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Que Dios te bendiga, le dije. Que Dios bendiga cada uno de tus cabellos y te tenga en la gloria, por toda la eternidad.

Delicia se echó a reír y después dijo que se iba a dormir la siesta. Le dije que comiera unas uvas, que las había comprado para ella, y que no lustrara la chapa de la puerta, que no valía la pena.

Es trabajo inútil, le dije.

Delicia dijo que no era inútil que todo estuviese limpio y después se fue. Oí el ruido de la puerta de la heladera, al abrirse, y después al cerrarse. Me puse a trabajar. Leí otra vez toda la tira de Superman, y releí los cuadros tildados del Capitán Marvel. Después rebusqué en el archivo y saqué una tira completa de Mary Marvel. Trasladada a un personaje femenino, la historia no tenía ningún atractivo. Mary Marvel no inspiraba ningún respeto, con su aire de universitaria norteamericana. La sospechaba machorra. Después me pregunté si Clark Kent y Luisa Lane se acostarían juntos. Me pregunté por la sexualidad de Superman, durante horas sin llegar a ninguna conclusión. Se veía que Clark sentía afecto por Luisa, pero no pude apreciar si ese afecto llegaba a ser atracción sexual. Al fin, sin saber por qué, me expedí por la negativa.

A las cinco, Delicia me trajo mate amargo. Sabía que yo tomaba mate a esa hora, pero nunca me había traído. Tomé el primero y le dije que me había retrasado tres días en enviar la carta bimensual a su madre, de modo que le pregunté si quería mandar a decir algo. Supuse que los últimos acontecimientos podían variar su mensaje, que durante los dieciocho meses había sido: Que estoy bien, pero me dijo exactamente lo mismo. Después le dije que me dejara la pava y el mate y escribí durante una hora.

Al anochecer nos ocupamos de la letra e y de la f. Ahora, Delicia escribía un poco más rápidamente, y los renglones de letras iban haciéndose más parejos y las letras más parecidas unas a otras. Después comí y me fui a jugar.

Llevaba el billete de cinco mil pesos hecho una pelota en el bolsillo del pantalón. Cuando llegué a la partida, acababa de comenzar. Un montón de jugadores parados se inclinaban hacia la mesa por encima de las cabezas de los jugadores sentados en primera fila. Me hice lugar detrás de uno de los empleados y me puse a contemplar la partida. Por las dudas, miré el cartón de anotaciones del jugador que se hallaba sentado a la izquierda del empleado. Acababan de salir dos bancas. Pensé que tenía que salir banca otra vez, pero me abstuve de jugar, y vino punto. Apreté el billete en el interior del pantalón y lo hice una pelota todavía más compacta y achatada. Mi mano sudaba, y la consistencia dura del billete, crocante, iba desapareciendo para convertirse en una cosa blanda y húmeda.

Pensé que si hacía diferencia a mi favor con los cinco mil pesos, iba a anular la hipoteca.

En el próximo pase vino la banca. La razón me dijo lo siguiente: se ha declarado un juego de dos pases de banca y uno de punto. Tiene que venir una banca más para que después venga el punto. Si viene la banca en el próximo pase, entonces, en el siguiente, corresponde jugar a punto.

Cuando vino la banca, tal como yo lo había calculado, cambié el billete de cinco mil por cinco fichas rojas de mil pesos. Puse tres a punto, y vino una tercera banca.

Por lo tanto, el juego de dos bancas, un punto, se había quebrado en favor de la banca. Puse las dos fichas de mil pesos a banca, y vino banca. Cobré los cuatro mil y esperé.

Vinieron otras dos bancas. Se habían dado, por lo tanto, seis bancas. Eran demasiado bancas. A mi juicio, correspondía jugar a punto. Por lo tanto, jugué los cuatro mil pesos a punto, y vino punto, de modo que cobré los ocho mil.

