– Fue muy impresionante. Ese hombre había empezado a darme miedo. ¿Sabe que es vecino mío allí en Pringles?
Un silencio.
– Claro que lo sé.
– Lo que no me explico es cómo podía estar la de Balero ahí adentro.
– Ya lo entenderás.
– Espero que a él no se le ocurra perseguirme.
– Te perseguirá, Delia, no hará otra cosa de ahora en adelante.
– ¿En serio?
– Pero no te preocupes, que para eso estoy yo.
– Perdóneme, señor, pero no creo que un viento, por fuerte que sea, pueda detener a un camión.
El viento resopló con desdén.
– ¡Nadie puede vencerme! ¡Nadie! ¡Mira cómo corro! -Fue hasta el horizonte y volvió. -¡Mira esta frenada! -Se detuvo en seco, como un milímetro de mármol. -¡Mira este salto! -Hizo una pirueta prodigiosa. -¡Arriba! ¡Abajo!
La noche estaba transparente como un día azul oscuro. La luna miraba impasible. Delia creía ver, pero no estaba segura. Si no hubiera estado tan impresionada, esa exhibición le habría parecido un poco pueril.
Ventarrón volvió a su lado, y entonces sí estuvo segura de verlo, invisible, fuerte y hermoso, como un dios.
– ¿Qué querés, entonces?
Ella seguía sin saber qué debía pedir.
– ¿Podría ser… algo de comer?
– ¡Cómo no!
Se fue y volvió en un minuto, trayendo una mesa, una silla, un mantel, platos, cubiertos, servilleta, salero, una milanesa con papas fritas, una copa de vino y una pera a la crema. Todo venía volando, suelto, las papas fritas como un enjambre de langostas doradas, la crema batida como una nubécula… Pero todo se acomodó en orden sobre la mesa, y la silla fue apartada con la mayor cortesía para que ella se sentara… Ni siquiera tuvo que desplegar la servilleta y ponérsela en el regazo, porque Ventarrón lo hizo por ella.
– Sólo faltan las velas, pero no podría encenderlas -le dijo él-. Va contra mi naturaleza. De todos modos la luna, que he estado lustrando para que brille más, será tu lámpara.
– Muchas gracias.
Se quedó silbando a cierta distancia hasta que ella hubo terminado. Después le apartó la silla, Delia se levantó, y él se llevó todo.
"Quién sabe a quién se lo habrá arrebatado", pensó la costurera. "¡Pensar que tuve que cenar lo que me trajo un viento ladrón!"
– Ahora querrás dormir.
Al punto, vinieron volando desde el horizonte una cama, un colchón, sábanas, un quillango, una almohada. Se tendió ante sus ojos en un instante, sin una sola arruga.
– Dulces sueños.
– Gracias…
La voz de él se había hecho acariciadora, y él mismo se había hecho acariciador, la envolvía, agitaba su cabello y su vestido, daba vueltas por sus piernas con soplos aterciopelados…
– Hasta mañana, Delia.
– Hasta mañana, Ventarrón.
Hubo una especie de torbellino de vacío, y el viento trepó al cielo estrellado. Delia se quedó un momento indecisa junto a la cama. El vino le había dado muchísimo sueño. Las sábanas blancas de hilo la invitaban a dormir. Miró a su alrededor. Era un poco incongruente, esa cama en medio de la meseta. Y ella tenía el vestido imposible de grasa. Vaciló un momento, y después se dijo, mintiéndose con la verdad: "Nadie me ve". Se desnudó, y su cuerpo brilló bajo la luna mientras se metía bajo las sábanas. La noche suspiró.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, creyó que estaba en su casa, como le suele pasar a los viajeros… Salvo que en ella no fue un estado pasajero y fugaz, un pequeño lapso de desconocimiento… sino que la extrañeza se instaló en su mente como un mundo, y ahí se quedó. En circunstancias normales, ella estaba en su cama, su cama en su dormitorio, su dormitorio en su casa, y su casa en Pringles. Hoy, parecía como si toda esa cadena de inclusiones se hubiera roto. El cielo era muy azul, y el sol un punto blanco ubicado en lo más lejano del cielo. Se volvió hacia la derecha, y a su lado no estaba Ramón, y más allá no estaba la camita de Omar con el niño dormido. A la izquierda no estaba la cómoda, con el espejo encima… por lo tanto en el espejo no se reflejaba la ventana sobre la cama de Omar… En una palabra, no estaba en su casa. No estaba en ningún lado. Un espacio inmenso la rodeaba por todos lados. Lo único que parecía estar en su lugar era la hora, y ni siquiera ese amanecer tardío tenía aspecto de hora: se lo diría más bien un lapso de eternidad. No parecía la hora de levantarse… Se desperezó.
Días de ocio en la Patagonia…
Cuando se ponía el vestido pudo ver, ahora a la luz, el desastre de grasa que era. Sus zapatos estaban imposibles de polvo, podría haber escrito en ellos con el dedo. El viento, tan servicial para otras cosas, no se había ocupado de su atuendo, probablemente porque ella no se lo había pedido. Se le ocurrió que debía de ser como esos criados muy trabajadores y eficientes, pero sin iniciativa propia, a los que había que decirles todo.
– Buen día, Delia.
– Ah, eh… Buen día.
– ¿Dormiste bien?
– Perfecto. Yo quería…
– Un momento. Tengo que llevarme esto.
La cama con todo lo suyo salió volando a toda velocidad y se perdió tras el horizonte. "Qué apuro", pensó Delia. Al instante el viento estaba de vuelta.
