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Si yo estuviese jugando en dos mesas diferentes, a punto, por ejemplo, la cifra recibida en una de las mesas no tendría ningún valor en la otra, y viceversa. Por lo tanto, vistas desde el exterior, desde el espacio en el cual ya no rigen las leyes de la mesa, las significaciones internas se borran por completo.

Por otra parte, la mesa, si bien tiene todo el aspecto de una mesa de juego, fácilmente reconocible desde el exterior, no significa nada y en ella no pasa nada mientras el sabó no haya sido acomodado según el proceso que ya he descripto. Mientras las cartas no salgan del sabó y muestren su significado, en la mesa no pasa nada. No hay nada que valga. Sin el brillo fugaz de las cartas al volverse, hacerse patentes en su significación y después desaparecer, la mesa está como ciega e inerte. De por sí no es nada. Está ahí, eso es todo.

Falta ahora la parte subjetiva del juego. Tiene sus complicaciones. La única relación real que existe es la relación del jugador con el pase, una vez que el pase ha sucedido. El resto es todo especulación.

Esta relación del jugador con el pase tiene dos fases: la hipótesis y la verificación. La verificación es siempre posterior a la hipótesis. Digamos que en el nivel de las facultades humanas, la hipótesis corresponde a lo que se llama imaginación; la verificación, a lo que se llama percepción.

El jugador debe apostar según se lo indica su imaginación. Apuesta a la posibilidad de que lo que ha imaginado, que puede suceder, suceda. Percibe el pase en el momento de mostrarse, no en el de suceder. Porque una vez que las cartas han sido acomodadas en el sabó, el pase ya ha sucedido. Puede modificarse si en el transcurso de las jugadas anteriores el punto ha recibido cinco y ha pedido otra carta, pero esa modificación del ordenamiento interno del sabó es siempre anterior al momento en que el jugador lo percibe. Si el jugador observa que el punto ha pedido una carta al recibir el cinco, sabe que un cambio se ha producido, pero no sabe qué cambio.

La evidencia, por lo tanto, en el juego del punto y banca es un accesorio del acaecer, no el acaecer mismo. Es, además, subjetiva. El hecho se hace evidente para mí, pero no era menos real mientras permanecía oculto. El pase no cambia porque yo lo vea. Soy yo el que cambia. Cuando desaparece, volviendo a la pila indiferenciada acomodada a un costado del sabó, yo retengo su evidencia y también la evidencia de que había permanecido oculto y sin embargo era real por haber ya sucedido antes de que yo pudiese percibirlo. Manifiesta, entonces, una evidencia doble.

El jugador no puede percibir entonces más que el pase cuando se muestra. No puede, tampoco, hacer otra cosa que reconocer que lo único real para él es esa percepción tardía del acontecimiento. Pero el pase, no obstante, no vale nada para él en el momento de mostrarse. Es necesario que haga su apuesta a ciegas, o que invente un sistema de referencia para vertebrar en él cierto número de pases.

Durante el juego pueden suceder cosas muy diferentes, dentro de cierta rigidez absoluta de posibilidades. Ese esquema rígido, genérico, radica en que, en cada pase, no puede venir más que punto, banca, o un empate de punto y banca. Si viene el empate, el pase se tira de nuevo. Es como si no hubiese sucedido nada. En realidad, ha sucedido algo, pero yo hago como que no ha sucedido nada, simplemente porque nadie ha ganado ni perdido. Aquí se ve bien que el interés del jugador varía según los acontecimientos, y que el le asigna valor diferente a cada uno.

Las otras dos posibilidades que interesan al jugador son el punto y la banca. Apuesta a cualquiera de los dos1 según su interés. Juega, supongamos, mil pesos a punto. Si el punto alcanza la cifra más alta, gana. La cifra más alta es la que más se aleja del cero, o, por decirlo de un modo optimista, la que más se aproxima a nueve.

¿Que es lo que hace que un jugador apueste a una cosa y no a otra? Las razones que hacen que un jugador apueste a una cosa y no a otra, pueden ser de dos clases diferentes. Primero: razones irracionales. Segundo: razones racionales.

Pongamos mi caso: cuando hago una apuesta irracional significa que he hecho una apuesta fundándome en un pálpito de cualquier índole. Factores emocionales pueden incidir grandemente. No me gusta la cara del tipo que esta tirando la banca; juego, por lo tanto, a punto. Deseo fuertemente que salga la banca, y me siento seguro de que va a salir. Juego a banca. Le debo un favor al tipo que va a dar vuelta las cartas del punto. Eso hace que juegue a punto. Tengo la norma de que debe seguirse al ganador; el ganador ha tirado ya seis pases de banca. Corresponde, sostengo, jugar a banca, y juego a banca. Puede venir punto o banca, si descontamos el empate. No hay otra variante. Mi emoción ha predominado en las razones de mi apuesta. He hecho por lo tanto una apuesta irracional.

Pasemos ahora a las razones racionales. Establezco un esquema ideal de acontecimientos; si salió punto, seguirá saliendo punto. Debo apostar a la seguidilla de puntos. De salir banca, apuesto a la seguidilla de banca. Si sale un punto y una banca, un punto y una banca, etcétera, apuesto al juego llamado uno y uno, y juego alternativamente a punto y banca. Si observo que están saliendo dos puntos y dos bancas, juego dos veces a punto, y después dos veces a banca, y así sucesivamente.

