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La ceremonia se realiza en un enorme recinto de paredes altísimas, con ventanas muy altas cuyo huecos rematan en ojivas y cuyos vidrios tienen pintados sobre las superficies motivos que representan a los gorilas jefes en hermosos colores. Hay una larguísima mesa tendida. Cuenta con tres alas, una central y dos laterales que parten verticales desde los extremos de la mesa central. En el medio, un gran espacio vacío. Dos hileras de esclavos, con los torsos desnudos, llevando antorchas en alto, flanquean en la entrada el paso de la comitiva. Los músicos dejan de hacer sonar sus instrumentos y se retiran a un costado de la entrada. Los jefes, de púrpura la cabeza todavía más alzada en una expresión todavía más digna, entran en el enorme recinto y van a ubicarse en la mesa central. A su derecha, los funcionarios de negro. A su izquierda, los de verde. Las mujeres se amontonan en el espacio vacío del centro y esperan nerviosamente. La muchedumbre se ha amontonado ante la gran puerta de entrada, pugnando por contemplar la escena. Los capangas han bajado de sus caballos y los golpean desde el interior del recinto, empujándolos hacia atrás. Pero la orden es dejarlos ver. De modo que los golpean más suavemente de lo que parecen amenazar con sus expresiones, para que sepan que están queriendo acceder a un privilegio que no les está permitido, pero al mismo tiempo para que ellos se queden y los jefes puedan ser contemplados.

Después comienza el banquete. Esclavos con el torso desnudo traen las grandes fuentes a la mesa central y van despresando los animales sacrificados bajo la mirada vigilante de los jefes, que ordenan el tamaño de las porciones y el destinatario de cada una. Ellos, apenas si prueban bocado. El jefe máximo ni siquiera contempla el trabajo de los esclavos. Está en el centro exacto de la mesa, y a su túnica púrpura agrega un gran medallón de obsidiana que cuelga de una cadena dorada de su cuello. Su larga mano huesuda juguetea con el medallón. La muchedumbre de gorilas rotosos lo contempla extasiada, con una mezcla de asombro, furia, admiración y terror, ya que una especie de nimbo luminoso parece rodear su gran cabeza entrecana y su rostro pálido que emerge de entre una barba negra cuidadosamente ensortijada. Cuando los funcionarios terminan de comer, bajo la mirada negligente de los jefes, los esclavos de torso desnudo recogen las sobras y vienen hasta la puerta tirándolas hacia la muchedumbre de gorilas. En la rebatiña, los gorilas se golpean, se empujan, se muerden, se insultan. Hay corridas, escupitajos, sangre, lamentos. Dentro, mientras los gorilas se sientan al sol crepuscular a mordisquear los huesos de los que cuelgan unos filamentos de carne exangüe, el desfile de las mujeres ha comenzado, al son de la música. Cada una de ellas, del montón nervioso y expectante apretujado en un rincón de la sala, avanza hacia el espacio ahora otra vez vacío y comienza a efectuar contorsiones, movimientos de vientre, saltos, que hacen tintinear sus chafalonías multicolores. Algunas se desnudan mientras bailan. Otras, ya llegan desnudas al espacio vacío ante las largas mesas. Los funcionarios verdes y negros permanecen inmóviles, tiesos, callados, contemplando las contorsiones de las mujeres sin hablar. Únicamente los jefes de púrpura hacen comentarios entre ellos ante cada mujer. Algunos ríen y señalan a las bailarinas con el dedo. Otros hacen ademanes obscenos. Únicamente el gran jefe permanece callado, jugueteando incansablemente con su medallón de obsidiana. Por fin ante una de ellas, el jefe alza la mano, sin hablar, y la señala con el dedo. Los esclavos desaparecen por los largos corredores laterales y regresan con un gran diván que cargan por encima de sus cabezas. Ponen el diván en el centro del espacio vacío. La elegida se echa, desnuda, en el diván, con las piernas abiertas. El gran jefe se levanta y avanza hasta el centro del enorme recinto. Dos esclavos desnudos lo siguen desde cerca. Cuando el gran jefe se detiene junto al diván hace un gesto y los dos esclavos lo desnudan. Uno de ellos unta su miembro con ungüentos. Otro besa su medallón. El gran jefe echa una última mirada a su alrededor, para verificar que es contemplado por todos. Hace una señal imperceptible a los capangas para que dejen aproximarse a la muchedumbre hasta el hueco de la puerta. Después se inclina, y entra en la mujer. De la muchedumbre, de las dos hileras de funcionarios, de los esclavos y del montón de mujeres agrupadas en el rincón parte una exclamación y un vítor en el momento en que el gran jefe penetra en la mujer. Después suena la música.

Resuena en mí, inaudible, y la gran multitud abigarrada se esfuma. Quedo otra vez en la más completa oscuridad, con los ojos abiertos. Ahora, ni las manchas informes, fosforescentes, que titilan, la cruzan. No llega de la calle ningún rumor, la pieza está en completo silencio. Me muevo, sin desplazarme, sin girar, sino sacudiendo levemente las piernas, y la cama cruje. Ahora veo otra vez el vestíbulo ajedrezado de los Tribunales, los mosaicos blancos y negros. No se ve a nadie en el vestíbulo. Veo la baranda de hierro y la escalera.

El limpiaparabrisas arrasa rítmicamente las gotas que estallan sobre el parabrisas, produciendo un sonido monótono, regular. Por los vidrios laterales, la ciudad borrosa va desplazándose hacia atrás.

Veo emerger un manchón oscuro que restalla, en medio de la niebla, en donde creo adivinar que está la orilla del río.

