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Hay algo de autodestrucción en todo esto, Sergio, dijo Marcos. Estoy francamente preocupado.

No tengo alcohol, dije yo. Puedo ofrecerte un café. Acepto, dijo Marquitos.

Fuimos al escritorio, donde yo había dejado las revistas que Marquitos llevó a la comisaría. Las saqué de en medio y me senté. Marquitos se sentó en un sofá.

Ahí está tu frazada y el resto de tus chirimbolos, dije. Después que tomamos el café, dijo que quería dar una vuelta. Lo acompañé. Subimos al coche celeste, enfilamos para el centro, recorrimos San Martín hacia el sur, rodeamos toda la Plaza de Mayo, pasando frente a la Casa de Gobierno y al edificio de los Tribunales, y después volvimos a recorrer San Martín, esta vez hacia el norte. Pasamos delante de los corredores de la galería, y en la esquina doblamos hacia la estación de ómnibus. Enfrente estaba el Correo, todo iluminado. Después tomamos la avenida del puerto, en la que las palmeras brillaban a la luz de los globos del alumbrado, y llegamos al puente colgante. En la costanera nos detuvimos. Bajamos. Nos apoyamos en la baranda de cemento y miramos el río.

Ha de hacer dos años que no vengo por aquí, dije yo

– Sergio, dijo Marcos. Si no estás ni a veinte cuadras. Es verdad, dije yo. Pero no he venido. Noté que me estaba mirando fijamente. Hay algo en todo esto, algo… heroico, dijo Marquitos. No fabules, dije yo. Y algo de… de…, dijo Marquitos. Estúpido, dije yo.

No. No es eso, dijo Marquitos. Algo de… de-Absurdo, dije yo. No. De locura, dijo Marquitos. Sobre el río caía un haz de claridad, que lo dividía. Había esa franja amarillenta, quebradiza, y agua negra de los dos lados. Pero el agua no es nunca la misma, dijo Marquitos, cuando se lo hice observar. Por lo tanto, tampoco el reflejo es el mismo.

Es verdad, dije yo.

Me llevó de vuelta por el bulevar. En 25 de Mayo doblamos hacia el sur, y en el reloj del Banco Municipal, redondo, con números romanos, comprobé que eran las doce y veinticinco. Doblamos en Primera Junta, pasando frente al edificio donde estaba la oficina de la Inmobiliaria. El reloj de Casa Escassany dio las doce y media cuando pasamos delante de él. Cuando llegamos a la puerta de mi casa bajé del coche y le dije a Marquitos que me esperara un momento. Fui al escritorio, abrí el segundo cajón, y saqué tres billetes de diez mil pesos. Se los llevé a Marquitos y se los pasé por la ventanilla. Los agarró, diciéndome que no los necesitaba. Después me dijo que extrañaba a Rey. El Chiche fue siempre un rufián, dije yo. No, dijo Marcos. Era otra cosa. Siempre había que perdonarle todo, dije yo. ¿A quién no?, dijo Marcos.

Pensé que era una alusión a mi persona. Después puso en marcha el motor y se fue. Cuando me metí en la cama me acordé de que había visto una franja de luz por debajo de la puerta de la cocina. Me vestí otra vez y bajé. Al abrir la puerta vi a Delicia con los cinco mazos de naipes puestos sobre la mesa. Del otro lado del mazo había un montón de barajas bocarriba, en desorden. Delicia sacaba de dos en dos, y después daba vuelta las dos primeras para ver la cifra.

Dos días después me enteré de que tiraban dados en un club de las afueras. Era una partida clandestina. Me llamó por teléfono ese empleado del club que no hablaba nunca. Me dejó la dirección y me dijo que empezaba a las diez de la noche. Estuve yendo dos o tres veces por semana, y siempre perdía. No llevaba sumas muy grandes. Veinte, treinta mil. Mi corazón se ponía a palpitar cada vez que agarraba el cubilete y empezaba a sacudirlo. Sabía que el caos estaba golpeando contra las paredes de cuero, y era el caos el que rodaba por el paño verde bajo la forma de dos diminutos cubos amarillos. Después el caos cuajaba un momento, en una inmovilidad transitoria, y las manos del empleado que no hablaba nunca, borraban ese momento de estabilidad recogiendo los dados. Era como una fuerza loca emitiendo un grito y volviendo otra vez al ruido impreciso. Pensaba en los dados cuando miraba las nubes en el cielo. Tomaban una forma que duraba un segundo, y después, de golpe, bajo una apariencia de lentitud que confundía al ojo, eran otras. Perdí siempre. El veintitrés de abril, en plena lluvia, a las doce de la noche, tomé un taxi desde el club, fui hasta mi casa, y saqué tres billetes de diez mil. Ya había perdido tres. Volví en el mismo taxi. La ciudad se perdía en un montón de manchas brillantes, vista a través de los vidrios del taxi que chorreaban agua. El veintiocho de abril me quedaban cien mil pesos, aparte de los sesenta de Delicia que estaban guardados en la caja de té. El veintinueve, a las tres de la tarde, el empleado de la partida me llamó por teléfono. Me dijo que el dos de mayo iba a haber una partida clandestina de punto y banca.

Le pregunté si me estaba invitando. Lo estoy invitando, doctor, me dijo el empleado. Pero es una partida muy grande. Vienen cinco personas de afuera. Con usted serían seis.

Le dije que iba a ir. Sin embargo, no colgó. Tengo que hacerle una advertencia, doctor, dijo el empleado. Para tener derecho a entrar en la partida, hay que fichar cien mil pesos. ¿Cuánto?, dije yo.

Cien mil pesos, doctor, dijo el empleado. ¿Cien mil pesos?, dije yo. ¿Quién va a bancar? ¿Anchorena?

El empleado se rió.

