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Durante cinco o seis pases no jugué ni a punto ni a banca. No jugué a nada. Ni siquiera miré qué estaba pasando con las barajas. Me limité a esperar mi pálpito. Dejo que mi mente se vacíe, de todo, abro el tapón y dejo que todo se vaya al resumidero. Todo: recuerdos, deseos, cálculos, razones. Todo por el resumidero al pozo negro, de modo que la mente quede vacía como la hoja vacía en la que Delicia escribió su primera letra. Únicamente que el pálpito se escribe a sí mismo, se graba con letras de fuego capaces de horadar la roca, en el vacío de la mente. Si uno sabe vaciar la mente del todo, y sobre todo no engañarse, y sentirse capaz de esperar, el pálpito llega. Al llegar, dijo banca, así que saqué el redondel plateado del bolsillo de la camisa y le dije al empleado que lo jugara a banca. Recibí dos redondeles plateados y enseguida volví a jugarlos a banca; me devolvieron dos rectángulos rojos. Después jugué uno a banca y me devolvieron dos. Jugué dos, y me devolvieron cuatro. Tenía por lo tanto cinco rectángulos rojos. Iba a jugarlos, y en ese momento se cortó la luz.

Hicimos cola en la caja, y cambiamos nuestras fichas a la luz de un sol de noche. Recibí un billete de cinco mil pesos, tan arrugado y húmedo que pensé que era el mismo que yo había cambiado por fichas al llegar. Después bajé las escaleras, guiado por la linterna de un empleado, y salí a la calle. Atravesé la ciudad oscura y me fui a dormir, alumbrándome con fósforos para abrir la puerta de calle y encontrar mi dormitorio.

Al otro día me despertó Delicia golpeándome la puerta y diciendo que me llamaban por teléfono. Debía hacer seis meses que no recibía una llamada. Y creo que la última, seis meses antes, había sido un tipo que se había equivocado de número. Era Marquitos Rosemberg. Me dijo que quería hablar conmigo esa misma mañana. Le dije que se viniera para mi casa, colgué, y me di un baño. Hacía todavía más calor que los tres días anteriores.

Marquitos llegó media hora después, cuando yo estaba comiéndome las últimas uvas que habían quedado del día anterior. Estaba en mangas de camisa y traía un portafolios negro en la mano. Me di cuenta de que venía de Tribunales. En la Inmobiliaria me habían pedido referencias y yo había dado su nombre. Hacía tres años que no lo veía, y vivía a ocho cuadras de mi casa. La última vez nos habíamos encontrado de pasada, en la calle. Él iba por una vereda y yo por la otra, en dirección contraria. Nos saludamos sonriendo y alzando la mano. Eso había sido todo.

Lo llevé a mi escritorio y le alcancé unas uvas en un plato. No eran más de cinco o seis, y me privé de ellas para ofrecérselas. Marquitos fue tragándoselas una a una, escupiendo la cáscara y las semillas en el plato. Yo tenía en el bolsillo del pantalón el billete de cinco mil, hecho una pelota húmeda.

Así que vas a hipotecar la casa, dijo Marquitos, cuando terminó la última uva.

Le dije que efectivamente, así era.

Prueba de que estás muy mal, dijo Marquitos.

Le contesté que sí, que estaba muy mal. Que nunca, que yo recordase, había estado peor. Pero que no sabía de nadie que estuviese mejor que yo a menos que se hubiese vuelto loco, o acabara de morir. Después llamé a Delicia y le dije que, si tenía tiempo, nos hiciera café.

Marquitos me dijo que iba a tratar de encontrar algún medio de ayudarme. Le contesté que el único medio de ayudarme era darme medio millón de pesos.

¿Medio millón?, dijo Marquitos. Abrió los ojos y se inclinó hacía adelante. El sillón crujió.

Medio millón, sí, dije yo. Mi casa está en el centro, es nueva, y tiene dos plantas. Vale cinco millones de pesos, o más. La pongo de garantía. Quiero medio millón de pesos, y todo arreglado.

Medio millón de pesos, dijo Marquitos. ¿Para qué querés medio millón de pesos, Sergio?

Para jugar al punto y banca, dije yo. Marquitos se apoltronó en el sillón y se echó a reír. Como chiste, dijo, es de gusto dudoso. Será de gusto dudoso, dije yo, pero no es un chiste. He dicho que quiero medio millón de pesos para jugar a punto y banca y no lo he dicho por hacer un chiste. Desde luego, dijo Marquitos.

Me he jugado hasta los ahorros de dieciocho meses de mi sirvienta, dije yo.

No pretenderás que te haga un cheque por medio millón de pesos para que vayas a jugarlo. Ni que dé buenas referencias tuyas para que hipoteques tu casa, dijo Marcos.

No pretendo nada, dije yo. Estoy llegando a los cuarenta años. No tengo hijos ni parientes de ninguna clase. Vivo en una propiedad que no he robado con argucias a ninguna anciana paralítica incapaz de defenderse. ¿Soy o no dueño de hipotecarla, si se me da la gana?

Dueño, absolutamente, dijo Marquitos. Muy bien, dije yo. ¿Qué pasa entonces? El juego es autodestrucción, dijo Marquitos. Le dije que no había dado su nombre como referencia para que viniera a mi casa a mostrarme los progresos que había hecho en el Ejército de Salvación. Después entró Delicia con los cafés. Marquitos la miró. No le sacó la vista de encima hasta que desapareció de la habitación.

Te has jugado los ahorros de esa criatura, dijo después, mirándome.

Ella misma me los dio para que los jugara, dije yo.

La habrás engañado de alguna manera, dijo Marquitos.

