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La aversión de Delia por el humo del tabaco era extrema y bastante inexplicable. No concebía que se fumara en el interior de una casa. Había logrado que su marido, al casarse, abandonara el hábito, milagro menor pero llamativo de todos modos. Hasta cierto punto, se había olvidado de que eso existía. Se quedó mirando con incrédulo horror el humo que se elevaba, en la quietud sobrenatural del aire de ese interior.

El Chiquito entró por la puerta del pasillo y se inclinó a tomar el cigarrillo. Estaba en calzoncillos y camiseta, hirsuto, despeinado y con cara de pocos amigos. Fue a la cocina.

Volvió casi de inmediato con los huevos fritos en la sartén. Cruzó el salón y se metió por la misma puerta por donde había venido antes… Al extremo del pasillo había un comedor. Delia, asomándose del sillón tras el que se había escondido, lo vio sentarse a la mesa, vaciar la sartén sobre un plato y ponerse a comer. La sorpresa la había paralizado, al reconocerlo. En un instante, y sin ser para nada una intelectual, en una inspiración súbita resumió la circunstancia en una epigramática inversión a lo que se había venido diciendo hasta ahora: era ella, ella misma, y sin quererlo, la que le había jugado una mala pasada a su destino.

De pronto el Chiquito soltó un grito. Se había metido en la boca un huevo entero sin recordar sacarse de los labios el pucho, y la brasa le quemó la lengua. Escupió un chorro de materia viscosa blanca y amarilla que fue a dar sobre una mujer sentada frente a él. Era Silvia Balero, que había sufrido una pronunciada transformación desde la última prueba que había hecho con la costurera: estaba negra. Por su rostro, pecho y brazos negros corría la baba de huevo sin que se le moviera un músculo. Parecía una estatua de ébano. El Chiquito se precipitó gimiendo por el pasillo y volvió con una curita en la lengua. Tomó varios vasos de vino al hilo. La Balero seguía inmóvil, sin parpadear, y toda ella en ese negro amoratado. El camionero terminó su cena, peló una naranja tirando con descuido las cáscaras al piso, y al fin encendió otro cigarrillo. Durante todo este tiempo había estado hablando con su invitada, pero con palabras guturales, que no se entendían. La mujer negra se sacudía a intervalos y soltaba unas palabras sin sentido. Era increíble que una rubia natural de tez blanquísima como Silvia Balero hubiera tomado de la noche a la mañana ese tinte oscuro. El Chiquito, olvidado ya de su accidente, soltaba grandes carcajadas, parecía contento, sin la menor preocupación en el mundo…

Hasta que, cuando encendía su tercer o cuarto cigarrillo Brasil de sobremesa, Delia, detrás del sillón, no pudo evitar un resoplido o tosecita de irritación (el aire se estaba volviendo irrespirable). El Chiquito la oyó y giró su formidable corpachón haciendo crujir la silla, cuyas patas, por lo violento de la torsión, se enroscaron unas en otras. Qué curioso que a alguien tan fornido le hubieran puesto ese apodo: Chiquito. Seguramente se lo habían puesto en la infancia, y después le quedó. Pensar en una antífrasis o ironía estaba fuera de lugar, en su ambiente.

Delia retrocedió arrastrándose hasta la puerta más próxima, y no bien se creyó fuera de su vista corrió. Por suerte había salidas por todas partes… Pero esa misma exuberancia contribuía a circularizar el laberinto, y aumentaba el riesgo de precipitarse en manos de su perseguidor. Delia había abandonado toda idea de pedir refugio o ayuda para volver a casa. Por lo menos ahí. No había tenido tiempo para pensar, con la sorpresa y el espanto, pero no importaba. Estaba descubriendo que también se podía pensar sin tiempo.

El Chiquito se le venía encima, vociferando:

– Quién anda ahí, quién anda ahí…

"Por lo menos no me reconoció", se dijo Delia, que en la desesperación quería preservar su coexistencia en el barrio… si es que alguna vez volvía.

Buscaba el dormitorio por el que había entrado, para salir por los biombos suspendidos… Pero fue a dar a un lugar por completo diferente, una maraña metálica oscura e intrincada. Se enredó sin remedio en sus vericuetos. Como si no fuera poco con la inercia que llevaba, encima se obstinó en seguir adelante, metiendo una pierna, después otra, un brazo, la cabeza… Era el motor del camión, dormido por el momento… Pero ¿y si se ponía en marcha? Esos fierros en movimiento la triturarían en un segundo… Sintió algo pegajoso en las manos: era grasa negra, y ya se había ensuciado con ella de pies a cabeza. Fue el colmo de la angustia. Prácticamente no podía moverse, ni para atrás ni para adelante, enganchada a la maquinaria por todos lados… Y los pasos y gritos del Chiquito se acercaban, retumbaban en los émbolos mastodónticos… ¡Estaba perdida!

En ese momento una gran sacudida hizo trepidar todo. Por un momento Delia temió que lo más horrible hubiera sucedido: que el motor estuviera en marcha. Pero no era eso. La agitación se multiplicó, y era todo el camión el que estaba bailoteando sobre sus treinta ruedas. Un silbido fortísimo lo envolvía y atravesaba las chapas. Todos los olores le volvieron a la nariz y se desvanecieron. La tocó una corriente de aire frío.

"Se levantó viento", pensó automáticamente. ¡Y qué viento!

La reacción del Chiquito fue sorprendente. Se puso a gritar como un loco. Como si su peor enemigo se hubiera hecho presente en el peor momento.

– ¡Otra vez vos, maldito! ¡Ventarrón hijo de mil putas! ¡Esta vez no te vas a escapar! ¡Te voy a mataaaaaar!

