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Le dije que se sentara en el sofá de cuero. Yo me senté detrás del escritorio. Le pregunté si quería un café y me dijo que no. Entonces lo miré.

Está muy bien. Luisito mató a la mujer, dije. Pero ¿qué Luisito?

Luisito, dijo el Negro. Luisito Fiore.

¿Fiore?, dije yo. ¿Y cuándo?

Anoche, en Barrio Roma, dijo el Negro. Le metió dos chumbos en la cabeza. Está loco, de remate.

Insistí para que tomara café y al fin aceptó. Me asomé a la puerta del escritorio y le grité a Delicia que mandara café. Después volví a sentarme detrás del escritorio.

¿Dos tiros?, dije yo. ¿En la cabeza?

En la cabeza, sí, dijo el Negro. Le metió dos chumbos en la cabeza.

No supe qué decirle. Al fin encontré algo.

Gracias por venir a avisarme, dije.

No vine a avisarte, dijo el Negro. Vine para que lo defiendas en el Tribunal.

Yo ya no ejerzo la profesión, dije.

Estoy viendo, dijo el Negro.

¿Seguía en el sindicato?, dije yo.

Ya no, dijo el Negro. Trabajaba en el molino, pero no seguía en el sindicato.

Lástima, dije yo.

Yo sabia que iba a terminar así, dijo el Negro. Yo sabía. Yo le decía.

Se paró otra vez y se puso a mirar la llovizna por la ventana. Desde la calle entraba una luz gris. Después el Negro se volvió hacia mí.

Yo le decía. Siempre, dijo. Le dije que se tranquilizara.

Volvió a sentarse en el sillón de cuero. El sillón crujió bajo su cuerpo tenso, oscuro. Lo encontré tan saludable que por un momento me pregunté con qué diablos se alimentaba. Me miraba con los ojos muy abiertos. Su pelo entrecano estaba volviéndolo venerable. En otras épocas el Negro tomaba dos copas y se ponía a tocar el acordeón a piano.

¿Todavía tocas el acordeón a piano?, dije. De vez en cuando, dijo el Negro. Me miró severamente. Antes defendías a los trabajadores, dijo. Sí, antes sí, dije yo.

Me han dicho que vivís del juego, dijo el Negro. Es al revés, dije yo.

Después le pedí que me contara lo de Fiore. Me dijo que había ido a cazar con la mujer y la nena a Colastiné Norte, en la camioneta del molino. Que de vuelta habían parado en un despacho de bebidas. Que a la salida, después de una discusión, le pegó dos tiros. Le pregunté si la discusión había sido violenta. Me dijo que no sabía bien. Me dijo que le había tirado con la escopeta de caza.

En cierto sentido, dije yo, es un atenuante. Le van a dar lo menos veinte años, dijo el Negro. Va a estar cómodo en la cárcel, más cómodo que afuera, dije yo. En todo sentido siempre se está más cómodo en la cárcel.

El Negro me miraba sin parpadear. Tenía la piel del rostro gruesa y muy estirada, y de la base de la nariz arrancaban dos cordones curvos que bordeaban las comisuras de los labios para ir a morir a la mandíbula.

Nunca creí que iba a encontrarte así, dijo el Negro.

Vamos, Negrito, dije yo. Somos pocos y nos conocemos. Dame todos los detalles que puedas, que no te estoy preguntando por curiosidad.

Le pregunté si Fiore y la mujer se llevaban mal, y me dijo que peleaban de vez en cuando. Lo normal, dijo el Negro. Si sabía ir a cazar seguido y si siempre iba con la mujer y llevaba la escopeta. El Negro me dijo que le parecía que sí. Le pregunté si la mujer lo engañaba. Me dijo que le parecía que no y agregó que Fiore se emborrachaba seguido últimamente. Luisito es un buen muchacho, pero yo siempre le decía, dijo el Negro. Después le pregunté cuánto tiempo hacía que Fiore había dejado la secretaría del sindicato. Mucho tiempo, dijo el Negro. Empezó a andar cada vez más mal, hasta que dejó del todo. Le pregunté si lo habían sancionado y me dijo que no.