– Delia, tengo que decirte algo que habría preferido callar, pero es mejor que lo sepas, por si acaso.
– ¿De qué se trata? No me asuste… -Delia ya estaba pensando en desgracias, según su costumbre.
– Anoche -empezó Ventarrón- salí a dar una vuelta, después de que te dormiste, y por ahí vi una luz, y me acerqué a mirar. En ese sitio hay un hotel, en lo alto de una montañita, y en un primer momento creí que se había incendiado, tanto era el resplandor. Pero no había ningún fuego. Bajé y me asomé a las ventanas. Tampoco era una fiesta. Era una luz de tipo radiactivo, que latía, y latía tanto que sacudía todo el hotel… Una luz roja, horrible, y la temperatura había subido a varios miles de grados… Como no tenía ninguna intención de transformarme en un viento atómico, tomé distancia, y me quedé mirando. Aquello iba de mal en peor. Yo mismo empecé a asustarme. Y eso que soy lo más eficaz que hay en fuga. Pero sé que hay espantos a distancia con los que no vale la escapatoria. Y entonces, de pronto, el hotel entero cayó, fundido como un copo de nieve al sol… Y ahí estaba, libre, encendido y horrible, el Monstruo… el niño que no debió nacer…
Su voz, ya de por sí grave, había tomado una resonancia de ultratumba, muy pesimista. Sus últimas palabras le hicieron correr un escalofrío por la espalda a Delia.
– ¿Qué niño…? ¿Qué monstruo…?
– Hay una leyenda que dice que un día va a nacer, en un hotel termal de la zona, un niño dotado de todo el poder de las transformaciones, un ser que será la cápsula de todos los vientos del mundo, el molde del viento, por lo tanto feo hasta el espanto… por lo menos para mí, y para vos, porque lo que en mí está afuera, en él está adentro, impulsando todas las deformaciones… Ya ves si me incumbía lo que estaba viendo.
– ¿Y qué pasó?
– Nada. Salí corriendo, y aquí estoy. Lo malo es que ahora el Monstruo está suelto, y te anda buscando.
– ¡¿A mí?! ¿Por qué a mí?
– Porque así lo dice la leyenda -respondió el viento, críptico-. Y es obvio que la leyenda se ha hecho realidad.
– ¿Pero de dónde pudo salir ese monstruo?
– La evolución no sigue ningún camino.
– Y el camionero también me está buscando, ¿no?
– Del camionero me ocupo yo, él no es problema.
– ¿Y del Monstruo?
Un silencio.
– Eso ya es otra cosa -dijo Ventarrón.
Delia bajó la cabeza abrumada.
– Cambiando de tema -dijo el viento-. Anoche vi otra cosa que me resultó encantadora: un gran vestido de novia, plegándose y desplegándose a diez mil metros de altura, bogando hacia el sur…
– ¿Un vestido de novia? ¿De plumetí de nylon, valencianas, raso de…?
– ¡Sí, mujer! ¡Qué sé yo de trapos! ¿Por qué preguntas?
– Porque es mío. Lo perdí ayer, o anteayer…
– ¿Cómo tuyo? ¿No sos casada? ¿No me dijiste que tenías un hijo?
– No. Quiero decir: yo lo estaba cosiendo, para una chica que justamente…
– ¡¿No me digas que sos costurera?!
– Sí.
El viento casi se cae de espaldas. Tardó en reponerse.
– ¿Sos la costurera entonces? ¿La esposa de Ramón Siffoni?
– Sí. Creí que lo sabía.
– Ahora empiezo a entender. Todo empieza a coincidir. La costurera… y el viento.
– Nosotros dos.
– Nosotros dos…
El viento estaba enamorado. Había estado enamorado desde toda la eternidad, al menos de su eternidad de viento. Y ahora que la historia empezaba a desplegarse frente a él, la encontraba de pronto demasiado real, chillona, paradójicamente impredecible…
– Señor… -interrumpió Delia su meditación.
– ¿Sí?
– Usted me dijo que podía traerme lo que le pidiera.
– ¿No me traería el vestido?
– ¿Para qué lo querés?
Sí, bien pensado, ¿para qué? No parecía como si la Balero, que ahora estaba toda negra y en poder de ese camionero salvaje, fuera a necesitarlo. Pero nunca se sabía; en todo caso, podía cobrarle la hechura y entregárselo a la madre; ya estaba prácticamente terminado. Además, era razonable pedirlo, ya que era su trabajo.
– La tela la puso la clienta -dijo-, y me lo va a reclamar.
– De acuerdo, pero dame tiempo. Quién sabe dónde estará a estas horas.
– Una cosita más, si no es mucha molestia. Yo traía un costurero, y lo perdí, seguramente las cosas se dispersaron… ¿No me las podría juntar y traérmelo?
– No te preocupes. Soy muy bueno encontrando agujas perdidas en la Patagonia.
– Lo que no sé es qué puedo hacer mientras tanto.
– Yo nunca me aburro -dijo el viento.
– Yo tampoco, cuando estoy en mi casa. Pero aquí… -Volvió a lloriquear.
– Ya te dije que podía traerte tu casa, con todo lo que tiene adentro.
– No, no… ¡No la quiero!
No se le ocurría idea más deprimente que su casa puesta allí en medio del desierto; para ella la casa era también la calle, los vecinos, el barrio. Que le ofrecieran la casa sola era como si quisieran pagarle con una moneda inconcebible que tuviera un solo lado.
– Estaríamos muy cómodos, Delia, vos aquí en tu casa, limpiando, haciendo la comida, cosiendo. Yo te haría compañía, te traería todo lo que quisieras… viviríamos felices, a salvo…