El próximo fue un empate de seis. La tradición dice que después del empate de seis, viene banca. Jugué cinco mil a banca. No vino banca, sino un empate de siete, y como la tradición dice que después del empate de siete no viene banca, sino punto, retiré lo que había puesto a banca, y los puse a punto. Vino banca.

Después jugué los tres mil pesos a banca, y vino banca, y enseguida jugué cinco mil a banca y vino otra vez banca. Tenía en la mano una ficha amarilla, ovalada, de cinco mil pesos, y seis fichas rojas rectangulares de mil pesos. Fui hasta el bar, tomé una taza de té, y volví a la mesa diez minutos más tarde. Me abrí paso entre los tipos parados alrededor de la mesa y me ubiqué otra vez detrás del empleado, inclinándome hacia la mesa por encima de su hombro izquierdo.

Ni siquiera miré el cartón del tipo que estaba sentado a la izquierda del empleado. Ahora tengo que jugar a punto, pensé. Jugué los once mil pesos a punto. Vino punto. El empleado me entregó una ficha rectangular, verde, que tenía grabada en el centro la cifra de diez mil, en números dorados. Me dio además una ficha ovalada de color amarillo y siete rectángulos rojos.

Si llego a treinta mil, pensé, anulo la hipoteca de la casa

Ahora tenía que venir punto otra vez. Algo me decía en el corazón que iba a venir punto por segunda vez, jugué ocho mil, entregándole al empleado la ficha amarilla, de forma ovalada, y tres fichas rectangulares de color rojo. Si viene punto, pensé mientras se las daba, hago con estos ocho treinta mil, y anulo la hipoteca de la casa. Algo volvía a decirme en el corazón que iba a haber un tercer punto. No es nada más que un tercer punto, no es demasiado pedir que venga. Hubo un empate de ocho, y después vino punto. Durante el empate pensé retirar las fichas que había puesto, pero algo me dijo que tenía que tener paciencia, y confiar. El empleado me dio una ficha verde, rectangular, con el número diez mil grabado en cifras doradas, una ficha amarilla ovalada, y un rectángulo rojizo. Yo tenía en la mano dos fichas con la cifra grabada en dorado, una ovalada amarilla, y cinco rectángulos rojizos. Me alejé de la mesa y me fui para el bar. Tomé una segunda taza de té. Saqué una ficha de mil del bolsillo del pantalón y pagué el té. Recibí el cambio en efectivo y me lo guardé en el otro bolsillo.

Sentía la camisa pegada a la espalda, y toda la cara húmeda. Cuando me incliné hacia la taza de té, una gota de sudor cayó de mi frente y se diluyó en el té. Cuando terminé de tomar el té, sudándolo en el acto, de modo que el sudor me corría por toda la cara y toda la camisa estaba hecha sopa, cuando dejé la taza vacía sobre la mesa y me entretuve un momento mirando las figuras extrañas que formaban las hojas en el fondo de la taza, ya había tomado una decisión, de modo que volví a la mesa de juego.

Hablan de vicios solitarios, y de vicios que no lo son. Todos los vicios son solitarios. Todos los vicios necesitan de la soledad para ser ejercidos. Asaltan en soledad. Y al mismo tiempo, son también un pretexto para la soledad. No digo que un vicio sea malo. Nunca puede ser tan malo como una virtud, trabajo, castidad, obediencia, etcétera. Digo sencillamente cómo es y de qué se trata.

Llegué a la mesa exactamente en el momento en que el tipo sentado a la izquierda del empleado se levantaba dejando la silla libre y haciendo una pelota con su cartón de anotaciones. Me senté en su lugar, saqué las fichas del bolsillo y las puse sobre el paño, contra el borde de la mesa. Las coloqué en orden: primero, apoyándose en el borde, una de diez mil, después la otra, después la ovalada de cinco mil y después los cuatro rectángulos rojizos. El empleado me dijo que era mi turno para la banca. Puse el óvalo amarillo. Mi plan era dejar en el casillero de la banca el óvalo amarillo hasta que se pudriera. Significaba que, después del primer pase, habría diez mil pesos, después del segundo, veinte, después del tercero, cuarenta, después del cuarto, ochenta, después del quinto, ciento sesenta, y así sucesivamente.