Es la condición, doctor, dijo. Yo lo siento mucho pero me han dado órdenes.

Déme la dirección, dije yo.

No puedo dársela por teléfono, doctor, dijo el empleado. Venga a mi casa entonces, dije yo. Estuvo en casa a la media hora, y me dio la dirección. Le dije que tomara un café y se sentó en el sillón del escritorio. Eran unos tipos del Mercado de Abasto de Rosario, que iban a venir especialmente a jugar. Uno era un tal Capúa. Otro, un tal Méndez. Después nombró a otros tres que eran de Esperanza. Se juega sin límite, dijo el empleado. Se juega por millones de pesos.

Le pregunté si había garantías con la cuestión de la policía, y me dijo que de no haber garantías, ellos no iban a hacer la partida. Pero que de todos modos me iba a llamar el dos de mayo para darme la confirmación. Después se fue. Dejó un olor a colonia que no pude borrar con nada durante toda la tarde, y que duró hasta el otro día. No pude borrarlo ni siquiera abriendo la ventana. Me pareció que toda la casa se impregnaba con él. Me quedé mirando la llovizna por la ventana, hasta que Delicia me trajo el mate. Tenía puesto un suéter de mi mujer, color negro. Ya le estaba quedando estrecho. Me preguntó si no pensaba afeitarme y yo le dije que era muy posible que uno de esos días me afeitase. Después amago irse, y yo le dije que se quedara. Me preguntó para qué.

Simplemente, para que te quedes, dije yo.

Me miró fijamente y tuve que desviar la mirada. Después empecé a hablar.

Delicia, le dije. Sabrás que el juego es mi obsesión. Que si no puedo jugar, no puedo vivir. No sé si eso es malo o bueno, pero es así. Me han invitado a una partida grande de punto y banca. Con suerte, puedo ganar millones de pesos. Tengo algunos métodos, y si bien no es algo muy seguro, tengo tantas posibilidades de ganar como cualquiera de los otros. Depende de mi suerte. Ahora bien: de lo que me han dado por la hipoteca, mi último recurso, por otra parte, no me quedan más que cien mil pesos. Desgraciadamente, para poder entrar a esa partida tengo que fichar lo menos cien mil pesos. Eso significa que no puedo ir a jugar con menos de cien mil pesos, pero significa también que si ponen como mínimo cien mil, ésa es la cifra que se supone sirve para arrancar y nada más. Pienso que tengo que llevar ciento cincuenta, o más. Prácticamente, todo lo que pueda reunir de aquí al dos de mayo. Y lo único que puedo reunir de aquí a esa fecha son los cien mil pesos que me quedan de la hipoteca. Están también tus sesenta mil en la caja de té. Son tuyos. No tenés obligación de ninguna clase conmigo. Mi deseo es pedírtelos prestados. Para ser honrado, si los pierdo, me va a resultar algo difícil devolvértelos. Yo diría que hasta imposible. Puede pasar lo siguiente: que rematen mi casa, se cobren la hipoteca y me den el sobrante. Pero antes de que ocurra eso, va a pasar mucho tiempo. En esas condiciones, ¿estarías dispuesta a prestarme tus sesenta mil pesos? Te repito: va a ser algo difícil que yo pueda devolvértelos en caso de perderlos.

Yo le dije a usted que los guardara y usara lo que quiera en caso de necesitar, dijo Delicia.

Me paré y le di un beso en la frente. Criatura, le dije. Dios te guarde. Así que me puse a esperar el dos de mayo. Salvo el primero, lloviznó todo el tiempo. Y el primero, a eso de las nueve de la noche, también se puso a lloviznar. Me entretuve escribiendo mi octavo ensayo: Chic Young, un héroe de nuestro tiempo. Me basé especialmente en Blondie, pero saqué también mucho material de El Coronel Pipón y doña Cata. Mi tesis era que, teniendo en cuenta las observaciones que Young había hecho acerca de la vida cotidiana de la clase media, otro en su lugar se habría suicidado, o elegido el camino más fácil: la tragedia. Puse como acápite del ensayo la frase que había escrito unos días antes, acerca de la comedia y la tragedia. Estuve todo el primero de mayo pasándolo en limpio, y cuando llegó la noche, me sentí eufórico. Le pregunté a Delicia si no tenía ganas de comer afuera y me dijo que era un disparate, que estaba lloviznando. Que podíamos comer muy bien en la cocina, como de costumbre, sin ninguna necesidad de andar sacando la mesa a la galería. Estaba por explicarle que no me refería a eso, pero me pareció que no valía la pena. Que, después de todo, ella tenía razón.

Después de la comida la ayudé a lavar los platos. Cuando todo estuvo limpio, traje los cinco mazos de cartas, los mezclé, puse el nombre de Delicia y el mío en el borde superior de una hoja en blanco, y los separé con una raya vertical. Estuvimos adivinando los pases toda la noche y con tanta precisión que pasaba mucho tiempo antes de que llegara el momento de cedernos mutuamente el derecho de adivinar. Cuando nos dimos cuenta era la madrugada. Nos fuimos a dormir.

Al otro día me despertaron golpes en la puerta. La voz de Delicia me dijo que había un señor que me buscaba. Pensé que era el empleado de la partida. Le dije que lo hiciera esperar en el escritorio. Me vestí, me lavé la cara, y bajé. Cuando entré en el escritorio vi a un tipo gordo, con todo el cabello veteado de gris. Estaba de espaldas y yo le veía la piel oscura del cuello. Miraba la llovizna por la ventana. Cuando me oyó entrar se dio vuelta. Era el Negro Lencina. Estuvimos mirándonos un momento sin parpadear.

Engordaste, Negro, le dije.

Nos dimos la mano.

Luisito mató a la mujer, dijo el Negro.

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