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Cada pase era un presente, pero con el sabó puesto allí delante, en el centro de la mesa, también el pasado y el futuro estaban presentes. Coexistían los tres. Estaban los tres juntos sobre la mesa. Una vez jugado, las dos cartas del pase iban a parar a un montón de cartas apiladas bocarriba a un costado del sabó, las cartas que iban utilizándose en los pases ya jugados. Formaban, de hecho, otro pasado. Había entonces varios pasados objetivos: el pasado de las cartas ya usadas o sea el montón de cartas bocarriba apiladas a un costado del sabó; el pasado del sabó, que era también futuro, los pasados de las modificaciones sufridas por el sabó según los jugadores de punto pidieran o se abstuvieran al recibir el cinco. Pidiendo, lo modificaban pero esa modificación no operaba como tal hasta que no se jugaba el pase siguiente y comenzaban las nuevas combinaciones de cartas.

También coexistían varios futuros: el futuro del sabó ordenado tal como al principio; y a cada modificación, según el punto pidiera o se abstuviese al recibir cinco, los futuros que iban creándose. Como la perspectiva de pedir el punto con cinco era siempre presente, siempre futura hasta el momento de pedir, absteniéndose, puede decirse que había también una modificación.

Cada pase era entonces una especie de puente, una encrucijada por la que pasaban, entrecruzándose, los distintos pasados y futuros, y en cuyo centro se condensaban también todos los presentes: el presente del pase mismo, fugaz, transitorio; el presente del pasado de la pila de pases ya utiliza-dos y el presente del pasado del sabó tal como había recibido su ordenamiento en el principio; el presente del futuro del sabó, ya que, objetivamente, el sabó era al mismo tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo un pasado y un futuro pasibles de modificación.

También a través del pase se concentraban y fluían los diferentes pasados y futuros: por ejemplo, las cuatro cartas básicas del pase, dos para el punto y dos para la banca , número que podía modificarse y llegar hasta seis si el punto y la banca no reunían el puntaje mínimo, cuatro, pertenecían al pasado, o futuro, del sabó; no tenían otro origen más que las doscientas sesenta cartas ordenadas en el interior del sabó. Y la pila de cartas acomodadas bocarriba a un costado del sabó, estaba formada con las cartas que tenían su origen en el sabó, y que por un momento habían sido el pase, el presente absoluto y condensador, que mis ojos habían visto sobre la mesa. Una relación estrecha unía por lo tanto todos los estados.

Había también un caos preexistente, un caos coexistente, y un caos futuro. Los tres eran coexistentes, en acto o en potencia. El caos preexistente era coexistente con el ordenamiento sufrido por las cartas en el sabó, y se materializaba otra vez con el caos coexistente representado por las pilas de cartas apiladas bocarriba al costado del sabó, con el que era coexistente. Y ese caos sería sometido otra vez a una operación similar a la del origen, en la que los dos empleados mezclarían todas las cartas, las ordenarían en varias hileras de pilas parejas y las amontonarían finalmente en un solo mazo de doscientas sesenta cartas antes de meterlas en el sabó. El caos preexistente era presente en acto, ya que el ordenamiento del sabó había surgido de el. El caos futuro, en acto y en potencia, ya que se formaría del caos de las barajas apiladas bocarriba al costado del sabó y desde luego formaba en sí parte de él, ya que no podría surgir más que de él, y permanecería indiferenciado respecto de él. Permanecería indiferenciado también del caos preexistente, ya que el caos es de por sí indiferenciado, y en esencia, uno solo. Todos los caos eran también el caos futuro, y el ordenamiento del sabó, y el presente transitorio del pase formaban parte también del caos futuro, ya que iban a convertirse en el. Por otra parte, los tres caos, coexistentes entre sí, eran coexistentes con el ordenamiento del sabó, el presente del pase, y todos los entrecruzamientos de pasado y futuro que se condensaban en él.

Al recomenzar cada sabó, después de pasar por el caos de origen, en que las manos distraídas de lo- empleados dispersan las barajas en un montón sin sentido sobre la mesa, se produce un nuevo ordenamiento. Hay tantas posibilidades de ordenamiento como posibilidades de ordenación entre las doscientas sesenta barajas, partículas del caos de origen que se someten a un ordenamiento bajo las manos reflexivas de los empleados. A mi modo de ver ningún ordenamiento puede ser igual a otro, y si en dos de ellos las doscientas sesenta cartas estuviesen colocadas en el mismo orden, de todas maneras el ordenamiento no sería el mismo, por la siguiente razón: sería, de hecho, otro. Por otro lado, no parecería el mismo. No habría modo de verificarlo. La tarea de hacerlo desalentaría desde el principio, por su aridez y su inutilidad. Y al mismo tiempo, únicamente el ordenamiento inicial sería parecido al otro ordenamiento. Es decir, un trayecto o parte del proceso, se parecería a un trayecto o parte del proceso del ordenamiento anterior.

Porque los otros trayectos o partes, no serían iguales. Para que eso pudiese suceder, tendrían que producirse las siguientes semejanzas: primero, el modo de mezclar de los empleados tendría que ser exactamente el mismo de la vez anterior, y el proceso de ordenamiento debería producirse por las mismas vías. Un cinco de diamante que apareciese en el sabó entre un tres de diamante y un ocho de trébol, debería ir a ocupar su lugar siguiendo el mismo itinerario, pasando por encima de un cuatro de pique, un rey de diamantes, por debajo de una dama de trébol, entre un as de corazón y un dos de corazón, por ejemplo, que la vez anterior, cosa que, desde luego, es imposible de verificar.

