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Un año después murió mi abuelo. Echó su último gallo pardo y se fue al otro mundo. Últimamente, no servía ni para los mandados. Yo le llevaba un paquete de toscanitos de vez en cuando. Él cortaba los toscanitos en dos o tres pedazos, con una tijera, y se ponía a mascarlos. Se sentaba en el umbral y escupía sobre la vereda. Una vez le escupió sin querer el pantalón a un tipo que pasaba y yo tuve que salir en su defensa. Otra vez vinieron de la Municipalidad a decirnos que debíamos conservar la vereda en condiciones más higiénicas. Entonces cambió de ubicación y se fue a la puerta de la cocina, que daba al patio trasero de la casa, de modo que con el tiempo la galería se llenó de unas manchas oscuras que no hubo forma de borrar. Murió sentado en el sillón mirando la higuera del fondo, al atardecer. Si vienen esta noche, diciendo que tienen un enfermo grave, no les abras, me dijo. Después murió. Cuando vinieron los del fúnebre, a eso de las nueve de la noche, me exigieron un adelanto de cinco mil pesos para iniciar el servicio. Yo no los tenía. Les dije que me esperaran hasta las dos de la mañana. En rigor de verdad no tenía un centavo. Fui a una mesa de juego y esperé hasta que alguno me tirara una ficha. Nadie me la tiró. Entonces me incliné a hablarle al oído a un tipo que estaba ganando cientos de miles. Le dije que me llevara mil pesos en su apuesta. Con eso le quería decir que en su apuesta de diez mil pesos, yo iba jugando mil. Si yo perdía tenía que entregarle los mil pesos. Si ganaba, él me daba los mil pesos a mí. Se suponía que yo tenía una ficha de mil en alguna parte para responder, en caso de que viniera la banca. Fue un golpe de audacia, porque esos tipos que van ganando no quieren saber nada de chistes de esa clase. Fue un golpe de audacia, y salió bien. Después fue tan fácil como bajar por un tobogán. A los diez minutos ya tenía para el adelanto del servicio fúnebre. No me hubiese gustado nada tener a mi abuelo sentado a la puerta de la cocina, muerto durante meses y meses.

Así que me quedé solo en la casa. No tenía que pagar alquiler, porque la casa era mía, y la electricidad y los impuestos eran charamusca. De vez en cuando comía. Salvo leer y jugar, no hacía otra cosa. Después empecé a escribir mis ensayos.

Creo que el título global con que pensaba agruparlos fue lo que más me costó. Primero los titulé Ensayos sobre el hombre contemporáneo, después Claves para la comprensión de nuestro tiempo, y más tarde, Momentos fundamentales del realismo moderno. Elegí el último, sin estar del todo satisfecho. Me pareció que las palabras momentos, fundamentales y moderno, no significaban nada. Cada vez que uno quería llenar una conversación, y redondear una frase de modo de hacerla parecer profunda, podía usar cualquiera de esas palabras, o algunas otras como dinámica, concreto y estructura. Pero todo eso podía pasar. La cosa grave se me planteaba con la palabra realismo. La palabra significaba algo: una actitud que se caracteriza por tomar en cuenta a la realidad. De eso estaba seguro. Me faltaba, únicamente, saber qué era la realidad. O cómo era, por lo menos.

Con cada uno de los seis ensayos resultó más fácil, porque los fui concibiendo estimulado por diversas lecturas. Cada uno de ellos tomaba como motivo las reflexiones que me sugerían los temas principales o los personajes más representativos de los textos que me encontraba leyendo. Me entregaba a la lectura con una actitud de total disponibilidad, tratando de hallar nexos secretos en las cosas que leía. Creo que el primer ensayo fue el mejor, porque lo concebí en forma inesperada y lo escribí de un tirón, en una tarde. Y el título, Murciélago y Robín: confusión de sentimientos, si bien en parte está tomado de una obra de Stephan Zweig, resume a mi juicio bastante bien el núcleo del problema.

El profesor Nietzsche y Clark Kent fue el segundo y creo que se resiente por hallar una analogía tal vez demasiado fácil entre dos célebres personajes homónimos de la imaginación moderna. Pero si tiene algún valor, a mi juicio ese valor está dado por la observación que juzgo la más inteligente del texto: la de que el fundamento ideológico que rigió la elaboración de los dos mitos es el mismo.

El realismo mágico de Lee Falk lo escribí persuadido de reencontrar en el mundo de Falk las pautas estéticas de la novela latinoamericana moderna. Los otros tres ensayos casi no merecen llamarse así. Son notas breves, comentarios de un par de páginas que fijan un tema preciso casi sin detenerse en comentarios. El primero, Flash Gordon y H. G. Wells, me parece el mejor. Los otros dos no me terminan de convencer. Tarzán de los monos: una teoría del buen salvaje, se aplica más a Juan Jacobo que a Rice Burroughs, porque a mi modo de ver las ideas más ricas sobre la cuestión ya están en Rousseau, y en cuanto a Evolución ideológica de Mickey Mouse, ni sé bien por qué lo escribí. No obstante el espesor psicológico de Mickey, creo que se trata de una obra menor, y al ensayista puede interesarle apenas desde un punto de vista: como expresión sistemática del pensamiento liberal norteamericano. Pero que eso lo exalten más bien los liberales, si es de su gusto.

