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Delicia, le dije. He notado que no escuchas la radio. ¿Puedo saber a qué se debe?

Delicia dijo que no le gustaba.

¿Estás segura de que no va a empezar a gustarte de ahora en adelante?, dije yo.

Dijo que estaba completamente segura.

Voy a llevarla para que le den una revisada, entonces, dije yo.

Así que envolví la radio con unos diarios viejos, a los que até con un hilo grueso, y salí a venderla. En dos horas fui a tantas casas de electricidad y la envolví y desenvolví tantas veces, que ya no quedó papel. Mi pretensión de venderla como nueva se desmoronó, así que fui directamente a una casa de empeños. Me dieron mil setecientos pesos por ella. Compré dos kilos de uvas blancas y me volví para casa. Fui pellizcando los racimos durante el trayecto, y cuando llegué encontré a Delicia en la cocina. Miraba en el corredor del patio trasero las manchas oscuras de los gallos de mi abuelo.

No salen con nada, dijo. Las hizo mi abuelo, y ya murió, dije yo. Esa noche, en el club me dieron tres fichas plateadas, redondas. Las perdí una detrás de la otra. No pude ni tener la satisfacción de decir después que había acertado una sola parada. Tampoco pude entretenerme a la salida, durante el trayecto de vuelta a mi casa, en las posibilidades que pudieron haberse dado en algún momento de la jugada. Erré los tres tiros consecutivos que jugué. No hubo ninguna posibilidad. Me acosté hecho sopa por el sudor, pero dormí de un tirón hasta después de mediodía. Hacía un calor matador. Me di un baño y me fui para el escritorio. Estuve dos horas hojeando una colección completa de Blondie, que había recortado o hecho recortar de la revista Vosotras durante los últimos quince años. Recortaba cada semana la tira completa, que salía en la última página, y la pegaba en una hoja de carpeta. Después pasaba la hoja por los cordones de una carpeta escolar y la archivaba. Las últimas tiras estaban recortadas, pero no las había pegado a ninguna hoja de carpeta. Estaban entre la última página de la carpeta y la tapa, encimadas unas a otras. Eran como cincuenta.

Después me quedé horas sin hacer nada, con todas las tiras desparramadas sobre el escritorio. Estuve todo el tiempo mirando un punto impreciso del vacío, sin verlo. De vez en cuando carraspeaba, entrecerraba los ojos, y nada más. A las cinco, Delicia entró con el mate. Reconocí en el vestido que llevaba puesto un viejo batón de entrecasa de mi mujer, floreado y todo descolorido. Vi que acababa de lavarse y peinarse, porque tenía el pelo húmedo y estirado hacia atrás, y una gota de agua le caía por la frente. El vestido le quedaba demasiado grande todavía, pero un tiempo más y tal vez le quedaría estrecho.

Delicia, le dije. Un par de días más, y voy a comprarte un libro de lectura.

Me dijo que primero tenía que aprender a leer, y yo le expliqué que un libro de lectura era justamente para aprender a leer. Después se fue y me dejó solo. Diez minutos después me puse a recorrer la casa, buscando qué vender. Encontré un revólver Ruby, treinta y ocho largo, que había sido de mi abuelo. Salí a venderlo y volví al anochecer, con el revólver metido en la cintura. No disparaba. Cuando entré a mi casa fui derecho al teléfono. Busqué el número de Marquitos Rosemberg y lo llamé. Atendió él mismo.

Marquitos, le dije. Sergio.

Sí, dijo Marquitos. He hablado justamente esta mañana con los tipos de la Inmobiliaria. Van a entregarte el dinero el cinco de abril.

¿El cinco de abril?, dije yo.

Sí, dijo Marquitos. El cinco de abril. Iba a llamarte justamente en este momento para avisarte. Supuse que estarías esperando mis noticias, o algo así.

Sí, dije yo. Pero no te llamaba por eso.

¿No?, dijo Marquitos. ¿Y por qué me llamabas?

Por la cuestión del cheque que ibas a darme ayer, dije yo.

¿Qué pasa con ese cheque?, dijo Marquitos.

Nada, dije yo. Lo estoy necesitando. ¿Por cuánto pensabas hacerlo?

