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Eran más de veinte, y tres o cuatro de ellos llevaban ametralladoras. Rodearon la mesa ordenando que nadie debía moverse. Detrás de uno que parecía el jefe, saltó un fotógrafo y sacó dos instantáneas, haciendo estallar el resplandor de los flashes. Después nos hicieron poner de espaldas a la larga pared del salón y nos empezaron a llamar a uno por uno. Cuando llegó mi turno, me sacaron hasta la última ficha y me tomaron el nombre y la dirección. Después me mandaron otra vez a la pared.

Cuando volví, uno de los empleados estaba hablando con un grupo de jugadores. Decía que era mejor tener una araña pollito en el bolsillo que la palabra de la policía. Después nos hicieron bajar por la escalera, en fila india, y nos metieron en un ómnibus que esperaba en la puerta del club. Apenas si entró la tercera parte de los jugadores el resto se quedó esperando en el hall. Nos llevaron a la jefatura de policía y nos metieron en una pieza de techo alto, con piso de madera. Un tipo iba haciendo una lista a máquina con nuestros nombres y direcciones. Cuando llegó mi turno, el tipo me preguntó si quería dejar algo en deparo. Le dije que no.

Cuando llegaron las otras dos tandas de jugadores, los hicieron poner en fila y les tomaron el nombre y la dirección. Después empezaron a distribuirnos en las seccionales. Me tocó ir a una comisaría de barrio, con otros cuatro tipos. Uno era un gordo que tenía un solo diente y era adicionista en el cabaret Copacabana. Otro era uno de los empleados que atendían la mesa, un tipo que no decía una sola palabra. El tercero era un vendedor de máquinas de escribir. El cuarto, ya ni recuerdo quién fue. Llegamos al alba a la comisaría, y nos distribuyeron por todo el edificio porque se suponía que estábamos incomunicados.

El vigilante que me encerró me dijo que si necesitaba algo golpeara las rejas. La puerta de la celda daba a un patio en el que había un motor para sacar agua. Detrás del tapial, se veía la parra sin hojas de la casa vecina. El borde del tapial estaba lleno de vidrios rotos de botellas. Cuando se fue el vigilante, me tiré en el piso de Pórtland me quedé dormido. Desperté porque alguien me estaba sacudiendo. Era un vigilante, pero distinto del de la mañana. Tenía anteojos. Me dijo que había venido a verme un familiar y que preguntaba si necesitaba algo. Le dije que ya salía. Salí detrás de él al patio y esperé ahí. Miré hacia la galería delantera del edificio, pero no pude ver ninguna cara conocida. Después el vigilante volvió y me habló en voz muy baja, diciendo que esperara un minuto. Volví a la celda. La puerta de reja estaba abierta. Enseguida volvió el vigilante y me dijo que lo siguiera.

Llegué a la galería delantera, detrás del vigilante, y lo seguí adentro de una oficina. Detrás de un escritorio había un oficial. Me dijo que habían venido a visitarme y que aunque estaba prohibido me iban a permitir hablar unos minutos con la visita. Dijo que yo estaba incomunicado, y que por lo tanto no debía comentar con nadie que me habían dado permiso. Me llamó doctor, de modo que supuse que me conocía de alguna parte. Me metieron en otra habitación y adentro estaba Marquitos, sentado en una silla. Sobre una mesa había una frazada doblada y un paquete envuelto en papel blanco. Marquitos me dio la mano y me preguntó cómo estaba.

Preso, dije yo.

Me dijo que en el paquete había pan y un pollo frío y me dijo que estaba tratando de sacarme. Le pregunté qué día era.

Sábado, dijo.

Le dije que no se molestara, que hasta el lunes no había nada que hacer y que le avisara a Delicia.

No le digas que estoy preso, dije.

¿Te parece que no es una razón demasiado boluda como para caer preso?, dijo Marquitos.

Le dije que todas las razones eran boludas, para caer preso. Que si él se abstenía de sermonearme, yo iba a soportar mejor el hecho de estar preso. Marquitos me dijo que yo tenía mala cara.

Perdí la buena al punto y banca, hace tiempo, dije yo.

Te confieso que no entiendo nada de tu vida, dijo Marquitos.

Le dije que le agradecía la frazada. Esta noche, a última hora, voy a volver para ver cómo marcha todo, dijo Marquitos.

Alcé la frazada y el paquete envuelto en papel blanco y me dirigí hacia la puerta. Ahí me detuve y me volví.

Lamento mucho no poder darte el gusto de estar en mi lugar, dije, y salí.

Cuando abrí la frazada para extenderla sobre el piso de portland vi que un libro caía de adentro. Lo alcé y comprobé que era El Jugador de Dostoievski. Dejé la frazada y el paquete y me senté cerca de la puerta, a leerlo. Al anochecer se encendió una lamparita. Como estaba refrescando, me envolví en la frazada y me senté en un rincón, cerca de la luz. A eso de las ocho ya había terminado de leerlo. Hablaba mucho de la codicia, la ambición, la debilidad, los rusos, los franceses, los ingleses. Hablaba, incluso, de jugadores. Pero del juego no decía una palabra. Al parecer, tenía demasiado claro de qué se trataba como para perder el tiempo hablando de él. O, como mi abuelo, era un hombre de otra generación. La última página me pareció lo mejor del libro. Después se apagó la luz. Cuando el vigilante vino a hablarme le pregunté qué hora era y me dijo que ya eran las diez. Me dijo que habían venido a verme. Yo le dije que dijera que no me había podido despertar. Durante la noche, me desperté varias veces, helado. Cuando abrí los ojos al otro día ya no lloviznaba y estaba saliendo el sol. Iba a hacer un día agradable. En el suelo, vi el paquete intacto envuelto en papel blanco. Lo abrí, le arranqué una pata al pollo, y empecé a comérmela. Después golpeé la reja y cuando vino el vigilante le dije que quería ir al baño. Era el mismo vigilante de la mañana anterior. Me preguntó cómo había pasado la noche y yo le dije que la había pasado durmiendo. Antes de las nueve, llegó Marcos. Me hicieron pasar otra vez a la habitación donde él me esperaba. Sobre la mesa había otro paquete envuelto en papel blanco y un termo anaranjado. Me preguntó cómo había dormido. Sentado, dije yo.

