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Le pregunté a qué quería que jugara.

No tengo ninguna clase de preferencia, dijo Marquitos.

Así que puse el primer rectángulo a punto, y vino punto. Dejé los dos rectángulos a punto y me devolvieron cuatro. Marquitos se inclinó hacia mí, me preguntó sí yo había visto lo fácil que era, y después recogió los seis rectángulos verdes y se los guardó en el bolsillo. Después empezó a alejarse de la mesa. Me levanté, incliné la silla para reservarla, y lo seguí. Iba en dirección a la caja. Lo alcancé a mitad de camino. Le pregunté qué estaba haciendo.

Voy a cambiar a la caja, dijo Marquitos. Llegó a la caja, pidió que le devolviesen el cheque, y lo cambió por diez rectángulos verdes de diez mil. Después entregó los tres últimos rectángulos y recibió tres billetes rojizos de diez mil pesos. Se guardó el cheque y me extendió los billetes.

Son los tuyos, me dijo.

Recibí los billetes y me los guardé en el bolsillo. Le pregunté a Marquitos si quería esperarme o si se iba, y él me dijo que se iba. Lo acompañé hasta la punta de la escalera y me quedé mirándolo cuando bajaba. Después le grité que me apurara el asunto de la hipoteca y volví para la mesa. Un tipo se había sentado en la silla que yo había reservado, así que le di un golpecito en el hombro derecho con la punta de los dedos y el tipo me dejó el lugar. No jugué un centavo hasta que llegó mi turno para la banca y en el momento en que iba a poner los primeros diez mil en la banca, terminó la partida. Así que me fui para mi casa y me acosté a dormir.

Los treinta mil de Marcos me duraron unos ocho días así que para alrededor del quince yo estaba seco. Me había defendido bastante bien, pero al fin me los llevaron. No alcancé ni siquiera a comprar el libro de lectura de Delicia, pero comida no nos faltó, y cada par de días yo me iba hasta el mercado central y elegía dos o tres kilos de las uvas últimas, que son dulces y duras, y tienen mejor gusto porque ya no va a haber más hasta el otro año. Venía pellizcando los racimos durante el trayecto desde el mercado hasta mi casa, y después las guardaba en el congelador. Después iba y me encerraba en el escritorio. El quince, a eso de las cinco de la tarde, mi séptimo ensayo estaba terminado. Decidí llamar a Carlitos Tomatis para leérselo.

Pero esperé todavía dos o tres días más, y el diecisiete, fue Tomatis el que me llamó, preguntándome si por fin había conseguido juntarme con el dinero de la hipoteca. Le dije que podían venir los bomberos a revisar mi casa que no iban a encontrar un solo centavo en ella. Y que la hipoteca la iba a cobrar recién el cinco de abril. Tomatis dijo que era una lástima, y estaba por cortar, cuando yo le conté que había terminado el ensayo sobre Sivana y que tenía deseos de leérselo.

Una de estas noches paso por tu casa, entonces, Sergio, dijo Tomatis.

Es raro que yo esté de noche, dije yo. La tarde es mi hora fácil.

Dijo que le parecía perfecto, que ya iba a venir a verme una de esas tardes, y cortó. Me quedé en el escritorio hasta el anochecer. Cuando oscureció abrí la ventana que daba a la calle de par en par, y apagué la luz. Estuve horas en la oscuridad, hasta que Delicia me golpeó la puerta y me dijo que fuera a comer.

Desde el quince hasta el cinco de abril fui a jugar al club una sola vez, la noche del día veintidós de marzo, en que vendí la máquina de escribir. Pasé a máquina el ensayo sobre Sivana, y después fui a venderla. Había usado esa máquina siete veces en los últimos tres o cuatro años: una por cada vez que terminaba un ensayo y los pasaba. Hacía tres copias de cada uno, y los guardaba en una carpeta rosada, de las que yo había hecho imprimir especialmente para mi estudio de abogado. La carpeta tenía un membrete en el ángulo inferior derecho, que decía: Doctor Sergio Escalante, abogado. Me dieron dieciocho mil por la máquina, y me duraron dos noches. Después ya no quedó nada que vender. A gatas si comíamos. Me pasaba las horas en el escritorio, revisando mi colección de tiras cómicas. Delicia venía a las cinco y me traía el mate. A las cinco en punto. No sé cómo lograba calcular la hora, porque, salvo mi reloj pulsera, no había otro en la casa, y yo lo llevaba siempre en mi muñeca. No necesitaba mirar la hora para saber que eran las cinco, cuando ella golpeaba la puerta del escritorio, y entraba con la pava de aluminio y el mate con su soporte plateado. Sabía que eran las cinco en punto. No llegaba ni un minuto antes, ni un minuto después. No; llegaba a las cinco en punto. Yo le había pedido la primera vez que me trajese el mate alrededor de las cinco, que siempre, alrededor de esa hora, me gustaba tomar unos amargos. Y en todo ese tiempo, ella no había dejado un solo día de golpear la puerta a las cinco. El veinticuatro de marzo yo no tenía un centavo así que el veinticinco vendí también mi reloj pulsera. No me dieron ni mil pesos por él. Con unas monedas que encontré en el fondo del cajón de la cómoda de mi mujer, que yo no había abierto desde el día en que tomó raticida y vino rodando por la escalera hasta la planta baja, complete mil pesos para poder canjearlos por dos redondeles plateados que me llevaron enseguida. Después, entre el veinticuatro de marzo y el cinco de abril, llegó el otoño.

