Se saca el sombrero y lo deja sobre su rodilla. Tiene el pelo peinado a la gomina, tan liso y pegado al cráneo que parece un casquete negro recubierto de laca. La cara, llena de arrugas finísimas, se mueve constantemente, fijando una mirada débil, ora sobre el secretario, ora sobre mí. Dice que él ha visto muchas cosas en su vida, que es un hombre muy experimentado. Que él ha sido goleador en el Club Progreso, en los años cuarenta y que con sus propios ojos ha visto muchas cosas, que podría escribirse un libro con toda la experiencia que él tiene para contar. Que, según él, y sin querer ofender a nadie, hay muchas cosas que marchan mal en este país, que haría falta una mano dura capaz de "llevar el caballo hasta el disco, cosa que no se desboque". Que a él le gusta la gente humilde, y que siendo él mismo una persona humilde, que sin embargo ha conocido la gloria, "sin jatancia", se da su lugar y sabe ser de pueblo con los del pueblo, manso con los mansos y bravo con los bravos. Que nadie como él conoce esta ciudad, que él ha hecho todos los oficios y ha andado por todos los barrios, y que por eso conoce a toda la gente que significa algo para la gente.y para el deporte. Con don Pedro Candioti, por ejemplo, él ha sabido andar como si fueran hermanos, y hasta lo acompañó nadando diez kilómetros cuando don Pedro unió a nado los puertos de Baradero y Santa Fe, "sin que por eso yo no sepa guardarme mi lugar". Que ya quedan pocos hombres experimentados, de la guardia vieja, y que los pocos que quedan miran escandalizados cómo marchan los tiempos "actuales". Que él se pone a disposición del señor juez y del señor secretario, porque no tiene nada que ocultar, y que no es la primera vez que el destino lo lleva a servir a la justicia. Que en punto a lo que pasó en el boliche del turco, tiene mucho que decir, porque lo que pasó allí fue una cosa verdaderamente "tremenda", que muestra a lo que conduce cuando las personas no tienen "conduta" y no saben guardarse su lugar. Que él ya los vio venir y notó que iba a pasar algo raro, pero no quiso abrir la boca porque no estaba en su casa y él ha sido siempre respetuoso en casa ajena. Que se veía bien que ese hombre llevaba algún propósito "malino", porque fue a pararse en la punta del mostrador mirando desde ahí con una cara muy fea y oyendo la conversación de la clientela allí presente sin decir una sola palabra. También había estado mal esa mujer diciendo cosas indebidas para una mujer de su casa, "másime" teniendo en cuenta que había otras damas presentes y que podía ofender. Dice que, a su juicio, también en lo de la linterna ella estaba buscando camorra, porque encandilar de ese modo al marido para hacerle pasar un papelón delante de los presentes, era demostrar muy mala entraña. Pero que con todo, él no juzga a nadie, porque, a su modo de ver, si la mujer se quejaba de que el marido le daba mala vida, por algo era. "Así que cuando oí los tiros, ni un pelo se me movió, porque yo ya me la estaba viendo venir", dice. Le pregunto qué es lo que vio al salir al patio.
"¿Y qué iba a ver?", dice. "Lo que yo ya había cantado que iba a pasar desde que entraron. 'Másime' que él la dejaba hablar y decir todas esas cosas, y mientras tanto se reía. Yo veía que él se reía. Y también ella se reía. Hasta que pensé que todo era puro teatro y nos estaban tomando el pelo. Cuando salí al patio, vi que la camioneta pasaba bajo la luz de la esquina, a todo lo que da, y desaparecía. El turco Jozami le estaba alumbrando la cara a la mujer, y después se levantó diciendo que estaba muerta. Yo ya soy un hombre fogueado para estas tragedias. Ni un pelo se me movió. Cuando se mató Domingo Bucci, yo era su mecánico. Y yo le digo: Domingo, tengo un pálpito feo para la 'prosima' vuelta. No me gusta nada. Y él me dijo: De algo hay que morir, Pedrito, y siempre se muere rápido. Así es, señores. Yo, desde que los vi entrar con la escopeta y esos patos muertos, no di un centavo por la vida de esa mujer." Miro al vigilante. "Llévelo, nomás", digo. Él se para, y se inclina, dándole forma al ala de su sombrero negro. "No es por 'jatancia'", dice, "pero el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo. Mucho gusto, Gorosito", y estira la mano hacia mí. "Vaya, está bien", digo. Sale. Después, el policía vuelve. "Tráigame mañana a las cuatro al inculpado", le digo. "A la mañana vamos a ir con el secretario al lugar del hecho." Cuando el vigilante sale, me levanto y camino hacia la ventana. Ha oscurecido completamente, sobre los árboles de la plaza. El secretario hace resonar la máquina de escribir a mis espaldas. Después me pongo el impermeable y salgo. El corredor está desierto. Llego hasta el borde de la escalera, y asomándome a la baranda, veo al grupo de testigos cruzar el cuadrado ajedrezado, de mosaicos blancos y negros, y después desaparecer en dirección a la salida. Bajo lentamente las escaleras. Cuando llego a la planta baja, el vestíbulo está desierto. Atravieso los corredores desiertos, oscuros, y salgo a la oscuridad del patio trasero. En la oscuridad, la lluvia me golpea la cara, levemente. El automóvil es una masa más densa de penumbra, pegada sobre la oscuridad lluviosa. Cuando toco el picaporte de la portezuela, lo percibo helado. Me siento frente al volante y enciendo el motor. La luz roja del tablero