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Había un montón de billetes de mil adentro. Los contó, uno por uno, estirándolos, porque algunos estaban enrollados y otros hechos una pelota. Los fue amontonando en una pila y después los volvió a contar, humedeciéndose previamente el índice y el pulgar con la punta de la lengua. Eran cincuenta y cuatro mil pesos. Había trabajado durante dieciocho meses sin gastar un solo centavo. Se vestía con la ropa vieja de mi mujer que había quedado en el ropero desde el día de su muerte, sin que yo la hubiese siquiera tocado. Supuse que tendría puestos sus corpiños y sus calzones.

Me extendió el montón de billetes de mil y me dijo que podía usar lo que necesitara. Le pregunté cómo se las había arreglado durante dos años para vivir sin gastar ni siquiera diez centavos, y ella me contestó que no era así, que ella se había traído setecientos pesos que le habían quedado de un empleo anterior que había tenido. Después hice memoria y me acordé que en esos dieciocho meses no se había enfermado, no había salido más que hasta el mercadito de la esquina a hacer las compras, no había hablado con nadie que no fuese yo, salvo el carnicero o el panadero, y no había escuchado la radio o leído una revista (no sabía leer) ni había hecho otra cosa que no fuese limpiar la casa durante el día y pararse a mirar el patio trasero por la ventana de la cocina al atardecer. Le pregunté si no necesitaba la plata y me dijo que no. Entonces le dije que con diez mil pesos me alcanzaba y le devolví el resto. Me dio la caja con todo el dinero y me dijo que yo la guardara en el escritorio y que fuese poniendo allí todos los meses los tres mil pesos de su sueldo.

Después me dio de comer. No cruzamos una palabra durante la comida. Cuando me levanté, pasé al lado de ella y le acaricié la cabeza. Está en mi casa la más hermosa de todas las criaturas, le dije, y me fui para la partida.

Perdí los diez mil pesos, y diez mil más que prometí pagar al otro día. Me levanté a las dos de la tarde y fui derecho para el estudio, leí una historieta completa del Capitán Marvel, tildé los cuadros más importantes, y después me puse a escribir. Hacía todavía más calor que el día anterior. Sentía los párpados pesados, y la camisa hecha sopa, pegada a la espalda. Me quedé dormido sobre el escritorio. Cuando me desperté estaba anocheciendo. Fui y me di un baño y después me dirigí a la cocina. Delicia estaba sentada frente a la puerta de tela metálica. Miraba las manchas oscuras en el mosaico de la galería, las manchas que ni siquiera ella había podido borrar y eran la huella imperecedera de los gallos pardos de mi abuelo.

Delicia, le dije. He decidido enseñarte a leer y escribir. Todos los días a esta hora, vamos a dar una clase de lectura y escritura. ¿Te parece bien? Me dijo que le parecía bien. De acuerdo, Delicia, le dije. Manos a la obra, entonces. Fui al escritorio, traje un cuaderno y unos lápices, y los puse delante de ella. Tuve que enseñarle como se agarraba el lápiz. Con letra grande y muy prolija dibujé, más que escribí, el abecedario completo. Delicia miraba los trazos que yo iba dejando grabados sobre el papel rayado. Después hice una línea de separación debajo, y, dejando un renglón, dibujé la letra a. Ésta es la letra a, le dije. Llena ahora dos renglones con la letra a. Mientras tanto, dijo Delicia, vaya y aféitese.

Hacía tres días que no me afeitaba. Fui y me afeité. Cuando volví, Delicia había llenado dos renglones con la letra a. Algunas eran irreconocibles. Nadie hubiese dicho que algunas de ellas eran la letra a. No parecían la letra a de ningún modo. Después dibujé la letra b. Ésta es la letra b, le dije a Delicia. Llena ahora dos renglones con esta letra. Delicia se inclinó hacia el cuaderno y comenzó a dibujar, con gran aplicación y cuidado, la letra b. He sabido jugar cincuenta mil a una carta, y eran los últimos cincuenta mil que tenía. Y no deseé tan fuertemente que viniera mi carta como estaba deseando en ese momento que Delicia pudiese dibujar la letra b. Sacaba la lengua y se la mordía, y estaba tan inclinada sobre el cuaderno que pensé que en un momento dado su cara iba a chocar contra la hoja llena de garabatos. Por fin dibujó la primera. Debe haber demorado lo menos un minuto para hacerlo. Un minuto o más. Pero por fin la escribió. Y después se puso a llenar dos renglones con la letra b. Pensé que tenía tiempo de ir a darme un paseo por la otra punta de la ciudad y volver al otro día, y la iba a encontrar todavía llenando los dos renglones con la letra b.

Después le dije que por ese día bastaba y que me diera de comer. Durante la comida me preguntó sí no iba a darle deberes, de modo que cuando terminé de comer dibujé la letra c, dejé dos renglones en blanco y dibujé la letra d. Le dije que me llenara dos renglones de cada una para el otro día.

Fui al escritorio, saqué los cuarenta y cuatro mil pesos que quedaban, y me fui a jugar. Pagué los diez mil pesos que debía y perdí los otros treinta y cuatro mil. Esa noche no tuve crédito, así que me volví temprano y me fui a la cama. Al otro día temprano, salí al centro y gestioné una hipoteca sobre la casa. Cuando salí de la Inmobiliaria, encontré a Carlos Tomatis en la esquina del Banco Provincial. Estaba hablando con un vendedor de lotería. Me dio la mano y me preguntó si no jugaba a la lotería, y le dije que no jugaba contra Dios.

Estás cada día más flaco, Sergio, me dijo.

Le dije que podía tratarse de una opinión subjetiva de él, porque yo lo encontraba cada día más gordo.