No había decidido nada, dijo Marquitos. Iba a preguntarte cuánto necesitabas, y después lo iba a hacer.

¿Podes hacerlo por treinta mil pesos?, dije yo.

¿Treinta mil?, dijo Marquitos. Sí. Puedo. Mañana de mañana sin falta te lo llevo.

No, dije yo. Lo quiero ahora.

¿Ahora?, dijo Marquitos. Estoy propiamente en pelotas, y a punto de meterme en la bañadera.

Puedo pasar a buscarlo, dije yo.

Marquitos vaciló y después me dijo que iba a ser mejor encontramos en un bar del centro. Propuso el de la galería. Después colgué. Le di la lección de escritura a Delicia y después me fui al centro. Cuando llegué al bar de la galería eran las nueve. Marquitos estaba sentado a una mesa y tenía el cheque en la mano. Había una taza vacía de café sobre la mesa. El cheque estaba al portador y era por treinta mil pesos. La firma de Marquitos era un garabato ininteligible.

Está muy bien, dije yo, recibiendo el cheque. Faltaba resolver ahora un último problema: quién va a cambiármelo.

Eso es fácil, dijo Marquitos. Dame el cheque.

Se lo entregué y se levantó, fue hasta la caja, y se puso a hablar con la cajera. La cajera sacudió la cabeza, y Marquitos volvió, diciendo que el dueño del bar no estaba. Quedo parado cerca de la mesa, pensativo, con el cheque en la mano derecha y un llavero que hacía tintinear en la izquierda. Después dijo que volvía enseguida, y desapareció por quince minutos. Volvió con tres billetes de diez mil hechos un rollo, en la mano derecha. Mientras se sentaba los dejó sobre la mesa. Yo los recogí y los guardé en mi bolsillo. Marquitos me miraba con fijeza, con una especie de mueca alegre y asombrada en la cara.

Si no tuvieses la piel tan oscura, de nacimiento, dijo, la gente se daría cuenta al verte de que el sol del verano ni te ha rozado. Estás muy flaco, Sergio.

Después me preguntó si había comido y le dije que no, y entonces me invitó a comer.

Tenías un compromiso, dije yo.

Lo suspendí, dijo Marquitos.

Has hecho mal, dije yo. Vamos a aburrirnos.

Yo voy a encargarme de sacar adelante la conversación, dijo Marquitos.

Fuimos a una parrilla y nos sentamos en una de las mesas del patio. Desde donde yo estaba sentado, podía ver el fuego de la parrilla y el asador que manipulaba con el fuego y la carne sin acercarse demasiado a ellos. Cada vez que realizaba una tarea junto al fuego, se volvía hacia una especie de mostrador en el que atendía a los mozos y de vez en cuando se mandaba un trago de vino. Estuve mirando todo el tiempo lo que hacía. Después empecé a especular sobre si tomaría o no el vaso de vino cada vez que se volvía. Pensaba en qué momento el hecho iba a producirse: si después de haber atendido a un mozo, después de remover las brasas o después de retirar de un gancho que colgaba cerca de la parrilla una tira de carne, salarla y estirarla sobre la parrilla. Mentalmente, comencé a tratar de adivinar en qué momento preciso su mano se iba a estirar hacia el vaso de vino para agarrarlo y mandarse un trago. Acerté seis veces y erré dos. Marquitos me preguntó qué me pasaba, que no decía una palabra, y yo le dije que me sentía lo más bien y que estaba contento de que hubiésemos salido a comer. En el patio de la parrilla, el calor no se notaba. Corría una especie de brisa, y el humo de la parrilla espantaba a los mosquitos.

Marquitos me preguntó se había leído El jugador de Dostoievski, y cuando le dije que sí me preguntó qué opinaba. Le dije que me había parecido bueno. Terminamos de comer y fuimos a tomar un café al centro, en el auto de Marquitos. Era un coche chico, de color celeste. Tomamos un café en el bar de la galería, pero ya ni siquiera Marquitos trató de hablar. Me preguntó si quería ir a alguna parte y le dije que si iba de camino me dejara en la puerta del club. Cuando llegamos, Marquitos detuvo la marcha y apagó las luces del coche. Dijo que quería verme en acción y que bajaba conmigo. Le dije que se iba a aburrir pero me contestó que de todos modos no había posibilidad de que se aburriera más que durante la comida, y salió del coche. Cuando llegué al pie de la escalera que llevaba a la sala de juego, yo ya había empezado a sudar. Le dije a Marquitos que me esperara cerca de la mesa y fui a la caja. Entregué un billete de diez mil y me dieron un óvalo amarillo y cinco rectángulos rojizos. Los puse en el bolsillo superior de mi camisa y fui donde estaba Marquitos. Ni siquiera me oyó llegar: tenía los ojos clavados en el centro de la mesa.

