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Casi enseguida llega Elvira con un tazón de sopa. Es el mismo líquido espeso y dorado de siempre, que humea. Me siento en el sillón doble, de espaldas al ventanal, y tomo lentamente la sopa. Después dejo el plato vacío sobre el escritorio y me paro al lado del ventanal, mirando el parque. La luz gris nimba las copas de los árboles, sobre el terreno que se extiende, en ligero declive, hacia el lago. Los senderos del parque son oscuros y están cubiertos de una hojarasca pútrida. Algunos árboles sin hojas atraviesan con sus ramas la fronda verde. Una pareja de gorilas está sentada, de espaldas al ventanal, y mirando por lo tanto hacia el lago, en un banco de piedra sin respaldo. La hembra tiene reclinada la cabeza sobre el hombro del macho. Están inmóviles. De pronto se levantan y comienzan a caminar en dirección al lago; luego doblan a la derecha, siguiendo el trayecto del sendero, y después desaparecen.

Continúo corrigiendo la traducción hasta que comienza a anochecer. Después corro las cortinas y enciendo la luz del escritorio. Trabajo un momento a la luz de la lámpara, que arroja un círculo de claridad cálida sobre el escritorio y sus alrededores. El resto de la habitación está en una especie de semipenumbra. Después me levanto, me pongo un saco sport y me dirijo hacia la cocina. "¿Está todo listo para la noche, doña Elvira?", digo. "Estoy preparando", dice Elvira. "Doy una vuelta y vuelvo", digo yo. Bajo las escaleras y ya estoy en la calle. Me sumerjo en una atmósfera fría y azulada; un poco más y se hará de noche.

Subo al automóvil y tengo que hacer girar la llave de arranque varias veces, antes de lograr ponerlo en marcha. Cuando arranca, quedo unos momentos acelerándolo. Después lo pongo en primera, y comienzo a avanzar lentamente. Doblo en la esquina, hacia la derecha, y cuando comienza a rodar sobre el empedrado grueso, el coche comienza a retumbar y a vibrar. Pasada la tercera esquina tengo ya a mi derecha la Plaza de Mayo y a mi izquierda la larga fachada de los Tribunales. Doblo en la Avenida del Sur, hacia el oeste. La avenida está iluminada con lámparas a gas de mercurio, que arrojan una luz blanquecina, gélida, desde las dos veredas, hacia el centro de la calle. También la Avenida del Oeste está iluminada con las mismas luces, que cuelgan de altas columnas curvas que se inclinan en la altura hacia la calle. Más allá del cantero central, a mi izquierda, están los jardines del Regimiento después, también a la izquierda, la fachada amarilla del Mercado de Abasto, más adelante el cine Avenida, todo oscuro, y después siguen las dos hileras de casas de una y dos plantas hasta que llego al bulevar. En el bulevar doblo a la derecha y avanzo lentamente hacia el este. Cuando llego al primer semáforo, después de haber pasado frente a la fachada amarillo pálido de la Universidad, con sus ventanas verdes, ya ha anochecido. Debo esperar en el semáforo hasta que se apague la luz roja y se encienda la verde, y cuando sigo avanzando, al pasar el semáforo, las vías del ferrocarril hacen trepidar apagadamente la carrocería. A mi izquierda esta el Molino. El segundo semáforo me deja el paso libre -la luz verde se apaga y se enciende la amarilla en el momento en que estoy cruzando la bocacalle- y acelero ligeramente. El hall de la estación de trenes está iluminado, y en el primer piso también hay luz, ya que las altas ventanas arrojan manchas de claridad a la oscuridad del aire. Paso las vías y llego a la rotonda del puente colgante. La garita gris está iluminada por dentro, y la silueta de un gorila de uniforme intercepta el paso de la luz por la abertura de la puerta. Tomo la costanera vieja que está casi desierta -apenas si me cruzo con dos o tres automóviles que vienen en dirección al puente colgante-, y acelero cuando llego al asfalto liso de la costanera nueva, lleno de cunas amplias. Los chalets de la costanera muestran sus techos rojos de tejas, entre la fronda negra de los árboles. A veces, alguna luz semioculta ilumina las hojas lavadas. Cuando llego a Guadalupe doy la vuelta a la rotonda y comienzo a avanzar en sentido contrario. Ahora el río está a mi izquierda. No lo distingo. En la distancia, los altos mástiles del puente colgante se distinguen claramente por las cuatro lucecitas rojas que se encienden y se apagan. Ahora voy solo por la ancha avenida. La luz de los faros ilumina un sector del pavimento y cuando hago algún cambio de luces, la luz alta hace que el haz de claridad pegue una especie de salto y se expanda bruscamente hacia adelante y en los costados. Al bajar la luz, el haz de claridad se reduce iluminando apenas el asfalto delante del coche. La luz roja del tablero, en el interior del automóvil, toca débilmente mi rostro. De vez en cuando, puedo ver reflejado, de un modo fugaz, un fragmento de mi rostro en el retrovisor, que a veces se llena bruscamente de luz cuando algún automóvil que viene detrás se adelanta y me pasa velozmente. Veo sus luces traseras, dos puntos rojos, achicarse hasta desaparecer. Después llego otra vez a la costanera vieja, y aminoro la marcha, ya que el asfalto es menos liso, lleno de remiendos de alquitrán, grietas y protuberancias. Al llegar a la boca del puente colgante, una camioneta celeste que sobre la caja trasera lleva la inscripción "Molino Harinero S.A.", sale velozmente del puente y me obliga a efectuar una frenada brusca. También la camioneta frena bruscamente. En el interior de la cabina en penumbra distingo la silueta de un hombre al volante y una mujer sobre cuya falda se halla sentada una niña. La camioneta arranca otra vez y desaparece velozmente por el bulevar. Yo sigo en línea recta, bordeo la plazoleta de la costanera, y entro en la avenida del puerto, que cruza en diagonal hacia el centro. A pesar de los globos blancos del alumbrado, de menor estatura que las palmeras, cuyas hojas brillan por momentos, la avenida está oscura, y salvo la complicada estructura de la usina central, toda llena de luces, no se ven más que unos paredones ciegos semiocultos por la fronda de los árboles. Del otro lado, a mi izquierda, están los grandes tanques de combustible, plateados, de los depósitos portuarios, y las playas de maniobras del ferrocarril del puerto. Llego al centro, paso frente al Correo oscuro, el costado y los fondos de la estación de ómnibus, y después doblo a la derecha, recorro dos cuadras, y doblando otra vez a la izquierda, entro en San Martín, hacia el sur. La calle está iluminada, pero casi desierta. Después está el Teatro Municipal, a oscuras, y unas cuadras más adelante el semáforo de la Avenida del Sur. Ahí me detengo, esperando que se apague la luz roja y se encienda la verde. Al arrancar, después que la luz verde se ha encendido, veo avanzar hacia mí la esquina de la Gobernación, y deslizarse hacia atrás, por el vidrio lateral a mi derecha, el lado este de la Plaza de Mayo, y más allá, oscura y borrosa, entre los árboles, la fachada de los Tribunales. Cruzo la bocacalle -la plaza y la Gobernación quedan atrás- recorro dos cuadras y media, y cuando a mi derecha han terminado las arcadas blancas del convento de los Franciscanos y comienza la arboleda del parque del sur, estaciono el coche junto al cordón de la vereda, frente a mi casa, y apago el motor. Apago también las luces. Salgo del coche, cierro la portezuela con llave, y entro en mi casa. No he terminado de subir las escaleras cuando oigo que comienza a sonar el teléfono. Apuro el paso y entro al estudio, y alzo el tubo en el mismo momento en que enciendo la luz del escritorio.