Chupar y cazar. Era todo lo que hacía, dijo el Negro.

Después me miró y me preguntó si iba a defenderlo.

No, le dije.

Se levantó para irse, y en ese momento entró Delicia con el café. Poco más y se llevan por delante. Al ver a Delicia, el Negro vaciló.

Voy a recomendarte un abogado, dije. Un abogado mejor que yo.

Se quedó parado cerca del escritorio. Delicia dejó la bandeja con el café y salió, cerrando la puerta. Puse azúcar en el café del Negro, lo revolví, y se lo alcancé. Me tomé el mío amargo. El Negro empezó a tomar su café; su piel era casi del color del café; sus grandes ojos brillaban mucho.

El doctor Rosemberg, dije yo.

¿Es compañero?, dijo el Negro.

No. Camarada, dije yo.

¿Se puede confiar en él?, dijo el Negro.

Completamente, dije yo.

El Negro volvió a sentarse, con el pocillo de café en la mano, haciendo crujir el sillón. Le dije que iba a llamarlo por teléfono y salí del escritorio. Disqué el número de Marquitos y atendió una voz de mujer. Dije quién era yo.

Ah, dijo la mujer. Habla Clara.

Clara, dije yo. Años que no oía tu voz.

Marcos no está, dijo Clara. Ha ido al Tribunal.

Su voz sonaba como ronca.

En todo caso, lo llamo más tarde, dije yo.

A mediodía, dijo Clara. Seguro viene a comer.

Bueno, hasta luego, dije yo.

Chau, dijo Clara.

Colgamos. Volví al escritorio, y encontré al Negro mirando la llovizna por la ventana. No se dio vuelta y yo me acerqué a él.

Estará incomunicado, supongo, dije.

Sí, dijo el Negro.

Después le pregunté si él también seguía en el Molino. Me dijo que no, que tenía un reparto de soda a domicilio. Dijo que tenía un camioncito. Le pregunté si tenía teléfono y me dijo que no, pero que podía llamarlo al almacén de la esquina. Anoté el número y le dije que lo iba a llamar a la una.

Ya no son los mismos tiempos de antes, me dijo el Negro, mirándome y sacudiendo la cabeza.

Le dije que efectivamente, no eran los mismos tiempos. Me preguntó si iba a ir al velorio de la mujer de Fiore y le dije que no. Me dijo que de todos modos me dejaba la dirección, y que si quería ir al cementerio, la enterraban al otro día a las diez de la mañana.

Luisito es muy cabeza dura, dijo en la puerta. Yo siempre le decía.

Después se fue. Lo acompañé hasta la puerta, y volví al escritorio. Me paré exactamente en su lugar, frente a la ventana, y me puse a mirar la llovizna en la calle. No era la misma llovizna, seguro, pero era difícil notar la diferencia. Estaba la misma vereda gris, la calle asfaltada, la vereda de enfrente con su árbol lleno de hojas verdes y lustrosas la casa en la vereda de enfrente con sus dos balcones de celosías y baranda de bronce. La llovizna parecía también la misma.

Después de las doce llamé a Marcos y le expliqué. Me dijo que le avisara al Negro que pasara a las tres de la tarde por su casa. Llamé al almacén y pedí hablar con el Negro Esperé diez minutos y al fin la voz del Negro se oyó, jadeante. Le di el mensaje de Marcos y la dirección y colgué. Después me metí en la cama y dormí una siesta. A las cinco Delicia me llevó el mate al escritorio, y a las seis me llamó el empleado de la partida. Me confirmó la dirección y me dijo que iba a empezar a las diez clavadas. Me quedé en el escritorio hasta después de las ocho y cuando salí encontré a Delicia tendiendo la mesa. Había olor a guiso en la cocina. Delicia se había lavado el suéter negro de mi mujer, que estaba quedándole estrecho; le venía muy bien. Por primera vez noté que tenía unas manos de dedos larguísimos, oscuras. No cruzamos una sola palabra durante la comida. Después me levanté de la mesa, saqué los ciento sesenta mil pesos del escritorio, y me fui para la partida.

