscar ningún número; y si echa tres, dos o doce en el primer tiro, quiere decir que ha echado mala y no tiene chance para buscar. Un tipo que estaba parado cerca de la mesa, sin jugar, me explicó el juego. Cuando el cubilete llegó donde yo estaba, puse dos mil pesos en la banca; tiré, y eché un siete; los dos mil pesos se hicieron cuatro. Volví a tirar y eché otro siete. En el tercer tiro, eché once; en el cuarto, once otra vez; en el quinto, otra vez once; en el sexto siete. Dejé el cubilete, retiré ciento veintiocho mil pesos de la banca, de los que me descontaron el interés, y me fui para mi casa. En el trayecto pensé que el pase inglés no era mi juego; que el caos lo regía, y que esos dados moviéndose en el interior del cubilete y corriendo después sobre el paño verde de la mesa, dependían demasiado del azar. Yo deseaba un juego en el que hubiese un mínimo de orden, un juego en que el azar estuviese ya congelado de antemano, aunque yo desconociese su ordenación. Necesitaba un pasado ya hecho.

Iba a encontrar ese pasado ya hecho en el punto y banca. De los ciento y pico de mil pesos que había ganado a los dados, a la noche siguiente separé veinte y me fui a jugar al punto y banca. Esta vez se trataba de una mesa larga, y los tipos estaban sentados en sillas alrededor. Sacaban cartas de un sabó que guardaba cinco mazos previamente mezclados, le daban dos al punto, y dos a la banca. Se jugaba con cartas francesas. Las negras y el diez valían cero. El que se aproximaba más a nueve, ganaba.

Mi ganancia llegó a los ochenta mil pesos, pero no fue tan fácil como a los dados. Tuve que trabajar mucho para ganar. No fui perdiendo en ningún momento, pero durante más de una hora no pude ir ganando más de cuatro o cinco mil pesos, hasta que el sabó llegó donde yo estaba y me tocó tirar la banca. Eché nueve pases, todos de nueve. No tenía más que pensar: Ahora echo un nueve, y echaba un nueve. Era fácil. No había más que saber desear, y creer en lo que se deseaba. De modo que a la segunda noche de haber empezado a probar suerte en el juego, ya me había hecho un capital.

No se lo conté a mi mujer, pero sí a mi abuelo. Hijo, me dijo, lo que viene fácil se va fácil. Es una perspetiva. (Mi abuelo decía perspetiva, no perspectiva, comiéndose la c, y usaba mucho esa palabra.) No niego que es una perspetiva. Pero la única forma segura de ganar es haciendo trampa.

Un tiempo después comprobé que él tenía razón. Los doscientos mil pesos que había ganado se fueron de una semana para la otra. Pero yo estaba embarcado. Iba a mi casa a la madrugada, solamente para dormir. Fui abandonando poco a poco mi profesión, y poco a poco también fui perdiendo la fortuna que mi abuelo había hecho en el escritorio de su almacén de ramos generales, desde donde ordenaba que prepararan su volanta para ir a recorrer las rancherías de los mocovíes.

Dos años después ya no tenía nada, salvo la casa, y un montón de deudas. Por suerte mi mujer resultó estéril, de modo que no tuve hijos que mantener. Mi mujer tampoco aprobaba que yo jugara; y lo que sucedió en el mes de junio del año sesenta puede servir como prueba. No lo aprobaba en absoluto, como va a quedar demostrado.

Yo estaba jugando al poker desde la noche anterior, a la vuelta de mi casa. Nos habíamos sentado para jugar una hora a las once de la noche, y eran las tres de la tarde del día siguiente. Llaman en eso a la puerta. Va el dueño de casa a atender, y vuelve diciéndome: Sergio, es tu abuelo. Le mando decir que pase. Para esa fecha estaba ya muy viejo y algo chiflado, y tenía un aspecto extravagante con un ojo de menos y los bigotes todos manchados de tabaco. Chicaba el santo día. Se inclina hacia mí y me dice al oído: Hijo, dice tu mujer que si no vas antes de media hora, se envenena. Dígale que se envenene, digo yo. Mi abuelo se va y vuelve treinta y cinco minutos después. Se inclina otra vez y me dice al oído: Hijo, se ha envenenado. De modo que pido permiso a la mesa para levantarme antes de la hora fijada, y voy a casa y la encuentro muerta. Se había arrepentido después de tomar el veneno de modo que salió del dormitorio en la planta alta y se paró en el borde de la escalera, llamando a mi abuelo. Pero ya era tarde, y mi abuelo estaba un poco sordo. La encontré al pie de la escalera, en la planta baja.

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