Al año de morir mí abuelo, empecé a sentirme solo en la casa, así que puse un aviso en el diario buscando una mujer que se encargara de la limpieza y los mandados. Tomé a una chiquilina de catorce años, que vino con su madre. Eran del lado de la costa, y eso me gustó todavía más, porque yo había pasado toda mi infancia en ella. A la madre le faltaban todos los dientes, y era tan gorda que tuvo que ponerse de costado para poder entrar La hice sentar en un sofá doble y la chica quedo parada cerca de ella, sin abrir la boca. Le expliqué que yo vivía solo y que necesitaba una persona que estuviese dispuesta a vivir en la casa y a cobrar por mes. La madre me dijo que justamente eso era lo que ella quería. Dijo que tenía las cosas de la chica en la estación de ómnibus y que si nos poníamos de acuerdo en el sueldo, ella misma iba a ir a buscarlas. Al fin transamos en cierta cantidad, con la condición de que yo tenía que escribir una carta al pueblo una vez cada dos meses, para informar cómo estaba la chica. La chica acompañó a la madre a la estación y volvió en una hora. Traía un paquete envuelto en papeles de diario. Era muy delgada y no parecía sucia. Estaba empezando a desarrollarse y clavaba en mí los ojos de tal manera que me hacía desviar la mirada.

En dos años nunca había estado la casa tan limpia como al día siguiente del que ella llegó. Yo la había estado haciendo limpiar con sirvientas ocasionales, pero eso no era limpieza. Revolvió todo y el teléfono blanco, una chifladura de mi madre con la moda de los años cuarenta, que había estado tomando en los últimos años el mismo color de los gallos de mi abuelo, volvió a brillar. Ella misma se bañaba todas las noches, antes de acostarse. No cruzaba una palabra conmigo. Como no sabía leer ni escribir, una noche que tuve una ganancia grande en el punto y banca le compré una radio, pero que yo sepa nunca la encendió. Cuando terminaba la limpieza se iba a la cocina, se paraba con los brazos cruzados y el vientre apoyado contra el borde del fogón, y se quedaba mirando por la ventana hasta que oscurecía. Había otras ventanas mejores en la casa para mirar por ellas, la de mi escritorio, que daba a la calle, por ejemplo, pero ella miraba por la de la cocina, que daba al patio trasero. A través de ella no se veían más que unas pocas ramas de la higuera, el techo de paja medio podrida de una especie de lavadero, y, entre las ramas de la higuera, y especialmente en invierno, cuando estaba sin hojas, porciones de cielo. La chica se llamaba Delicia. Cada dos meses, yo le preguntaba qué quería mandar a decir en la carta a su madre, y ella me respondía: Que estoy bien.

En realidad, nos veíamos poco. Yo me levantaba muy tarde, generalmente después de mediodía, y comía lo que encontraba. Después me encerraba en mi estudio hasta el anochecer; salía para la cena y comíamos juntos lo que ella había preparado. Después me iba a jugar, y volvía a la madrugada.

Jugaba especialmente al punto y banca, porque allí tenía a mi disposición un pasado hecho. Está bien que a veces se lo podía modificar, pero era un terreno más firme que la loca agitación de los dados en el interior del cubilete y su carrera ulterior, ciega y sin sentido, hasta quedar inmóviles en algún punto del paño verde. Mi corazón se sacudía más que los dados cuando yo agitaba el cubilete y lo volcaba sobre la mesa. No se puede apostar al caos. Y no porque no se pueda ganar, sino porque no es uno el que gana, sino el caos el que consiente.

En el punto y banca yo veía otro orden, análogo al de las apariencias de este mundo, porque un mundo en el que en el reverso de cada presente no hubiese más que caos, y en el que el caos, al reiniciarse, borrase los presentes ya consumados y que eso fuese todo me parecía horrible. Eso sentía al sacudir el cubilete. En el punto y banca, mis ojos seguían minuciosamente los movimientos de los empleados que mezclaban las cartas, guardándolas después en el sabó. Primero las desparramaban en desorden y después iban acomodándolas en montoncitos de altura pareja que organizaban en tres o cuatro hileras. Después encimaban todos los montones hasta hacer una pila única con los cinco mazos, las doscientas sesenta cartas y las guardaban en el sabó. Ahí empezaba la partida. Había que considerar primero las cartas guardadas en el sabó. En el punto y banca, cuando el jugador de punto recibe un cinco, formado por una negra y un cinco, un tres y un dos, un nueve y un seis, o cualquier otra combinación, decide libremente si pide otra o no para mejorar su puntaje. Si el jugador pide, toda la disposición del sabó se modifica. He dicho que en el punto y banca yo tenía un pasado ya hecho. ¿No debí decir mejor un futuro hecho? Desde el punto de vista objetivo, las cartas guardadas en el sabó son en realidad un pasado. Para mí, que desconocía su ordenación, iban haciéndose presente y después pasado a medida que aparecían los pases, de dos en dos. Eran por lo tanto un futuro. Y las decisiones del jugador de punto al recibir cinco, y pedir o abstenerse, lo modificaban, ya sea como futuro, o como pasado. Pero era necesario e¡ presente para que esa modificación pudiese tener efecto.

Así que el sabó, con sus cartas ya ordenadas que una decisión subjetiva podía reorganizar completamente con sólo pedir una carta, era al mismo tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo hecho y modificable según los jugadores de punto pidieran otra carta o se abstuvieran al recibir el cinco.

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