Vino con mucha agua, pero no puede decirse que haya hecho demasiado frío. No hizo frío hasta mayo. El veintiocho fui a la Inmobiliaria a firmar un montón de papeles y el empleado me aseguró que el cinco iba a tener el cheque por medio millón. Cuando volví a mi casa, era más de mediodía, y encontré a Delicia en la cocina, comiendo unas galletas marineras que untaba con picadillo de carne. Untó una y me la ofreció, pero yo le dije que no tenía hambre, y me fui para el escritorio. Al anochecer salí y fui para la cocina. Le pregunté a Delicia si había para comer algo esa noche, y me dijo que no. Le pregunté si tenía hambre. Me dijo que no tenía. Después estuve pensando durante un rato y le dije que iba a enseñarle algo nuevo. Que por unos días íbamos a suspender las lecciones de lectura y escritura (Delicia aprendía rápidamente al principio, pero después empezó a volverse lerda hasta que me di cuenta de que había perdido todo el interés) para aprender otra cosa. Le pregunté si estaba de acuerdo y me dijo que sí. Entonces fui hasta el escritorio, saqué cinco mazos de cartas francesas del último cajón, alcé unas hojas de papel y un lápiz, y volví para la cocina.

Aprendió enseguida. Lo que más me costó fue enseñarle cómo, pasando el nueve, se caía otra vez en el cero y había que empezar a contar otra vez. Todo lo demás fue muy fácil. Primero hacíamos apuestas verbales, por poca cantidad, y las cantidades fueron creciendo, y haciéndose cada vez más complicadas, hasta que decidí comenzar a anotarlas en una de las hojas de papel. Delicia no controlaba mis anotaciones. Se limitaba a esperar la preparación del pase, y estaba de acuerdo por completo en la cantidad que yo fijaba para la apuesta. Después del pase, yo anotaba. No lo hacía poniendo hileras de cantidades parciales una debajo de la otra, cantidades que sumaría al final, sino que sumaba mentalmente la cantidad actual a la anterior, tachaba la anterior, y escribía la cantidad nueva, en la que había incorporado la apuesta actual o la había restado en caso de que Delicia o yo, según a quien correspondiese la cantidad, hubiésemos perdido la apuesta. Había por lo tanto dos hileras de cifras tachadas, que ocupaban una angosta franja vertical de la hoja, y que culminaban siempre en una cifra legible. A cada apuesta, esta cifra legible era a su vez tachada, y debajo de ella aparecía una nueva cifra, jugamos tantos pases la primera noche, que Delicia y yo éramos titulares de hileras de cifras tachadas que ocupaban el anverso y el reverso de dos hojas. Después abandonamos el sistema de apuestas, y nos limitábamos a adivinar.

Nos turnábamos para proponer. El que acertaba, seguía eligiendo. Cuando erraba, el derecho de elección pasaba al otro. Delicia no erraba nunca. Viéndola adivinar con absoluta naturalidad cada pase, adivinar incluso con qué cifra ganaría, y una vez incluso el color de los palos con que ganaría la cifra, y una vez con qué cartas iba a hacerse la combinación me acordé de Marcos y pensé que era necesario estar afuera para ver con claridad y acertar. Pero, para el que jugaba, no se podía estar afuera. No podía hacer apuestas infalibles y ocasionales. Tenía que someterse a un ejercicio continuo, desde el comienzo hasta el final, sin posibilidad de tomar distancia mediante alejamientos ocasionales. El distanciamiento podía servir para algún pase aislado, que en el conjunto de la jugada, o incluso de la vida entera del jugador, no tenía ningún valor. Para acertar siempre, había que estar fuera siempre. Pero, por otra parte, acertar siempre significaba jugar siempre, y el que jugaba siempre no podía, por el mismo ritmo de los acontecimientos, ponerse fuera. Era un círculo, aunque el que jugaba tendía a concebirlo como una espiral. No, de ninguna manera. No es una espiral, sino un círculo.

Por fin llegó el cinco de abril. Estuve en la Inmobiliaria a las ocho de la mañana, firmando papeles hasta después de las once. El empleado, de vez en cuando, me ofrecía café. Yo no aceptaba. Desde el hall de la Inmobiliaria, un quinto piso, se veía la ciudad hacia el río, por un ventanal. Cada vez que terminaba de firmar una tanda de papeles, me acercaba al ventanal y contemplaba la ciudad. Aparte de los cinco o seis edificios de más de cinco pisos, todo era chato. Pero había cierta armonía en todas esas terrazas de baldosas rojizas en las que de tanto en tanto se veía cruzar con pasos lentos alguna mujer diminuta, y en las que la llovizna lavaba incansable montones de objetos abandonados y estragados por la intemperie. Hacia el otro lado estaban el puerto, con sus dos diques, paralelos uno al otro, y más allá el río y todos los riachos que lo entrecruzaban, formando islas bajas en el medio. La llovizna borraba el horizonte. A las doce menos cuarto me llamaron por última vez a la administración y me dieron el cheque. Estaba mi nombre escrito, y debajo decía quinientos mil pesos. La cifra estaba escrita también en la esquina superior derecha de la franja de papel, pero en números. Doblé el cheque, lo guardé en el bolsillo de mi impermeable, me despedí del empleado, y salí al pasillo. Cuando salí del ascensor en la planta baja, y comencé a caminar hacia San Martín pensé que ya debían haber cerrado los bancos. Fui a mi casa y guardé el cheque en la lata de té que Delicia me había dado. Me encerré en el escritorio, y no salí hasta el anochecer. Cuando Delicia me trajo el mate, yo me dedicaba a tildar cuadros de Blondie. Después agarré una lapicera y escribí con letra lenta y pareja: Se dice que la comedia es superficial porque elude las evidencias de la tragedia. Pero no hay en sí tragedia. No hay más que comedia, en el sentido en que la realidad es superficial.

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