Cuando el punto dio vuelta las cartas, se vio que era un rey de diamante y una dama de trébol. Vale decir que tenía cero. Di vuelta las mías, y se vieron un ocho de corazones y un cuatro de diamante. Por lo tanto tenía dos, dos veces más que cero. Le dieron una tercera carta al punto, y se vio que era un as.

Yo le llevaba mil metros de ventaja. Con todas las cartas del mazo ganaba, salvo el nueve, con el que empataba, y el ocho, con el que hacía cero (dos más ocho, cero). Me dieron el ocho. Así que la banca pasó al próximo jugador, el tipo que estaba a la derecha de! empleado. Tengo que llegar otra vez a treinta mil, pensé, para anular mañana la hipoteca de la casa.

Erré cuatro paradas seguidas de cinco mil: en la primera, jugué a banca y vino punto, en la segunda volví a jugar a banca y volvió a venir punto, en la tercera, jugué a punto y vino banca, y en la cuarta jugué a banca, me arrepentí porque hubo un empate de siete, lo cual marcaba la posibilidad de que viniese punto, retiré la ficha de banca, la puse a punto, y vino banca.

Estaba sudando tanto, que en las orejas sentía unas gotas de sudor que vistas desde fuera debían parecer lágrimas. De vez en cuando, unas gotas caían sobre el paño y dejaban un redondel húmedo que después se evaporaba. Los cuatro últimos rectángulos rojizos no habían quedado apilados contra el borde de la mesa sino desparramados sobre el paño. Yo los juntaba, sin mirarlos, y los volvía a desparramar. No los miraba. Con los dedos de la mano izquierda realizaba la misma operación una y otra vez. Por fin me separé de ellos, apilándolos prolijamente y haciéndolos deslizar por el paño hasta las manos del empleado. A punto, dije.

Y vino banca. Pensé en la caja de té de Delicia, donde había estado guardando sus ahorros de dieciocho meses y decidí que no había la menor diferencia entre su conducta y la mía. Era exactamente lo mismo. Únicamente que uno lo cambiaba por unas figuras geométricas de nácar, de todos colores, y la otra los guardaba en una caja de tata. Me levanté, crucé la sala en dirección a la salida. En la escalera metí la mano en el bolsillo del pantalón y palpé los billetes que me habían dado como cambio de la ficha de mil. Me detuve en medio de la escalera, saqué los billetes del bolsillo, y los conté. Había novecientos cincuenta pesos. Todavía quedaban unas monedas en el bolsillo; eran todas de diez, y sumaban sesenta pesos. Tenía en total mil diez pesos. Así que volví a subir las escaleras. Fui directamente a la caja y cambié los mil pesos, entregando los novecientos cincuenta pesos en billetes y las cinco monedas de diez. Pedí fichas de quinientos. El cajero me dio dos redondeles plateados, del tamaño de monedas de veinticinco pesos. Ese plateado era un lujo, porque eran charamusca. Pura vistosidad. Por cabala, las guardé en el bolsillo superior de la camisa, en vez de guardarlas en el bolsillo del pantalón, como había hecho con las otras. Mi corazón golpeaba tan fuerte, que mientras caminaba hacia la mesa pensé que al dar sobre las fichas, que estaban en el bolsillo izquierdo, iba a hacerlas tintinear. Al primer pase ya no hubo peligro de que tintinearan, porque quedó una sola. Di la vuelta y me ubiqué detrás del empleado, jugando por encima de su hombro izquierdo. De modo que estaba exactamente en el punto opuesto del que había estado un rato antes.

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