Hay una segunda razón racional que me hace apostar, por ejemplo, a banca. Cuando han salido, supongamos, diez puntos seguidos, la lógica me hace suponer que corresponde que venga banca. Tiene ya más posibilidades el punto que la banca, porque en el pasado, la abrumadora mayoría de los casos ha demostrado que hay un límite para las seguidillas. Entonces, después del décimo pase de punto, juego a banca.

Siempre, mi referencia es el pasado. Cada jugada, sin embargo, preparada en el borde del futuro, sale hacia el pasado, atravesando la evidencia fugaz del presente. Cada presente es único. Ningún presente se repite; puede, a lo sumo, parecerse a algún otro presente ya confinado en el pasado, tener alguna semejanza con él. Creemos que porque en el pase anterior la banca le ganó al punto por nueve a seis, en este pase va a ocurrir lo mismo. Porque han salido ya veinte puntos; y tenemos la experiencia de que en el pasado jamás ha habido una seguidilla de puntos tan grande, que en el pasado siempre las seguidillas de punto son cortadas en una cifra prudencial por la aparición de una banca, en esta seguidilla de puntos, donde se han dado ya veinte, cifra completamente loca, una banca prudencial va a aparecer a tiempo para cortar la seguidilla.

Porque se han dado ya dos bancas, nuestra lógica nos dice que tiene, necesariamente, que darse una tercera. Porque ha habido cuatro pases de uno y uno, estamos seguros de que tiene que haber cuatro más.

Estas son las razones racionales por las que juego al punto y banca. Pero ya sabemos que la repetición no existe. Existe, a lo sumo, el parecido, la semejanza. Y de este modo, después de veinte puntos seguidos, pueden salir veinte más, treinta, cincuenta, mil, un millón mas de pases de punto. Puede suceder que diez generaciones de jugadores atónitos contemplen, transmitiéndose el fenómeno de padres a hijos, una seguidilla de puntos que dure mil años. Eso no impedirá que el jugador racional siga jugando a banca. Y puede suceder, también, que después de la seguidilla de un millón de pases de punto el jugador racional aprenda por fin y aproveche su experiencia, jugando a punto, y aparezca el pase de banca prudencial que han venido esperando diez generaciones.

En el juego de uno y uno jugaré a punto, después que ha salido banca, y a banca, después que ha salido punto. Eso no significa que no pueda venir banca después de banca, y punto después de punto. Al darme vuelta, viendo que el juego de punto se repite, jugaré a punto, lo cual no impide que aparezca otra vez la banca, reiniciándose otra vez el uno y uno. Que yo pueda seguir un juego durante diez pases, no significa que el pasado se esté repitiendo, sino que mi gesto, simplemente, ha coincidido con la realidad. Como cuando disparo un tiro al aire sin levantar la cabeza, y cae un pato salvaje.

Lo antedicho demuestra que, en el juego de punto y banca, todas las razones que rigen mis apuestas, tanto las racionales como las irracionales, son irracionales.

La singularidad de este juego reside en que se trata de un juego de naturaleza compleja que me impide desde todo punto de vista una conducta racional, un juego en cuyo interior, un espacio limitado, debo moverme con los manotazos de ciego de mi imaginación y mi emoción y en el que la única certeza que puedo verificar por medio de mis sentidos, se presenta ante mis ojos con un relumbrón rápido, cuando ya no me sirve porque he debido apostar a ciegas, y enseguida desaparece.

De esta manera, todas las apuestas, al punto y banca, son apuestas desesperadas. La esperanza es un accesorio edificante, pero inútil.

En su esfera, la experiencia no se capitaliza. Cada destello de evidencia está separado de cada destello de evidencia por un abismo, y la relación que existe entre ellos permanece fuera del alcance de nuestro conocimiento. No quiero decir que no haya una relación, sino sencillamente que no podemos conocerla. Digo que toda apuesta es desesperada, porque apostamos por un solo motivo: para ver. Dejamos en el lugar en que el espectáculo se manifiesta todo lo que tenemos porque, aunque ya no nos sirve, tenemos curiosidad por saber cómo era, qué había oculto detrás en el momento en que apostamos. Si la realidad coincide con nuestra imaginación, tenemos como premio un montón de excremento: dinero. No es raro que al salir de un pozo ciego traigamos con nosotros, adheridos a nuestra ropa de exploradores, cuajarones de mierda.

El primero de marzo llamé a Delicia al escritorio. Le dije que iba a pagarle la mensualidad. No dijo nada. Recogió los billetes de sobre el escritorio y se fue para la cocina. No hacía ni dos meses que había cumplido los quince años. Ahora tenía que usar unas blusas más amplias en la parte delantera y debajo de la espalda la pollera se le combaba. Me quedé hasta el anochecer en el escritorio, escribiendo mi séptimo ensayo: Sivana y la ciencia moderna: ¿conocimiento puro o compromiso? Al anochecer salí y me fui para la cocina.

Hacía calor. Delicia había terminado la limpieza y miraba el patio trasero a través de la puerta de tela metálica. Me preguntó si quería comer algo y le dije que era demasiado temprano. Después le pregunté si tenía en vista en qué iba a gastar su mensualidad. Me dijo en nada. Delicia, le dije entonces. ¿Me harías el favor de prestarme esos tres mil pesos hasta mañana? No dijo una palabra, fue hasta la pieza que ocupaba en la planta alta, un altillo, y volvió con una lata de té. Se paró al lado del fogón y la abrió.

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