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Éramos unos chicos sanos, normales, bastante lindos, buenos alumnos… Adorábamos a nuestras mamás y venerábamos a nuestros papás, y les teníamos algo de miedo también; eran tan estrictos, tan perfeccionistas… Creo que éramos la quintaesencia de la normalidad pequeño-burguesa. Y sin embargo, sin saberlo, todo se apoyaba en el miedo, como la roca flota sobre la cresta de la lava al final de Viaje al centro de la Tierra ; el miedo, podría decirse, la lava, era la biología, el plasma. Simplificando en el sentido de lo sucesivo, primero estaba el miedo de las embarazadas (es decir que empezaba antes de que empezáramos nosotros mismos), a parir un monstruo. La realidad, indiferente y aristocrática, seguía su curso. Entonces el miedo se transformaba… Todo es cuestión de transformación de miedos: eso vuelve a la sociedad lábil, cambiante, los mundos cambian, los distintos mundos sucesivos que sumados son la vida. Uno de los avatares del miedo es: que el niño se pierda, desaparezca… A veces el miedo se transfiere de la madre al padre; a veces no; el niño registra estas oscilaciones y se transforma en consecuencia. Que sean los padres los que desaparezcan, que el viento se enamore de la mamá, que un monstruo los persiga, que un camionero no se pierda nunca porque viaja con su casa a cuestas como Raymond Roussel, etc. etc. etc., todo eso, y mucho más que queda por ver, es parte de la literatura.

Ahora me acuerdo de una golosina que adorábamos los chicos de Pringles en aquel entonces, una especie de antecedente de lo que después fue el chicle. Era muy regional, no sé quién lo habrá inventado ni en qué época desapareció, sólo sé que hoy no existe. Era una bolita envuelta en papel manteca, acompañada de un palito suelto, todo muy casero. Había que masticarla hasta que se pusiera esponjosa, y crecía mucho en volumen; sabíamos que estaba lista cuando ya no nos entraba en la boca. La sacábamos, y se había transformado en una masa livianísima que tenía la propiedad de cambiar de forma modelada por el viento, al que la exponíamos clavándola a la punta del palito. Debía de ser por eso que era una golosina regional: los vientos de Pringles son cuchilladas. Era como tener una nube portátil, y verla cambiar y sugerir toda clase de cosas… Era sano y entretenido… El viento, que a nosotros nos dejaba iguales (se limitaba a despeinarnos) a la masa la transfiguraba sin cesar… y no valía la pena enamorarse de una forma porque ya era otra, y otra… hasta que de pronto se había solidificado, o cristalizado, en una cualquiera de las formas que nos habían estado encantando durante largos minutos, y la comíamos como un chupetín.

Dije antes, creo, que cuando nevaba por la noche el Chiquito me dejaba de regalo, para cuando yo saliera a la escuela, al amanecer, un muñeco de nieve en la puerta de mi casa. Para mí, como para Omar, que no conocíamos su vida secreta, el Chiquito era un héroe, con su camión grande como una cordillera y sus viajes por toda la maravillosa Argentina… Los vecinos elogiaban su corazón, su gesto un poco infantil, haciendo más honor a su nombre que a su físico hercúleo, de modelar un muñeco con la nieve a esas horas imposibles a las que partía, sólo para darme una fugaz sorpresa, un placer. A veces en esas ocasiones, cuando yo salía, ya había soplado el viento, y mi muñeco me recibía con ocho brazos, o jorobado, o más a menudo con una torsión picassiana, la nariz en la nuca, el ombligo en la espalda, los dos hombros del mismo lado… A mi regreso al mediodía ya no quedaba nada: se había derretido.

Pero hubo un muñeco, dos o tres inviernos antes del verano en que sucede la acción de esta novela, que no se derritió. Cuando salí, pegué un respingo. Nadie me había dicho que había nevado. Era casi de noche todavía, pero se veía bien; delante de mí tenía un muñeco, de un metro y medio de alto, que originalmente, una hora o dos antes, cuando el Chiquito se había detenido a hacerlo antes de marcharse, habría sido uno de esos simpáticos enanos rechonchos que son siempre los muñecos de nieve. Pero en el intervalo la nevada había terminado, había empezado a soplar el viento, y el muñeco se modificó por los cuatro costados. Eso no me asustaba, por el contrario, me divertía tanto que solté una carcajada… Tampoco me preocupaba que dentro de unas horas el muñeco se hubiera derretido… Pero a él sí lo preocupaba.

– Cuando salga el sol -me dijo-, y no falta mucho, me haré agua y me tragará la tierra.

– Cuando uno mete la pata, suele decir "trágame tierra" -le dije. Yo era muy pedante y sabihondo ya de chico.

– ¡Pero yo no lo digo! No quiero morir.

Me quedé callado. En eso no podía ayudarlo. Entonces, para mi sorpresa, habló el viento:

– Eso puede arreglarse.

El Muñeco: -¿Cómo?

– Tendrás que aceptar los términos que te imponga.

– ¿Y no voy a morirme?

– Nunca.

– ¡Entonces acepto, sea lo que sea!

Ahí intervine yo, que no aceptaba quedar al margen en ninguna conversación:

– Tenga cuidado, mire que esto se parece a una de esas compras de alma que suele hacer el diablo, por ejemplo en… -Me proponía contarles con lujo de detalles el argumento de El Hombre que Vendió su Sombra , que ya había leído (¡a los ocho años! ¡qué insoportable debo de haber sido!). Pero el muñeco me interrumpió:

– ¡Si yo no tengo alma, mocoso! -Y al viento: -¿Cuáles son las condiciones?

