Tenía las luces apagadas, estaba oscuro y silencioso, como una formación natural emergida de la meseta. Sus treinta ruedas, altas como Delia, hinchadas de atmósferas negras, se apoyaban en la tierra perfectamente nivelada. Debía de ser eso lo que le daba la apariencia de edificio.
La náufraga marchó hacia la parte delantera, y al llegar a la cabina le dio la vuelta mirándola con cautela, empinándose para ver adentro. El parabrisas, del tamaño de una pantalla de cine, cubría la mitad superior de la trompa chata. En el vidrio se reflejaban las constelaciones, y además se había estrellado en él una colección de mariposas que el conductor no se había tomado el trabajo de limpiar. Los pedacitos de ala, celestes, anaranjados, amarillos, todos con un brillo metálico que concentraba la luz del firmamento, habían quedado pegados por su gel fosforescente, recortados en formas caprichosas en las que Delia, aun en su distracción, reconoció corderos, autitos, árboles, perfiles y hasta mariposas.
Adentro no se veía nadie, pero eso no la asombró. Sabía que los camioneros, cuando estacionaban de noche para dormir, se acostaban en un pequeño apartamento que tenían detrás de la cabina, a veces con capacidad para dos personas o más. Al parecer se las arreglaban para estar bastante a sus anchas. Nunca había visto uno, pero le habían contado. Omar, su hijo, le había contado de las comodidades personales que tenía el Chiquito en su camión, sobre el que siempre estábamos trepados jugando. Aun haciendo la deducción correspondiente a la fantasía y la relación de dimensiones de un niño, ella le había creído, porque otros se lo habían confirmado y además era razonable. Estaba segura de que este camión nocturno, tan grande y moderno, no sería menos que el de su barrio (no sabía que eran el mismo).
Fue a la portezuela del lado del conductor y golpeó. Esperó un ratito, y como no hubo respuesta volvió a golpear. Esperó. Nada. Volvió a golpear. Toc toc. Nadie respondía. El camionero no se despertaba. Pero… ¡qué olor a huevo frito! Delia no probaba bocado hacía una enorme cantidad de horas, así que más que sorprenderla, ese aroma incongruente la puso fuera de sí de indignación contra su hado burlón y le dio ánimo para volver a golpear la puerta. "Yo entro", se dijo al ver que persistía el silencio. Aun así, esperó un poco, y volvió a golpear. Era inútil. Golpeó una vez más, ya sin esperanzas, y se quedó un minuto más atenta, expectante. Volvió a sentir el olor. Le resultaba obvio que provenía de adentro del camión, el camionero debía de estar haciéndose la cena. ¡Y ella afuera, muerta de hambre y cansancio, a cientos de leguas de su casa! "Yo me meto, qué me importa", pensó, pero, por un resto de cortesía, volvió a golpear tres veces con los nudillos en la chapa sólida de la puerta, que parecía fierro. Esperó a ver si por casualidad esta vez la oía, pero no fue así.