Es la voz afalsetada de siempre, parecida a la de una mas-carita. "¿Estás ahí?", me dice. "¿Estás oyendo bien, miserable? Quiero que oigas bien todo, que prestes atención. Tu padre fue ladrón, y tu madre una puta. Tu mujer, la más puta de todas. Y debería haber una ley que mandara quemar vivos a todos los invertidos. ¡Familia podrida! Habría que hacerla desaparecer de la faz de la tierra. Vergüenza de esta ciudad. Ya vamos a darle su merecido. Deberían aparecer en el diario con sus nombres y apellidos, para que todo el mundo se dé cuenta." Hace una pausa: "¿Estás ahí todavía, cobarde? Cobardón. Gallina. Hijo de una putísima madre. ¿Estás ahí? Sabrás que la puta de tu mujer ha andado armando otro de sus escandaletes en el Country. La poca gente decente que queda en esta ciudad va a tomar alguna iniciativa uno de estos días. Vamos a darte una emplumada uno de estos días, como se hace con los amorales. ¡Y pensar que estás allá arriba en los Tribunales administrando justicia! ¿Me oís, mariquita? Estás ahí. Estoy seguro de que estás ahí, oyendo todo y riéndote de mí y de toda la gente sana que tiene que aguantar de todo en esta ciudad podrida. Vamos a darte tu merecido, gallina. No es la primera vez que te lo advierto. Ahora cuelgo, pero ya vas a saber de mí, vos y todos los de tu casta de amorales". Cuelga. Cuando oigo el sonido del interruptor, cuelgo a mi vez. Después apago la luz y me echo en el sofá doble. Quedo un momento en la penumbra del estudio con la mente vacía, sin pensar en nada, respirando apagadamente. Después me incorporo y quedo sentado. Comienza el extrañamiento.

Viene de golpe. Es un sacudón -pero no es un sacudón- brusco -pero no es brusco-, y viene de golpe. Por medio de él sé que estoy vivo, que esto -y ninguna otra cosa- es la realidad y yo estoy dentro de ella enteramente, con mi cuerpo, atravesándola como un meteoro. Sé que ahora estoy completamente vivo, y no puedo eludir eso. Pero no es nada de eso tampoco, porque eso ya ha sido dicho, muchas veces, y si ha sido dicho no es esto. Me ha venido muchas veces el extrañamiento, pero nunca este extrañamiento, y éste no podía venirme sino ahora. Porque cada milímetro del tiempo está desde el principio en su lugar, cada estría en su lugar, y todas las estrías alineadas una junto a la otra, estrías de luz que se encienden y apagan súbitamente en perfecto orden en algo semejante a una dirección y nunca más vuelven a encenderse, ni a apagarse.

Levanto ahora mi mano derecha en la penumbra del estudio -tengo una mano derecha y estoy en un lugar al que llamo mi estudien- y sigo con la mente el movimiento, la mano derecha que se alza desde el muslo, donde había estado apoyada, con la palma hacia abajo, los dedos ligeramente encogidos, hasta la altura del pecho. Seguir con la mente ese movimiento, todo, paso por paso, es el extrañamiento. Algo que va contra el recuerdo, que lo agrieta, y deja que la realidad se cuele y ascienda en una marea lenta por sus fisuras, hasta cuajar plena. Así, pues, estoy en un lugar, y tengo una mano derecha, y una mente para seguir su movimiento desde el muslo hasta la altura del pecho, porque también tengo un muslo y un pecho. Y ahí acaba todo.

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