Un pedazo de carne pálida, rodeado de papas hervidas, en el plato, sobre la mesa, y el rumor de la pollera de Elvira alejándose en dirección a la cocina.

Avanzo por San Martín en dirección al centro, viendo la loca miríada de colores de los letreros luminosos que forman unas imágenes brillantes y fugaces a través del cristal del parabrisas donde choca la lluvia gruesa estallando y enturbiando mi visión antes de que el limpiaparabrisas regrese en su parábola y arrase el agua dejando limpio el cristal otra vez.

Por un momento, la garita gris entra y sale de la niebla, en la boca del puente colgante.

Enciendo la luz. La escalera blanca de mármol, que desciende desde el tercer piso, se ilumina.

Me incorporo y contemplo mi habitación. Las paredes blancas no refulgen porque la luz del velador no llega hasta ellas, salvo el cilindro de claridad pálida que ilumina suavemente la pared en que se apoya la cabecera. Saco la cucharita del vaso y tomo un trago de agua. Apago la luz nuevamente, y cierro los ojos.

Veo los árboles del parque, y el lago refulgiendo súbito y después desapareciendo, detrás de la fronda; después otra vez la escalera de mármol de los Tribunales, y el vestíbulo ajedrezado, con mosaicos blancos y negros, desde la baranda del tercer piso; los corredores iluminados de la galería y los ventanales ciegos de la estación de trenes, y después otra vez la escalera de mármol blanco de los Tribunales y el hall ajedrezado, con mosaicos blancos y negros, y los árboles de la Plaza de Mayo, palmeras y naranjos. Las naranjas amarillean entre las hojas verdes que la lluvia ha puesto como laqueadas.

Ángel entra rápidamente en el diario La Región, Saluda y desaparece.

Veo la mano del gran jefe jugueteando con el medallón de obsidiana.

En el gran espacio amurallado de árboles y rocas, los gorilas se pasean y se detienen, apoyando perplejos las palmas de las manos contra las nalgas, mirando el horizonte mudo.

La garita gris entra y sale de la niebla, errabundeando. Veo el perfil del gorila uniformado, cortado verticalmente por el filo de la puerta.

En los andenes de la estación de ómnibus, gorilas tosen y se encogen, fumando. Sus caras pálidas y sus manos se mueven en la penumbra del amanecer.

Desde el tercer piso, el vestíbulo de los Tribunales aparece vacío. Los mosaicos blancos y negros están limpios, pulidos. La escalera blanca desciende, efectuando una curva pronunciada, hacia el segundo piso.

Veo el limpiaparabrisas arrasar las gotas finas de lluvia que caen sobre el cristal deformando las luces brillantes de los letreros luminosos, mientras avanzo hacia el norte por San Martín.

Despierto. Durante un momento, no sé que he despertado. La habitación está en penumbra. Después enciendo la luz. Miro el reloj sobre la mesa de luz. Son las dos. Me levanto y salgo de la habitación, en dirección al cuarto de baño. Por la claraboya del baño veo la luz del día, gris. Me desnudo, defeco, y después me meto bajo la ducha caliente. Después voy a mi habitación, envuelto en una salida de baño, y me seco y me visto en ella. Frente al gran espejo del ropero veo mi rostro. Mi barba ha crecido, en dos días. Después de vestirme, regreso al cuarto de baño, y me afeito, lentamente. La afeitadora eléctrica produce un zumbido apagado, monótono. Voy pasándome suavemente el dorso de la mano por la cara, a contrapelo. Después desenchufo la máquina, la guardo y salgo del cuarto de baño. "Ha hablado su señora madre", dice Elvira, cuando me encuentra en el comedor. "La llamo enseguida." "Doctor", dice Elvira. "Son las tres de la tarde. ¿Va a comer?" Le digo que me sirva un plato de sopa y que me lo lleve al escritorio. Al correr las cortinas, entra en el escritorio una luz gris, tensa.

Disco el número de mi madre. Escucho su voz. "Hace dos días que no venís a verme", dice. "He estado muy ocupado, mamá", digo. "¿Estás bien?" dice. "Estoy perfectamente. Nunca he estado mejor", digo. "Sabrás la última de tu mujer", dice. "No sé nada, ni quiero saber", digo. "Ha venido otra vez a la ciudad, esta vez para quedarse. Me han dicho en el club, ayer de tarde, que está paseándose lo más oronda por el Country con su nuevo macho" dice mamá. "No me interesa, mamá", digo yo. "Y se ha emborrachado, Ernesto. Se ha emborrachado y ha andado diciendo porquerías sobre nuestra familia", dice mamá. "No ha de ser ella" digo. "¿Cómo que no ha de ser ella?", dice mamá. "Sobre que te ha abandonado, todavía te atreves a defenderla." "No la defiendo", digo yo. "Digo simplemente que puede no ser ella." "¿Acaso las chicas no van a saber si se trata de mi nuera o no, después de haber estado casada ocho años con mi hijo?", dice mamá. "No sé qué va a venir a hacer a esta ciudad", digo yo. "Nunca sabes nada", dice mamá. "¿Cómo está papá?", digo yo. "Corno siempre", dice mamá. "Bueno", dice, "ya es hora de que te acuerdes de que tenés madre y vengas a verme. Ya ni sé cómo es tu cara". "Es la misma de siempre", digo yo. "Es probable que pase el cobrador del Country una de estas tardes por tu casa", dice mamá. "Págale que estoy debiendo dos meses." "¿Necesitan algo?", digo yo. "Por ahora, nada", dice mamá. Nos despedirnos y colgamos.

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