Era en pleno centro, a la vuelta de San Martín, de modo que fui caminando en dirección a San Martín, doblé en la esquina de Casa Escassany a las diez menos cuarto y avancé por San Martín tres cuadras hacia el norte. Pasé frente a las pizarras de La Región y me paré a leerlas, pero no decían nada de lo de Fiore. Doblé en la primera esquina hacia el este, hice una cuadra y media, crucé a la vereda de enfrente y no tuve necesidad de buscar el número porque el empleado de la partida estaba parado en la oscuridad, en el umbral de una casa. Lo reconocí por el olor de su colonia. Me dio mano y me dijo que entrara.

No sé por qué, pero la habitación en la que entramos parecía un escenario. Había una mesa larga, cubierta con carpeta bordó de terciopelo, y cinco tipos sentados alrededor. Había también dos sillas vacías. En un rincón, sobre una mesita de madera, estaba la caja de las fichas y un tipo estaba revisándola. Detrás había una cortina descolorida, que cubría una arcada. Probablemente fue eso lo que me dio la sensación de escenario. Los tipos tenían montones de fichas en la mano. Me senté en una esquina, dando la espalda a la cortina. Llamé al fichero y le pedí cien mil pesos. El tipo me trajo diez rectángulos verdes. Metí la mano al bolsillo para darle el dinero, y el tipo me dijo que arreglábamos al final. Después me preguntó si quería tomar whisky, y yo le dije que no tomaba.

El empleado se sentó en una de las sillas vacías en el medio de la mesa, y comenzó a mezclar las cartas. Uno de los cinco tipos, al que le vi cara vagamente conocida, insertó el mono en el mazo que le ofrecía el empleado y cortó. El empleado separó las dos porciones del mazo, colocó abajo la que estaba arriba, y después metió el mazo en el sabó. Después anunció el remate de la banca.

Ofrecí diez mil, y el tipo que había cortado ofreció veinte. Así que dejé que se la llevara. Entonces puse veinte mil a punto y me preparé para recibir las cartas. Eran la dama y el nueve de corazón, y cuando se vio que el tipo tenía dos negras el empleado me tiró los cuatro rectángulos verdes. Volví a jugarlos a punto y vino punto. Dejé los ocho a punto y vino punto. Me dieron dieciséis rectángulos verdes, espere. Volvió a venir punto, pero en el próximo pase me correspondía la banca. Puse cuatro rectángulos verdes, cuando me dieron las cartas comprobé que tenía un nueve trébol y un nueve de diamante. El punto no tenía más. Eché tres bancas más; cuando llegaba el cuarto pase di suite. El empleado pidió cambio; el fichero trajo las plaquetas doradas, grandes, de cincuenta mil. El empleado me dio diez de ellas, y unos ocho o nueve rectángulos verdes. El tipo que había cortado pidió doscientos mil a la caja y recibió cuatro plaquetas doradas. Su cara vagamente conocida me distraía de tanto en tanto, fugazmente.

Remató la banca por cuarenta mil y puse los cuarenta a punto, de modo que me dieron las dos cartas. Empatamos en seis. Como después del empate de seis se supone que viene banca, pensé retirar las cuatro fichas de diez mil, pero me pareció descortés hacerlo teniendo en cuenta lo que iba ganando. Vino punto.

¿Se da cuenta?, dijo el tipo cuya cara me resultaba conocida. Echa cuatro pases de banca, da la suite, después juega a punto, y viene punto.

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