– ¡Callate, puta!
– ¡No soy eso que usted dice! ¡Soy costurera!
– ¡Callate! ¡No me hagas reír! ¡Grrragh!
Había crecido mucho. Los separaban unos pocos metros… Entonces, se interpuso el viento, como última defensa. Sopló furiosamente, pero el Monstruo se rió más fuerte. ¡Qué poco podía hacer el viento contra una transformación! El viento es viento, y nada más. ¿Cómo podía haberse enamorado de Delia? ¿Cómo podía habérselo creído ella? No se puede ser tan inocente. El caballero don Ventarrón, el paladín… Soplaba a lo loco tratando de frenar al Monstruo, pero no era más que aire…
El instante también tiene su eternidad. Dejemos en ella a Delia, mientras me ocupo de los otros invitados.
El Chiquito y Ramón frenaron sus vehículos a cierta distancia y se estudiaron un momento. El primero llevaba al lado a una Silvia Balero descompuesta y aturdida como un zombi. Del otro, se veían apenas los ojos por la medialuna estrecha encima de la trompa de su tatú rodante. Al fin el camionero abrió la portezuela, sacó una pierna… Los ojos de Ramón desaparecieron de la ranura y poco después salía por atrás. Se acercaron sin sacarse la vista de encima.
– Buenas tardes -dijo el Chiquito-. Tengo que pedirle un favor, si va para Pringles: que lleve a esta señorita. Tuvo un accidente, y desde aquí es difícil conseguir transporte.
– ¿Y usted?
– Sigo para el sur. Voy a buscar una carga, me están esperando desde esta mañana en Esquel. Ya estoy retrasado.
– Pero después vuelve, y seguramente tendrá lugar para ella.
– Es que la señorita tiene la mayor urgencia por estar en Pringles. Mañana a las diez se casa.
– ¿Se casa?
– Así me dijo. Se imaginará su estado. Está histérica. No la aguanto más.
– Todos tenemos problemas.
– De acuerdo. Yo también.
– Pero cargar con los problemas ajenos…
– Escuche, Siffoni, yo me la encontré por ahí, no hice más que abrirle la puerta, no podía dejarla en medio del campo.
– ¡No mienta! -rugió Ramón, y sacó del bolsillo de la camisa el antifaz, para que el otro lo viera-. Se la ganó al poker. Me la ganó a mí.
El Chiquito suspiró. En realidad ya lo sabía, pero había querido tirarse un lance de todos modos. Se quedaron en silencio un momento. Ramón, más tranquilo, propuso:
– Puede dejarla al borde del camino nomás. Alguien va a pasar.
– Sí, poder puedo. Pero es capaz de hacerme un juicio. Está el asunto de su casamiento. ¿No podría hacerme la gauchada?
– Usted me conoce bien, Larralde. No le hago favores a nadie.
Estas palabras eran una contraseña; con ellas se habían puesto de acuerdo, sin necesidad de entrar en detalles. Decidirían los naipes. Y no lo de Silvia Balero, que era una excusa, sino lo otro.
El viento, comedido, trajo de más allá del horizonte todo lo necesario: una mesa, dos sillas, un tapete verde, cincuenta y dos naipes y cien fichas rojas de nácar. Se sentaron. La mesa era demasiado grande, de una punta a la otra se veían pequeñitos, con los ojos entrecerrados, como dos chinos. El viento mezcló y repartió.
París, 5 de julio de 1991