Entrar, aun tomada la decisión, no era tan fácil. Esos camiones parecían hechos para gigantes. La puerta estaba altísima. Pero tenía una especie de estribo, y desde allí alcanzó a asir la manija. Aunque no estaba puesta la traba, accionar ese picaporte hidráulico exigía una fuerza casi sobrehumana. Terminó colgándose de él con todo su peso, y así pudo. La puerta de un camión, como la de cualquier vehículo, a la inversa de la de una casa, se abre hacia afuera. Y ésta se abrió toda, acogedora, pero se llevó a Delia en su arco… El estribo desapareció bajo sus pies y quedó balanceándose colgada de la manija, a dos metros del suelo. No podía creer que estuviera haciendo esas piruetas, como una niña traviesa. "¿Y ahora qué hago?" se preguntó con alarma. Aquello no parecía tener solución. Podía dejarse caer, confiando en no romperse una pierna, y después volver a subir por el estribo. En ese caso no veía cómo podría volver a cerrar la puerta, aunque eso era lo de menos. Sea como fuera, lo hizo al modo difícil: estiró una pierna en el aire hasta tocar la pared de la caja, se impulsó con fuerza cerrando la puerta, y sin dejar que ésta hiciera contacto, en el momento justo soltó la manija y se aferró de un manotón al espejo retrovisor. Así colgada logró meter el cuerpo por la abertura hasta poner un pie en el interior y con una segunda acrobacia arriesgada soltó definitivamente la manija y se asió del volante. Este no era tan firme como sus apoyos anteriores; giró, y Delia, sorprendida, quedó horizontal de pronto, y en el apuro abrió las dos manos y se las llevó a la cara. Por suerte cayó adentro, en el piso de la cabina, pero la cabeza quedó colgando afuera, y la puerta, en el último vaivén, se le venía encima… La habría decapitado limpiamente si una fuerza desconocida no la detenía a un milímetro del cuello. El borde metálico afiladísimo se alejó blandamente y Delia sacó la cabeza sin esperar a que volviera. Se movió, en extremo incómoda, tratando de subir al asiento. Tan grande era el espacio, o tan pequeña ella, que pudo ponerse de pie, de espaldas al parabrisas.
Quiso dar media vuelta y sentarse a esperar que su corazón se calmara, pero no pudo hacerlo. Con terror sintió una presión de acero que le rodeaba la cintura y no la dejaba moverse. Si se hubiera desmayado, y faltó poco por el espanto que la embargaba, habría quedado de pie sostenida por ese anillo impiadoso. Y no era una ilusión, ni un calambre, porque se llevó las dos manos a la cintura y sintió esa especie de víbora rígida, durísima y muy suave al tacto, que la rodeaba como un cinturón demencial. No gritaba porque no le salía la voz, no porque tuviera la boca cerrada. Podía girar a la derecha y a la izquierda, pero siempre en el mismo lugar; eso no cedía ni un milímetro, aunque curiosamente aceptaba girar un cuarto de círculo con ella cada vez que lo intentaba. Tardó unos agonizantes segundos en comprender que al ponerse de pie había metido el cuerpo por dentro del volante, que ahora tenía a la cintura.
Salió por arriba, y se dejó caer en el asiento, que olía a cuero y grasa, jadeando enroscada, preguntándose por milésima vez por qué le tenían que pasar cosas tan desagradables. Se habría dormido, tan agotada estaba, de no ser por el olor a fritura, que aquí adentro, sólo ahora lo advertía, se había intensificado.
Le llevó un rato calmarse y volver a considerar su situación. Había quedado de cara al parabrisas, y lo que vio por él le hizo levantar la cabeza. Tenía frente a ella la maravillosa Patagonia nocturna, entera e ilimitada. Era una meseta blanca como la luna, y un cielo negro lleno de estrellas. Demasiado grande, demasiado hermoso, para abarcarlo con una sola mirada; y sin embargo así debía hacerlo, porque nadie tiene dos miradas. Ese panorama parecía reposar en el negro puro de la noche, pero al mismo tiempo era pura luz. Estaba tachonado de pequeñas manchas negras, como agujeros de vacío, recortados en formas muy netas y caprichosas, en las que el azar parecía haberse empeñado en representar todas las cosas que una conciencia fluctuante quisiera reconocer, pero sin reconocerlas del todo, como si la plétora figurativa excediera el ser de las cosas. Esas manchas eran el revés, visto desde adentro, de los pedazos de alas de mariposa pegados al vidrio del parabrisas.
Cuando al fin Delia pudo apartar la vista del espectáculo grandioso, admiró el instrumental que adornaba el tablero. Había cientos de cuadrantes, relojitos, agujas, perillas, diales, botones… ¿Todo eso se necesitaría para manejar un camión? No había una palanca de cambios: había tres. Y una decena más erizaba el eje del volante. Este era tan desmesurado que no le extrañó haberse metido adentro sin querer; lo extraño habría sido errarle. Abajo, en la sombra, se vislumbraba una maraña de pedales. Se sintió muy pequeña, muy disminuida, y se acordó de sacar los pies del asiento.