Dijo que era posible. Después dijo que Dios no tenía nada que ver con el azar, que el Nuevo Testamento decía que Dios era capaz de ver hasta el último de los cabellos del último de los hombres. Y dijo que no uno por vez sino todos al mismo tiempo, y al mismo tiempo, uno por vez. Dije que todo eso era francamente aterrorizador, que no podía concebir que Dios lo estuviese vigilando tan al detalle. Pero que de todos modos, Dios tenía la pequeña desventaja de no poder jugar a la lotería. Vengo siguiendo el dos cuarenta y cinco desde hace un año, dijo después.

Yo le dije que por mi parte estaba fundido. Y que acababa de hipotecar mi casa.

Ideal para tirarte la manga, dijo Tomatis.

Después fuimos a un café a tomar un aperitivo. Tomatis insistió en ir al bar de la galería, así que caminamos hasta allá. Doblamos por San Martín y le dimos para el norte. El reino del azar es el reino del demonio, Sergio, hay que convencerse, me dijo Tomatis durante el trayecto.

Sergio. Es extraño, dije yo. Hace meses que nadie me llama Sergio.

Deberíamos vernos más seguido, dijo Tomatis.

En el bar de la galería me preguntó si había vuelto a escribir algún ensayo.

Estoy escribiendo uno, justamente, dije yo. Le conté de mi trabajo sobre Sivana. Tomatis sostuvo la tesis de que al lado de Sivana el Capitán Marvel era un personaje secundario. Que ya Superman había agotado la línea.

Le respondí que en parte tenía razón, y en parte estaba equivocado. Le dije que si analizábamos la cuestión desde el punto de vista ideológico, él podía tener razón pero que, de algún modo, los poderes de Superman, tenían un no sé qué de antihumanos. El hecho de que él venga de Cripton ya lo convierte en sapo de otro pozo. Cierra la puerta a las posibilidades humanas de cambio, dije yo. El Capitán Marvel, en cambio, se vale de la palabra. Es la apoteosis del poder de la palabra. Es la palabra mágica, Shazam, la que permite el alcance de los poderes. Está bien que la palabra Shazam no significa nada. Pero desde el punto de vista del comienzo del lenguaje, ninguna palabra significa nada. Shazam es al mismo tiempo una palabra mágica, y todas las palabras. En ese sentido, el Capitán Marvel es un personaje simbólico.

¿Y qué pasa con Sivana?, dijo Tomatis.

Sivana representa la ciencia moderna. El ansia de poder disimulada detrás del cuento de la ciencia pura, dije yo. Yo pongo en el título del ensayo un interrogante: ¿ciencia pura o compromiso? La tesis del ensayo es que Sivana simula estar por la ciencia pura, pero que estar por la ciencia pura es un compromiso, y un compromiso activo. Se trata de una coartada ideológica.

Inteligente. Mucho, dijo Tomatis. Después agregó que estaba citando.

Tomamos un aperitivo, y después otro. Después de pagar los aperitivos, Tomatís sacó del bolsillo un billete de cinco mil pesos y me lo extendió. Me dijo que era a cuenta de lo que me debía, pero, que yo supiese, no me debía nada.

Nos separamos e-n la esquina de Casa Escassany, justo cuando el reloj daba la una. Le dije que me llamara por teléfono una de esas tardes, que cuando tuviese listo el ensayo se lo iba a leer. Me contestó que iba a llamarme y se fue para el diario.

Hacía todavía más calor que los días anteriores. Había un sol matador. Las hileras de casas no proyectaban un centímetro de sombra. Compré unas uvas en una verdulería y me fui para mi casa. Cuando llegué Delicia me preguntó si quería comer y yo le dije que para eso llevaba las uvas. Las puse en el congelador de la heladera para que se pusiesen bien frías, me lavé la cara, y me fui para el escritorio. Estuve unos diez minutos releyendo unas tiras de Superman, porque la conversación con Tomatis me había dejado algunas dudas. Después llame a Delicia. Cuando entró, le dije que se sentara. Sentía que mi cara ardía, y no del calor.

Delicia, le dije. He estado jugando con tus cincuenta y cuatro mil pesos, y los he perdido.

Delicia permaneció callada. Me pareció notar una expresión de extrañeza en su rostro. Pensé que ella no sabía que yo jugaba, y que debí habérselo dicho antes de pedirle prestado. Pero no dijo ni una palabra.

Sí, Delicia, dije yo. Perdí todo, hasta el último centavo.

Ha tenido mala suerte, dijo Delicia.

Muy mala suerte,?, dije yo.

¿Y ahora no tiene más nada para jugar?, dijo Delicia. Tengo cinco mil pesos, dije yo. Me los ha prestado un amigo. Pero no pienso jugarlos sino ponerlos en tu caja de ahorros.

Abrí la caja, saqué el billete del bolsillo, y lo dejé caer en el interior de la caja. Después cerré la caja. No los guarde, dijo Delicia. Juéguelos.

¿Que juegue los cinco mil pesos, después de haber perdido todos tus ahorros?, dije yo.

Si se los di es porque pensé que me los pedía para jugarlos, dijo Delicia.

Así que ella sabía que yo jugaba. Debió haber escuchado alguna conversación telefónica, porque, que yo supiese, desde que ella entró a trabajar, nadie había pisado mi casa. Había limpiado mi casa enteramente, salvo las manchas oscuras de los gallos pardos de mi abuelo, imborrables, cobrando la mísera suma de tres mil pesos mensuales, sin gastar un centavo durante dieciocho meses, y después me había dado todos sus ahorros para que yo los perdiera en dos horas. Me levanté y le di un beso en la frente.

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