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No habló con nadie en particular. Pensó en voz alta. Eso fue todo lo que dijo. Después de eso vinieron cuatro puntos más, una banca, otro punto, y el turno de la banca llegó otra vez a mi lugar. Eché cinco pases, y di la suite, y volví a jugar a punto y vino punto. A las once y media yo iba ganando tres millones de pesos. Parecía que a nadie le quedaba un solo centavo más en la mesa, salvo a mí. Todos tenían el aire de andar necesitando diez pesos para el colectivo. Entonces el tipo al que yo le había visto cara conocida se paró, se inclinó a la derecha del empleado, y le habló al oído. El empleado escuchó durante un momento y después de sacudir la cabeza me miró, preguntándome si yo aceptaría cheques. Dije que aceptaba cheques. Entonces el tipo de cara conocida me preguntó hasta qué suma aceptaría en cheques. Yo le dije que aceptaba cualquier suma, siempre que los cheques tuviesen fondos. El tipo me dijo que los cheques tenían fondos, pero que a esa hora iba a resultar un poco difícil de comprobar, ya que para hacerlo iba a haber que llamar por teléfono al jefe de cuenta comentes del Banco Provincial de Rosario, levantarlo de la cama, pedirle que se fuera hasta el banco y buscara su cuenta personal en el fichero. Le dije que prefería creerle antes que gastar ciento cincuenta pesos en una comunicación telefónica a Rosario. Entonces el tipo sacó una libreta de cheques del bolsillo interior de su saco, se sentó, y llenó un cheque. Después me lo extendió. Debo haber enrojecido algo. Era por un millón. Conté fichas, rectángulos dorados de cincuenta mil, y le alcancé veinte, guardándome el cheque. El tipo puso dos rectángulos dorados en su banca y yo copé la parada.

Echó seis bancas. Después dio la suite. Dos tipos que estaban quedándose completamente secos, le cambiaron cheques al que me había dado el del millón. A los diez minutos estábamos trenzados los cuatro en la partida más encarnizada que me ha tocado jugar en mi vida. A la una, yo no tenía una ficha, salvo los ciento sesenta en el bolsillo, de los que debía cien, y el cheque por un millón. Entonces le devolví el cheque al tipo que me lo había dado y el tipo me entregó veinte rectángulos dorados. Después él tuvo que devolver un cheque de trescientos que acababa de cambiar, y recibió seis rectángulos dorados. Los rectángulos verdes habían prácticamente desaparecido de la mesa. Servían para las propinas.

Las fichas fueron amontonándose frente a un tipo vestido de gris, que tenía un reloj de oro cuya pulsera le iba demasiado grande, de modo que cada vez que movía la mano izquierda el reloj se deslizaba hasta el borde de la muñeca. Era el que había recuperado el cheque de trescientos. Echó doce bancas seguidas, y después que giró toda la rueda y llegó su turno otra vez echó otras once. Cuando me acordé, no tenía más que los ciento sesenta en el bolsillo. Entonces pedí cien mil más en fichas, y los perdí.

Me levanté y me incliné a la izquierda del empleado hablándole al oído. Le dije que estaba debiendo cuarenta mil y que quería cien mil más. El empleado me contestó que podía dármelos, siempre y cuando yo dejara un cheque para la mañana siguiente. Le dije que no sólo no tenía cheques, sino que ni siquiera tenía cuenta en el banco, pero que para la tarde podía conseguírselos. Al final me dijo que sí. Terminé de perderlos, le dejé los billetes al cajero, y salí a la calle. Me vi envuelto en una llovizna fina y empecé a caminar lentamente. La llovizna me refrescó la cara. En la esquina me detuve, de golpe. La cara del tipo conocido se llenó de significado. Me había pedido doscientos pesos para comer, una noche, a la salida de una partida.

Volví. Entré sin hacer ruido y crucé el pasillo negro en puntas de pie. Podía oler la colonia del empleado antes de tantear la puerta. En el momento de hacer girar el picaporte y comenzar a empujar la hoja, comencé a oír la voz del empleado y risas. Cuando la puerta se abrió del todo vi la escena completa. Ya no jugaban. No había una sola ficha sobre la mesa. Estaban todos de pie, inclinados hacia el centro de la mesa. El empleado tenía todos mis billetes y los estaba repartiendo.