No había una sola silla desocupada, y los jugadores se apretaban en torno de la mesa. Tuve que ponerme en segunda fila y ver lo que pasaba por encima de los hombros de los tipos parados detrás de las sillas. Comprobé que Marquitos estaba en puntas de pie, y que se balanceaba levemente. Tenía los ojos muy abiertos. Le pregunté qué había sido el último pase y me dijo que había sido banca. Por encima del hombro de uno de los tipos parados en segunda fila, me incliné hacia la mesa y tiré al centro el óvalo amarillo para jugarlo a banca. Después esperé el pase y vino punto. Marquitos me miró con desaliento. Al próximo pase, tiré los cinco rectángulos rojos, a punto. Vino punto. Dejé los diez mil a punto, y en el tercer pase vino banca.

Fui a la cola, cambié el segundo billete por dos óvalos amarillos, y volví a la mesa. Marquitos me miraba. Yo simulé no verlo. Desvié la mirada. Durante unos segundos supe que me estaba contemplando, aunque yo estaba mirando hacia el centro de la mesa. Después dejó de mirarme, se puso otra vez en puntas de pie, y fijó la mirada en el centro de la mesa. Yo tenía los dos óvalos amarillos en la mano derecha, apretándolos mucho. Estaban húmedos. Estaba por tirar uno al centro de la mesa, cuando vi que Marquitos se abría paso entre los dos tipos parados contra la mesa, y desaparecía; me asomé por entre los tipos y vi que acababa de sentarse. Me llamó y me dijo que me parara al lado de la silla. La cara rubia se le había enrojecido levemente. Pensé que estaba algo turbado. Me incliné hacia él y le dije qué pensaba hacer.

Ver todo un poco más de cerca, dijo.

Después tiré los dos óvalos amarillos a la vez, a punto. Fui a la caja, cambié el billete de diez mil por un rectángulo verde con la cifra grabada, en el centro, en números dorados, y volví a pararme al costado de la silla de Marquitos, abriéndome paso a codazos entre los tipos parados detrás de él. Me incliné hacia Marquitos y le pregunté cómo veía la cosa.

Oscura, me dijo. Su cara rubia había vuelto a empalidecer.

No volví a hablar con él durante por lo menos quince minutos. Defendí como pude mi rectángulo verde, pero al final me lo llevaron. Con los últimos cinco mil apelé al palpito, pero por más que vacié mi mente durante un minuto seguido, sin interrupción, no vino nada a ella para llenarla y tiré el óvalo amarillo a ciegas. No pasó nada. Me lo llevaron. Exactamente en ese momento, Marquitos se dio vuelta y me hizo inclinar hacia él. Me preguntó si había terminado y le dije que sí. Entonces me dijo si podía cambiar un cheque allí mismo. Le dije que se podía. Se paró, inclinó la silla sobre el borde de la mesa, para reservarla, y fue conmigo hasta la caja. Le dije al cajero que Marquitos quería cambiar un cheque. Le presenté a Marquitos y me mantuve a distancia. Marquitos habló dos o tres palabras con el cajero, se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo extendió. El cajero le dio diez rectángulos verdes. Marquitos se los guardó en el bolsillo del pantalón y me miró, sacudiendo la cabeza para indicar que lo siguiera. Volvimos a la mesa y me dijo que me sentara. Por su tono, más bien me lo ordenó. Él se quedó parado a mi derecha. Después dejó caer tres rectángulos verdes sobre el paño, ante mis ojos. Alcé la cabeza y vi que miraba el centro de la mesa con una sonrisa malévola, pero que movía sin parar la pierna izquierda, golpeando con e! talón el suelo.

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