– Una sola: que me dejes llevarte a la Patagonia, donde el sol no derrite la nieve, y te dejes moldear siempre, a cada instante, por nosotros los vientos. Vivirás para siempre, pero nunca tendrás dos veces la misma forma.

– ¡Qué ganga! Si ya me cambiaste de forma…

– Pero mira que allá soplamos mil veces más fuerte que aquí.

– No exageres. Y de todos modos, qué más da. Trato hecho, vamos.

No tuve nada que decir (igual no me habrían llevado el apunte) porque el negocio me parecía bastante razonable… ¿Pero no parecía siempre razonable en esos casos? ¿No era la trampa suprema del diablo? Salvo que en este caso tratándose de un muñeco de nieve, sí parecía razonable en serio, sin trampa escondida. Y sin embargo…

Vi cómo el viento alzaba al muñeco con un ¡Upa! atorbellinado, y se lo llevaba por el aire gris del amanecer.

Nunca supe qué hice esa tarde perdida…

En lo perdido se reúne todo. Es una devoración. Uno puede perder el paraguas, un papel, un diamante, una pelusa… Todo se metaboliza. Perder es dejarse olvidadas las cosas en los cafés. El olvido es como una gran alquimia sin secretos, límpida, transforma todo en presente. Hace de nuestra vida, al fin, esta cosa visible y tangible que tenemos en las manos, ya sin repliegues ocultos en el pasado. Yo lo busco, al olvido, en una locura de arte. Lo persigo como el pago merecido de mi hastío y nostalgias… ¿Para qué trabajar? Preferiría haber terminado ya. Un esfuerzo más… Me gustaría que todos los elementos dispersos de la fábula se reunieran al fin en un instante soberano. Salvo que quizás no haya que trabajar para lograrlo, y en ese caso mis esfuerzos serían vanos. O al menos… debería haberlo pensado mejor… En lugar de ponerme a escribir… sobre la Costurera y el Viento… con esa idea de aventura, de lo sucesivo… no digo renunciar a lo sucesivo que hace la aventura… pero imaginarme de antemano todo lo que pasa en lo sucesivo, hasta tener la novela entera en mi cabeza, y sólo entonces… o ni siquiera entonces… Todo el proyecto como un punto, el Aleph, la mónada totalmente desplegada pero como punto, como instante… Mi vida puesta en el presente, con todo lo que pasó en ella, que no fue tanto, no fue casi nada. Perder el tiempo en los cafés. Nunca supe qué hice aquella tarde perdida…

En fin. Ya que estoy, terminemos.

Había dejado a Delia en el crepúsculo, perdida y esperando. Volvió el viento, con una cosita perfectamente gris.

– No encontré el vestido ni el costurero. Lo siento. De todos modos, no sé para qué los querías.

– ¿Y esto?

– Es lo único que encontré. ¿Es tuyo?

– Sí… Era mío…

Era un dedal de plata, un souvenir precioso, en cuyo pequeño hueco Delia pensaba que cabía toda su vida, desde que había nacido. Y ahora que le parecía que su vida terminaba, o que se precipitaba en un abismo insensato, veía que había valido la pena vivirla, allá en Pringles.

– No es un dedal corriente -dijo el viento-. Lo he transmutado en el Dedal Patagónico. De él podrás sacar todo lo que quieras, todo lo que te dicte tu deseo, no importa el tamaño que tenga. Sólo tendrás que frotarlo hasta que brille cada vez que pidas algo, y de eso me encargo yo, que soy muy bueno frotando.

Delia se disponía a responderle, porque al fin había encontrado una buena contestación, pero oyó un ruido lejano y levantó la vista.

Venía gente, por los cuatro lados. Miniaturas. Lo lejano se ha hecho pequeño. La función de los lugares realmente grandes, y la Patagonia es el más grande de todos, es permitir que las cosas se hagan de veras pequeñas. Eran juguetes. Cuatro, y venían de los cuatro puntos cardinales, en una cruz perfecta cuyo centro era ella. El camión del Chiquito, el Paleomóvil, el Monstruo y el Muñeco de Nieve del bracete con el Vestido de Novia vacío. Estos últimos venían a pasitos medidos como novios encaminándose al altar. Pero la velocidad era la misma para los cuatro, y resultaba obvio que harían colisión en el punto donde estaba Delia. Probó de dar un paso al costado, y los cuatro ángulos rectos se trasladaron con ella. El encuentro sería simultáneo. (A mí jamás se me habría ocurrido una imagen tan apropiada del instante como catástrofe.) No había nada que hacer. Cerró los ojos.

Pero hasta lo simultáneo tiene una jerarquía interior; es una ley del pensamiento. En este caso, lo principal, lo irremediable, era que el Monstruo la había encontrado. Ante ese hecho no valía la pena cerrar los ojos, así que lo miró.

Era realmente horrible. Como un cuadro abstracto, de Kandinsky. Y gritaba:

– ¡Voy a matarte! ¡Carroña! ¡Arrastrada!

– ¡No! ¡No!

– ¡Sí! ¡Voy a matarte!

– ¡Aaaah!

– ¡Aaaaaaah!

Delia cayó de rodillas. Desde allí, levantó la vista, por segunda vez. El Monstruo venía hacia ella. Si ya antes en el transcurso de esta aventura se habían dado motivos de espanto, éste los superó y trascendió a todos. Habría salido corriendo… Pero no había adonde ir. Estaba en la Patagonia, en lo ilimitado, y no tenía adonde ir: no fue la menor de las paradojas del momento.

– ¡No me mate! -gritó.

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