Fui a avisarle a la nena, dijo Marcos. En ese termo hay café con leche.

¿Qué te dijo?, dije yo.

Nada, dijo Marquitos. Le pregunté si necesitaba algo, y me dijo que no, que estaba bien.

Ella siempre dice que está bien, dije yo.

Sí, parece ser de esa clase de gente, dijo Marquitos.

Después le dije que no me trajera más de comer, que con ese pollo me alcanzaba y me sobraba.

¿No querés afeitarte?, dijo Marquitos.

No, dije yo.

De todos modos no te ofenderás si vuelvo esta tarde a preguntar cómo van las cosas, ¿no es cierto?, dijo Marquitos.

En absoluto, dije yo. A propósito, si volvés, ¿podrías hacerme el favor de traerme dos o tres revistas de historietas? El Tony, si fuese posible. Y si es posible, algún cuaderno, o cosa así, y un lápiz.

Sí, dijo Marquitos. El Tony, ¿no?

Eso, sí. El Tony, dije yo.

Después Marquitos se fue, y yo me volví al calabozo. Me serví dos vasos de café con leche y después cerré el termo. Por pura curiosidad abrí el segundo paquete y comprobé que estaba lleno de bollitos. Volví a envolverlos, y dejé el paquete en el suelo, junto al del pollo. Después me senté cerca de la puerta, y me puse a mirar el sol de la mañana.

Así que los dos círculos se habían tocado. Mientras yo iba duplicando mis rectángulos verdes, ellos hablaban por teléfono, se preparaban, recogían las ametralladoras, salían de jefatura, entraban en los automóviles, avanzaban hacia el club. Bajaban de los coches, subían las escaleras, entraban en la sala de juego. En ese momento yo me estaba parando. Había acertado un último pase a banca, un penúltimo, también a banca, había jugado un empate, y tres pases de punto. Hacia atrás, podía ir comparando el desarrollo interno de los dos círculos y ver cómo coincidían uno con otro, sin que no obstante no hubiese entre ellos ninguna relación. Cuando ellos llegaron, el allanamiento ya había sucedido. Pero había sucedido para ellos, no para nosotros. Gané todos los pases chicos, los de diez, veinte, cincuenta mil. Pero el pase más grande, el que me llevó todo, lo perdí. Ése era el pase que estaba jugándose esa noche, y yo aposté a ciegas por el contrario. De modo que perdí. Ellos atravesaron por un momento la superficie de nuestro círculo, pasaron como un vendaval, y bastó para que yo perdiera todo.

Cuando a las dos de la tarde Marcos volvió con las revistas, el cuaderno y el lápiz, le dije que no viniese más. Leí las revistas, pero no usé ni el lápiz ni el cuaderno.

Me largaron al otro día al anochecer, después de haber prestado declaración ante el secretario del juzgado. El secretario me conocía y me dijo que iba a ver cómo arreglaba la cuestión del proceso. Dijo también que todos éramos humanos.

Algunos más que otros, dije yo. Probablemente. Sí, dijo el secretario. Cuando un tipo no sabe qué hacer para hincharle las pelotas al prójimo, hay que recomendarle que se meta en la policía. No se preocupe, doctor, acá va a hacerse todo con discreción.

Le pregunté por qué había que tener discreción. Me miró, pero no me dijo nada. Yo le soporté la mirada. Cuando salimos de jefatura, el adicionista del cabaret me dio la mano y me dijo que fuera a visitarlo una de esas noches, para tomar una copa. Le dije que yo no tomaba.

Encontré a Delicia en la cocina, con su cuaderno abierto. Había empezado a dibujar otra vez la letra a. Le conté que había estado preso, y que hacía tres días que no me lavaba la cara. Después subí al baño, me afeité y me bañé. Mientras me afeitaba tuve oportunidad de mirarme en el espejo. Sí, estaba mucho más delgado, y la barba estaba comenzando a encanecer. También tenía algunas canas en el cabello. Pero para mí, yo seguía siempre igual. Eran los otros los que notaban los cambios, cuando ya habían sucedido. Así que estaba envejeciendo. Iba a pasar una vez más enteramente, hasta desaparecer. Alguien más que quería saber algo iba a sentir el apagón súbito, desapareciendo cuando apenas había entrevisto la posibilidad de encontrar un camino. Podía vivir treinta, cuarenta, cincuenta años más.

Daba lo mismo. Había llegado al punto en el cual se podía comprender que la zona que yo me había dedicado a esclarecer era desentrañable. Desde fuera, yo pasaba como un meteoro, dejando una cola verde que empezaba a esfumarse en el mismo momento de comenzar a arder. Un apagón, y todo iba a quedar en la oscuridad. Del relumbrón fugaz de la chispa, a lo negro. Me miré en el espejo. Ese soy yo, pensé. Soy yo. Yo.

Después me desnudé y me metí bajo la ducha. Cuando bajé, Delicia estaba preparando la comida. Nos habíamos sentado a comer, cuando sonó el timbre de la puerta de calle. Era Marquitos. Le dije que comiese algo y empezó a pelar una naranja. Me preguntó cómo estaba. ¿Realmente estás tan preocupado?, le dije. Terriblemente, me dijo. Bueno. No estés, dije yo.

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