toca levemente mi rostro y alcanzo a percibir sus reflejos en el retrovisor. Después hago un medio giro, lentamente, y avanzo lentamente por el patio estrecho, saliendo a la Avenida del Sur. La llovizna se adensa en masas blancuzcas alrededor de las lámparas a gas de mercurio, que arrojan una luz blanca. Avanzo hacia el oeste y en el momento en que estoy llegando a la primera bocacalle la luz roja del semáforo se apaga y se enciende la verde, de modo que doblo a la izquierda y avanzo por la calle oscura, de empedrado grueso; a mi izquierda y a mi derecha comienzan a desfilar, incrustadas entre construcciones más modernas, pequeñas y antiguas casas coloniales, de paredes amarillas y ventanas enrejadas, agolpadas sobre el cordón de la vereda, o en esquinas sin ochavas. En la calle desierta veo cruzar un perro, lentamente, bajo la luz del foco de la esquina y detenerse en los escalones que acceden a la puerta de un almacén. La puerta del almacén, en la esquina, arroja una luz borrosa hacia la calle, y distingo, al pasar, las figuras vagas de dos o tres gorilas, machos y hembras, resaltando contra el fondo abigarrado de las estanterías Después veo como la masa arbolada del parque -siluetas negras de árboles pegadas sobre la oscuridad mas difumada de la noche- avanza hacia mi, desprendiéndose de! horizonte negro Al llegar al parque doblo hacia la izquierda, v avanzo, teniendo siempre el par que a mi derecha Sus senderos bajan escalonados entre los árboles, hacia el lago, y algunos globos del alumbrado expanden una luz débil que se incrusta entre la fronda de los árboles y a cuyo alrededor se condensa la llovizna. Bordeo suavemente la curva del parque y comienzo a rodar por San Martín hasta que a mi izquierda comienza la hilera de casas. Espero que pase un camión con acoplado que avanza por la mano opuesta en dirección contraria iluminando todo el interior del automóvil con sus faros, y después cruzo v estaciono a mitad de cuadra, la parte delantera del coche apuntando hacia el norte Apago el motor, salgo del auto, v comienzo a subir la escalera iluminada Después cuelgo el impermeable en la percha del baño y me dirijo al estudio Enciendo la luz del escritorio toda la zona del escritorio se sumerge en una esfera de claridad cálida, en tanto que el resto del recinto queda envuelto en una penumbra débil Me siento un momento en el sofá doble, de espaldas al ventanal cuyas cortinas están descorridas. Cierro los ojos, y apoyo la nuca en el borde del respaldo de terciopelo Quedo en esa posición durante un momento Entonces veo, otra vez, el incendio parejo de la vasta extensión plana, que se propaga, calladamente.
Veo el vestíbulo ajedrezado del Tribunal, desierto.
Las oficinas y los corredores desiertos.
Y, de nuevo, por segunda vez, las llamas de altura regular, ondeando suavemente, en una extensión lisa que abarca todo el horizonte visible, sin crepitaciones.
Abro los ojos, sacudiendo la cabeza y me incorporo. Me paro. Me sirvo dos dedos de whisky y me los tomo de un trago, puro. Después me siento ante el escritorio. Esta el cuaderno abierto con la última frase escrita en letra apretada, hecha con tinta negra. “Los detalles son siempre vulgares”. El tercero, cuarto y quinto renglón de la página ciento quince, aparecen subrayados con una línea débil, entrecortada, hecha con una birome de color verde. También el diccionario esta abierto, y los lápices aparecen desparramados sobre el escritorio, entre el diccionario y el cuaderno. Comienzo a trabajar. Hago marcas, cruces, líneas-verticales y horizontales-, círculos, con tinta de todos colores, mientras la caligrafía apretada va llenando, entre los pálidos renglones azules, el espacio blanco de la hoja. Cuando entra Elvira yo estoy escribiendo la frase: “El único encanto del pasado es que es el pasado” Alzo la vista después de escribir por segunda vez la palabra “pasado”. Elvira me dice que ha venido el cobrador del Country, que ha vuelto a llamar mi madre v me pregunta si voy a comer. Queda parada quietamente cerca del escritorio, las manos a los costados del grueso cuerpo, la cabeza canosa inclinada blandamente hacia un costado, en el límite exacto en el que la esfera de claridad cálida de la lámpara comienza a perder intensidad y a mezclarse con la penumbra del recinto. Le digo que me sirva algo en el escritorio. Cuando ella sale, subrayo dos frases: The allways want a sixth act, and as soon as the interest of the play in intirely over they propose lo continue it. If they were allowed their own way, every comedy would have a tragic ending, and every tragedy would culminate in a farce. En ese momento suena el teléfono.
Es la voz de siempre, aflautada, chillona, como la de una mascarita, esforzándose por no ser reconocida. Me llama lo de siempre: hijo do mala madre, ladrón, invertido. Me dice que hable, que no me quede callado, que sabe muy bien que estoy ahí, escuchando. No abro la boca. Dice que no esta lejano el día en que voy a pagarlas todas juntas, con sangre y lágrimas. Me dice que ésta tarde, mientras yo estaba en los Tribunales, todo el mundo vio con escándalo como mi mujer entraba en un hotelito, en compañía de uno de sus padrillos. Me dice que ya hubiese yo querido, ese padrillo para mí, "¿no es verdad?". Emite una risa aguda, entrecortada. Después cuelga. Cuelgo, a mi vez.