Pero tuvo que volver a ponerlos en él, más aun: pararse sobre el asiento, para acceder a los aposentos del camionero. Sabía, por las descripciones de Omar, que la entrada estaba por encima del respaldo, y allí se asomó a mirar. Había un doble biombo horizontal, que cortaba dos veces una luz dorada. Iba a llamar, pero unos ruidos sordos, y el eco muy apagado de una voz la atemorizaron de pronto. En realidad no sabía adonde se había metido, en qué boca de lobo. Pero ya no era cuestión de retroceder. Con esa lógica siempre fallida de los intrusos corteses, prefirió no llamar sino meterse en puntas de pie, para preparar de algún modo la sorpresa; no fuera que le produjera un paro cardíaco al camionero desprevenido, o no le diera tiempo de ponerse los pantalones.
Se metió, las piernas primero. Al descolgarse cayó más de lo que esperaba. Se deslizó por uno de esos biombos, que se inclinaba por estar pegado a la pared trasera de la cabina con bisagras. Se vio en ese dormitorio rutero del que tanto había oído hablar. Había dos camas muy cerca una de la otra, las dos sin hacer. El desorden y la suciedad eran indescriptibles: revistas de historietas, ropa, aves disecadas, cuchillos, zapatos… Una velita encendida sobre la cómoda alumbraba el tugurio. Para una mujer sola y extraviada como ella, esa atmósfera era un presagio de cualquier cosa. Una parte de su conciencia lo supo, la otra estaba ocupada en tratar de ver lo que pasaría después. Esta última tomó la iniciativa; salió por una de las dos puertas, al azar, y atravesó un cuarto de trastos que no miró, rumbo a otra puerta, al otro lado de la cual había un saloncito con sillones de cuero. Se detuvo entre ellos mirándolos sin poder creerlo. Aquí no había luz, salvo la que venía de la puerta abierta, por donde se oían ruidos. El salón tenía cuatro puertas, una a cada lado. Todas estaban abiertas. Echó una mirada por la más oscura, que daba a un pasillo, y luego a la siguiente: una oficina, con un gran escritorio de tapa, donde se repetía el desorden y la suciedad del dormitorio. Se metió por ahí, salió por la puerta del otro lado y se encontró en un vestíbulo con sillas. Y tres puertas. Cruzó la primera a la izquierda: un dormitorio desocupado, con la cama tendida. En realidad no parecía una cama sino una especie de mesa baja y muelle… También allí había otra puerta. Notó retrospectivamente que las había en todos los ambientes, como si se hubieran preocupado por obtener un máximo de circulación. El resultado era que estaba perdida. Siguió adelante, y de algún modo llegó a la cocina, que era la fuente de la luz que se difundía por todo ese dédalo.
Allí, creyó que el momento de la verdad había llegado, aunque no había nadie. Pero la hornalla estaba prendida, y dos huevos crepitaban friéndose en la sartén. El cocinero debía de haber salido un momento, quizás en su busca si es que la había oído. Un Petromax grande hacía enceguecedor ese reducto lleno de cacharros y comestibles. La pila de vajilla sucia era increíble, y había residuos tirados por todas partes, y hasta pegados en las paredes y el techo. Una sumaria mirada a la sartén le indicó que los huevos fritos estaban casi a punto. En la mesada, una botella de vino tinto por la mitad y un vaso. Se asustó y salió de prisa: irrumpió en la sala donde había estado antes, que ahora le pareció distinta por un olor nuevo que redobló sus temores. Siguiendo con los ojos una voluta de humo, vio que en el cenicero de la mesita ratona entre los sillones había un cigarrillo Brasil recién encendido. Pero seguía sin haber nadie… Qué extraño.