Segundo: la opción de cada jugador de punto que recibe el cinco debería ser la misma en cada caso, en uno y otro ordenamiento. Teniendo en cuenta que hay jugadores que tienen como norma abstenerse, jugadores que tienen como norma pedir, jugadores que tienen corno norma pedir una vez sí y una vez no, y jugadores que tienen como norma seguir su pálpito en el momento de dar vuelta las cartas, la perspectiva de repetición se vuelve prácticamente imposible.

Tercero: la pila de cartas bocarriba amontonadas al costado del sabó tendría que ir acomodándose de la misma manera que la pila formada con los pases del ordenamiento anterior. Pero esa acomodación es inverificable, ya que nadie la controla.

De modo que en el juego de punto y banca la repetición es imposible.

En cuanto a las barajas, tienen también su particularidad. Son al mismo tiempo significantes e insignificantes, y no tienen siempre la misma significación. Podemos decir que su significación varía según el contexto en que aparecen. Las cartas son significantes en el anverso, e insignificantes en el reverso. El rayado del reverso, idéntico en todas, no tiene significación, o tiene por lo menos una sola: la de su insignificancia respecto de las significaciones del anverso. A su modo, la insignificancia del reverso es un signo.

En cuanto a la significación del anverso, es variable. Los distintos valores, uno, cuatro, nueve, seis, cero, adquieren significación distinta según estén colocados. Un as tiene una significación distinta según esté con un ocho, o con un nueve. Con un ocho, significa nueve, con un nueve, cero. Un cero, con un nueve, significa nueve, con un cero, cero. De algún modo, el cero es el número capital, no el nueve. Se trata del cero: se sabe que el nueve es nueve desde el punto de vista del cero: hay nueve cuando el nueve, por sucesivas adiciones, va colmando el cero del que ha partido. Y el nueve, por otra parte, está en el borde del cero. Después del nueve no hay nada salvo el cero; y el cero, después del nueve, opera una anulación total, de modo que es necesario comenzar a contar nuevamente.

Ejemplo: un siete y un seis, sumados, hacen normalmente trece. En el juego del punto y banca no hacen más que tres. Cuento: seis, siete, ocho, nueve. He sacado tres del siete, agregándolos al seis, y he hecho nueve. Después no sigue diez, sino cero. Cuando he llegado al punto máximo, nueve, se opera la aniquilación y caigo otra vez en el cero. He usado cuatro puntos del siete; me quedan tres. Estos tres comenzarán a contar a partir del cero y llegarán hasta tres, sin exceder uno solo. Toda la significación de los anversos significantes pasa entonces a través del significado principal, que es el cero. El cero es el número capital en el juego del punto y banca. Da origen al número máximo, que es el nueve: pero toda vez que los números excedan el nueve, deberán pasar otra vez por el cero, anulando lo que ya se ha consolidado, y volver a recomenzar.

En pocas palabras, éste es el aspecto objetivo del juego. El aspecto subjetivo tiene también su importancia. Pero antes falta describir el lugar en el que se juega.

Es una mesa larga, rectangular, con dos pequeñas con-

cavidades en el centro, una frente a la otra, ubicadas como dos paréntesis enfrentados por la parte convexa. Frente a cada una de esas concavidades, en sillas colocadas sobre tarimas, a una altura mayor que las de los jugadores, se sientan los empleados, uno frente al otro. El sabó se coloca en el centro de la mesa. En algunos lugares se lo hace girar, pasando a cada jugador en el momento de tirar la banca, y siguiendo al jugador que se halla inmediatamente a su derecha cuando la banca del jugador anterior termina. Aquí queda en el centro de la mesa y uno de los empleados distribuye las cartas, sacándolas del sabó. Saca primero una para el punto, después una para la banca, después otra para el punto, y después una segunda para la banca. El punto recibe sus dos cartas primero, desconociendo las cartas de la banca. Todo el juego transcurre sobre la mesa, alrededor de la cual, en todo su perímetro, se hallan sentados los jugadores. Todo lo que pasa en el exterior de la mesa, en el espacio que la desborda, no atañe al juego. Las cartas deben darse vuelta sobre la mesa. El lugar donde se juega es ése y ningún otro. En la ciudad, en la misma noche, funcionan ocho o diez mesas de punto y banca, en distintos lugares. Lo que ocurre en uno de los lugares, en una de las mesas, no significa nada para el otro. Cada lugar está, por así decirlo, cerrado en sí mismo. Aun cuando dos mesas estuviesen pegadas una a la otra, lo que ocurriese en una no significaría nada para la otra. A cada mesa corresponde un orden de acontecimientos diferentes, con distinto ritmo, distinta duración, distinto valor y distinto significado.

Una persona que pudiese observar tres mesas al mismo tiempo, advertiría esas diferencias de estado. Aun cuando las tres se iniciasen en el mismo momento y terminasen a la misma hora, su desarrollo sería diferente. Después del primer pase, se hallarían las tres en distintos momentos de desarrollo. En la primera la dilación de los jugadores por hacer las apuestas, estoy dando un ejemplo, retardaría algo el proceso. En la segunda, lo retardaría un empate. En la tercera, un juego rápido y un triunfo por lo que se llama clavada, es decir, que el punto o la banca reciban de entrada ocho o nueve, lo que no da derecho al competidor a recibir otra carta si su punto es menor, haría que cuando en la tercera mesa se está tirando ya el segundo pase, en la primera no ha empezado todavía a tirarse el primero y en la segunda se ha tirado un pase de empate que obligará a los jugadores a replantear su apuesta.

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