No la engañé, dije yo. fui honradamente y le pedí que me prestara tres mil pesos y ella me dio todo lo que tenía diciéndome que hiciera lo que quisiese y que yo mismo se los guardara.

Marquitos se limitó a sacudir la cabeza y a echarle azúcar a su café. Durante algunos minutos no dijimos una palabra. Después lo miré a la cara.

¿Vas a dar o no esas referencias?, le dije.

Sí, dijo Marquitos, voy a darlas.

Después abrió el portafolios. Sacó el talonario de cheques.

No quiero nada, dije yo. Sos el segundo tipo que quiere darme plata en dos días, aparte de Delicia. Y no insistas, porque no puedo darme el lujo de vacilar demasiado en recibirlo.

Pequeño burgués podrido, dijo Marquitos.

Es mejor un pequeño burgués podrido que un pequeño burgués sano, dije yo. Es mejor una manzana podrida, que una sana, porque la manzana podrida está más cerca de la verdad que la manzana sana. La manzana podrida es un espejo en el que pueden mirarse un millón de generaciones antes de reventar.

Aforismo que no te honra, dijo Marquitos.

Probablemente, dije yo.

Después le dije que necesitaba que la hipoteca se arreglara lo antes posible. Me preguntó si estaban todos los papeles en regla y le respondí que sí.

Supongo que como todo jugador, tendrás la ilusión de algún método seguro para ganar, dijo Marquitos.

No tengo ningún método seguro para ganar, dije yo. Tengo incluso certeza de que voy a perder. Pero quiero jugar. Si tuviese algún método seguro para ganar, no jugaría más.

No entiendo nada, dijo Marquitos.

No juego para ganar. Mientras tenga para comer y pagar la luz, me alcanza y sobra. Y así tenga que alumbrarme a vela y comer una vez a la semana, voy a seguir jugando. El finado mi abuelo sostenía que la única manera segura de ganar al poker era haciendo trampas. En eso se ve que era hombre de otra generación. Y sobre todo, que no le gustaba el juego. Yo jugaría incluso contra un tipo que me esté haciendo trampas, si la trampa que hace me permite alguna chance. He jugado al poker contra tres tipos que estaban en combinación y habían pasado un mazo de cartas marcadas, y les he ganado. No hay trampa que valga cuando un tipo tiene la suerte de su lado. Y yo he optado por considerar la trampa como un margen mayor de suerte contraria, nada más. Quiero ese medio millón de pesos para estar tranquilo al menos durante quince días y gozar del juego sin angustiarme a cada momento durante la partida pensando de dónde voy a sacar plata para jugar al otro día, si me secan. Si yo anduviese buscando un buen pasar no jugaría: me dedicaría al comercio o seguiría siendo penalista.

No creo que la cuestión de la hipoteca pueda arreglarse antes de quince días, dijo Marquitos. Y eso porque yo conozco muy bien a los tipos de la Inmobiliaria, y me deben favores.

Ya lo sé, dije yo. Por eso recurrí a ellos.

Voy a tratar de que salga lo antes posible, dijo Marquitos.

Te lo agradecería, dije yo.

Marquitos guardó el talonario de cheques, cerró el portafolios, y se paró. Yo también me paré. Estuvimos mirándonos unos segundos sin parpadear.

Sergio, dijo Marquitos. Tendríamos que vernos de vez en cuando. Tendríamos que salir a tomar una copa.

Nos aburriríamos, dije yo. Después traté de sonreír. Seguirás en el partido, supongo, dije.

Sigo, sí, dijo Marquitos.

Es un vicio, como cualquier otro, dije yo.

Marquitos volvió a sacudir la cabeza. Se dio vuelta y avanzó hacia la puerta. De pronto se detuvo, quedó un momento de espaldas, y volvió a mirarme. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Pensé que se debía al dolor, que tenía los ojos enrojecidos y sudaba. Pero no, estaba llorando. No propiamente llorando, sino con los ojos llenos de lágrimas.

Habrás leído los diarios, la semana pasada, supongo, dijo, vacilando ante cada palabra.

Le dije que hacía años que no leía un diario.

César Rey, dijo Marcos. Se mató. En Buenos Aires.

¿El Chiche?, dije yo. No podía esperarse otra cosa de él.

No, dijo Marcos. Fue un accidente. Resbaló en el andén del subterráneo y lo pisó un tren.

Estaría borracho, supongo, dije yo.

Marquitos se pasó el dorso de la mano por los ojos. Ya no lagrimeaba.

¿Y Clara?, dije yo.

Está aquí otra vez, dijo Marcos.

Después se fue. Lo acompañé hasta la puerta y me quedé, viéndolo alejarse muy pegado a la pared, para aprovechar la franja de sombra que iba estrechándose a medida que avanzaba la mañana. Me quedé parado en la puerta hasta que dobló la esquina. También yo hubiese lagrimeado de llegar a enterarme que al tipo que se fugó con mi mujer lo pisó el subterráneo, y mi mujer está en vísperas de volverse para casa. Habría llorado a gritos, más que lagrimear. No porque el tipo haya sido mi íntimo amigo, sino porque mi mujer está por volver a casa. Lo habíamos pasado bastante bien con Marquitos y el Chiche, muchos años antes. Al Chiche hacía pilas de años que no lo veía. También él sabía jugar.

A la noche me fui otra vez para el club, después de enseñarle un par de letras más a Delicia y comer algo. Durante el día no trabajé nada. Después que Marquitos se fue me metí en la cama y dormí hasta el atardecer. En el club, perdí los cinco mil pesos y no conseguí un centavo de crédito. Al otro día me levanté tarde y me fui derecho para el escritorio. Delicia me trajo mate a las cinco.

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