La respuesta del viento fue aumentar su potencia mil veces. El camión trepidaba, sus chapas tableteaban, todo el interior se entrechocaba… y, lo más importante, parecía hincharse con el aire introducido a presión… incluidas las piezas del motor… Delia se sintió libre y de inmediato una corriente la arrebató, la llevó rebotando y resbalando en la grasa hacia un vórtice en el radiador, en el enrejado donde los silbidos se refractaban como diez orquestas sinfónicas en un tutti ciclópeo… La rejilla cromada voló, y Delia saltó tras ella, y ya estaba afuera, corriendo como una gacela.

Se sorprendía ella misma de lo rápido que iba, como una flecha. Solía jactarse con razón de su agilidad y energía, pero dentro de la casa, barriendo, lavando, cocinando, todo lo más caminando de prisa por el barrio, con pasos cortitos, cuando iba a hacer los mandados, nunca corriendo. Ahora lo hacía sin esfuerzo alguno, y devoraba la distancia. El aire le silbaba en las orejas. "Qué velocidad", se decía, "¡lo que puede el miedo!"

Cuando se detuvo, el silbido se volvió un susurro, pero persistía. El viento seguía envolviéndola.

– Delia… Delia… -la llamó una voz desde muy cerca.

– ¿Eh? ¿Quién…? ¿Qué…? ¿Quién me llama? -preguntó Delia, pero corrigió su tono algo perentorio por temor a ofender; se sentía tan sola, y su nombre había sonado con tan exquisita dulzura-. ¿Sí? Soy yo, soy Delia. ¿Quién me llama? -Lo decía casi sonriente, con expresión intrigada e interesada, y también un poco temerosa, porque parecía una magia. No había nadie cerca, ni lejos, y el camión ya no estaba a la vista.

– Soy yo, Delia.

– No, Delia soy yo.

– Quiero decir: Delia, oh Delia, soy yo quien te habla.

– ¿Quién es yo? Perdóneme, señor, pero no veo a nadie.

La voz era de un hombre: grave, culta, modulada con una calma superior.

– Yo: el viento.

– Ah. ¿Es una voz que trae el viento? ¿Pero dónde está el hombre?

– No hay ningún hombre. Soy el viento.

– ¿El viento habla?

– Me estás oyendo.

– Sí, sí, lo oigo. Pero no entiendo… No sabía que el viento podía hablar.

– Yo puedo.

– ¿Qué viento es usted?

– Me llamo Ventarrón.

El nombre le sonaba conocido.

– Me suena… ¿No nos hemos cruzado antes?

– Muchas veces. A ver si te acordás.

– ¿Usted se acuerda?

– Por supuesto.

Hizo memoria.

– ¿No fue aquella vez…?

– Sí, sí.

– ¿Y aquella otra cuando…?

– ¡Sí! Qué buena fisonomista sos.

No lo decía en broma. Debía de ser un modo de hablar.

– ¡Cuántas veces…! Ahora me acuerdo de otras, pero podría estar horas mencionándolas.

– Yo te escucharía sin aburrirme. Sería música para mí.

– Millones de veces.

– No tantas, Delia, no tantas. Además, soy inconfundible.

Era muy amistoso, realmente. Pero la pobre Delia no estaba en condiciones de llevar su cortesía al punto de internarse en registros proustianos, así que pasó a un asunto más inmediato.

– ¿Usted me salvó del camionero?

– Sí.

– Gracias. No sabe cuánto se lo agradezco.

– Me he estado ocupando de vos desde que viniste aquí, Delia. ¿Quién creías que te salvó de esos vientos juguetones que te hacían bailar en el cielo, y te depositó en tierra sana y salva? ¿Quién detuvo la puerta del camión cuando estaba a punto de cortarte la cabeza?

– ¿Fue usted?

– Sí.

– Entonces gracias. No habría querido darle tantas molestias.

– Lo hice por gusto.

– Es que no sé cómo tuvieron que pasarme esos accidentes, cómo me metí en estos problemas… Lo único que sé es que salí en busca de mi hijo…

– Son cosas que pasan, Delia.

– Pero antes nunca me habían pasado.

– Es cierto.

– Y ahora… Estoy perdida, sola, sin nada…

– Lloriqueó un poco, abrumada.

– Estoy yo. Yo me ocuparé de que no te pase nada malo.

– ¡Pero usted es viento! Perdone, no sé lo que digo. ¡Es que yo quiero a mi hijo, a mi casa…!

– No tenés más que decírmelo, Delia. Yo puedo traerte lo que quieras. ¿Tu casa, dijiste?

– ¡No! -exclamó Delia, que ya veía su casa volando por los aires y cayendo hecha un montón de escombros a sus pies en aquel páramo-. No… Déjeme pensarlo. ¿En serio puede traerme lo que yo le pida?

– Para eso soy el viento.

Habría querido pedirle lo contrario: que la llevara a ella a su casa… Pero, aparte del miedo que le daba volar, tuvo en cuenta que no era eso lo que le había ofrecido Ventarrón. Comenzó a sentir una suspicacia. La pregunta que venía a cuento en este punto era: "¿Por qué a mí?" Pero no se atrevió a hacerla. Lo que había oído hasta ahora se parecía a una declaración de amor, y ella no sabía qué intenciones podía tener ese ser misterioso. Prefirió seguir conversando por una vía menos comprometida.

– Debe de ser interesante ser un viento, ¿no?

– Yo no soy un viento cualquiera. Soy el más rápido y el más fuerte. Ya viste lo que le hice a ese camión.

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