Oigan, muchachos, dije yo. ¿Por qué no salen de gira por los teatros del interior?

Se dieron vuelta todos al mismo tiempo y se quedaron inmóviles. Yo avancé. El tipo del reloj de oro me miraba con una especie de semisonrisa. Los otros estaban mudos y serios. Entonces el empleado metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una pistola. No por eso yo dejé de avanzar. Me estaba interfiriendo el paso.

Siempre terminan mal, estas cosas, doctor, dijo el empleado. Siempre terminan mal.

Ni siquiera me detuve para darle la cachetada. Iba a pegarle con el puño cerrado, pero no lo hice por dos razones: la primera, para no lastimarlo. La segunda, porque si le pegaba con el puño cerrado para hacerle daño y no lo conseguía, me iban a dar entre todos, hasta matarme. La cachetada surtió efecto, y el hecho de ni detenerme siquiera para pegarle, reforzó el efecto. La pistola cayó de su mano y él se hizo a un lado. Los otros rodeaban la mesa en semicírculo. Los billetes de diez mil estaban todos desparramados. Los junté con calma, los conté, y me los metí en el bolsillo. Cuando estaba saliendo, oí que el empleado decía: Siempre terminan mal, no hay nada que hacerle. Di un portazo, y en un segundo estuve en la calle. La llovizna me envolvió, otra vez. Caminaba tan despacio, que le puse más de media hora para llegar a mi casa. Entré en la oscuridad y fui hasta el escritorio. Encendí la luz, abrí el primer cajón y sacando la lata de té, guardé en ella los sesenta mil de Delicia. Después dejé mis cien mil dentro del cajón. Guardé la lata y lo cerré. Apagué la luz y comencé a subir las escaleras. Fui al baño, me desnudé, y me mojé la cabeza. Después entré en el dormitorio, en plena oscuridad, y me metí en la cama. Apenas estuve adentro comprendí que Delicia estaba allí, despierta, con los ojos abiertos, esperándome. No dijo una sola palabra. Cuando la toqué me di cuenta de que no tenía ninguna ropa puesta. Temblaba.

Juegan con trampas, Delicia, dije yo. No se atreven, y juegan con trampas. Mi abuelo sabía.

Después nos revolcamos hasta el amanecer, en silencio. Cuando desperté, era más de mediodía. Me di un baño, y bajé. Encontré a Delicia en la cocina. Estaba mirando las manchas oscuras de la galería, fijamente.

Alguna forma habrá de hacerlas salir, dijo. Le dije que me parecía difícil, y me fui para el escritorio. No hice nada de nada. Me puse a hojear mi colección de revistas, pero no encontré nada en qué pensar. Después releí el ensayo sobre Chic Young, y lo encontré algo presuntuoso. A las cinco, Delicia trajo el mate. Le dije que en el cajón estaban sus sesenta mil pesos, dentro de la caja de té. Que podía sacarlos cuando quisiera. Cuando anocheció, me fui para la cocina, comí algo, y después volví a encerrarme en el escritorio. Antes de medianoche me fui a dormir. Delicia estaba en la cama. Nos revolcamos como una hora, y después me quedé dormido. Me desperté antes del amanecer. Delicia dormía. Me levanté y fui a lavarme la cara.

Después bajé a la cocina y me preparé mate. Fui al escritorio y me puse a tomar mate mirando la llovizna por la ventana hasta que amaneció. El aire fue cambiando de color. Primero fue azul, después adquirió un tinte verdoso, y finalmente se inmovilizó en un gris acerado, que no se borró en todo el día. A las ocho busqué el número del Negro Lencina y lo llamé. Me atendió el almacenero y me dijo que esperara. Estuve como diez minutos sin oír nada, hasta que por fin la voz del almacenero sonó otra vez. Me dijo que el Negro estaba en un velorio. Yo le dije que no podía ser, que el entierro había sido el día antes. Pero el almacenero me dijo que él tenía entendido que no se trataba del mismo velorio, sino de otro, y cortó.

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