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Las serpientes estornudaban azufre, eran interminables intestinos subterráneos que salían a flor de tierra a manera de fauces abiertas. Los hombres que se quedaron guardando la entrada de estas cavernas-serpientes, recibieron el nombre de sacerdotes. El fuego les había quemado el cabello, las cejas, las barbas, las pestañas, el vello de los sobacos, el vello del sexo. Parecían astros rojizos resbalando entre las hojas verdes, encendidas, que vistieron para venirse a comunicar con los hombres. Y el sabor de ceniza que les dejó el chamuscón de los pelos, les hizo concebir a las divinidades con un raro sabor oscuro. Ceniza de pelo y saliva de sacerdotes amasaron la primitiva religión, cáscara de silencio y fruta amarga de los primeros encantamientos.

No se supo a qué venía todo aquel milagro de la vida errante, huidiza, fijada por arte sacerdotal donde, según la tradición, se enroscó el cactus vencido por el oro y hubo una ciudad de reflejos que se llamó Serpiente con Chorros de Horizontes.

Las hormigas sacaron del agua una nueva ciudad, arena por arena -la primitiva ciudad de reflejos- y con sangre de millones de hormigas que cumplido el trabajo morían aletargadas de cansancio, se fueron edificando verdaderas murallas, hasta la copa de los árboles altos, y templos en los que el vuelo de las aves dormidas petrificaba las vestiduras de los dioses. Verdaderas murallas, verdaderos templos y mansiones para la vida y para la muerte verdadera, ya no espejismos, ya no reflejos.

Esto dijeron los hombres en la danza de la seguridad: la vida diaria. Mas en las garras de las fieras crecían las uñas y la guerra empezó de nuevo. Hubo matanzas. Se desvistieron los combatientes de la blandura de la vida en la ciudad para tomar armas endurecidas por atributos minerales. Y volvieron del combate deshechos, acobardados, en busca de reliquias sacerdotales para poder contra el mal. Una vez más iba a ser destruida a mordiscos de fiera, la ciudad levantada donde el cactus fue vencido y existió para vivir abandonada la ciudad de Serpiente con Chorros de Horizontes.

Las mujeres salieron a combatir. Sin respiración amorosa de hombre, los hombres se amasaban con los hombres en el silencio de las arboledas, más abajo de la cañadas, más arriba de la colinas; sin amorosa respiración de hombre, las mujeres habían endurecido y sombras de color mineral denunciaban en sus rostros instintos varoniles. Al combate frente a frente que libraron los hombres contra las uñas y los dientes de las fieras, muchos de ellos murieron de placer al sentir la garra en la espalda, el colmillazo en la nuca y todo aquel espinar de tuna que corta la sangre en la agonía -iban al combate por el deseo de ser maltratados por lo único fuerte que había alrededor de la ciudad: los pumas, los jaguares, las dantas, los coyotes-; al combate frente a frente sucedió por parte de las mujeres, el combate a salto de mata, a vuelta de encrucijada. Y se oyó a las fieras esconder las uñas en la muerte y triturarse los dientes, heridas por venenosas oscuridades, y se vio querer volver en sí a los dorados pumas, en sí, en su vida, en su ciencia, en su sangre, en su pelo de seda, en su sabor de saliva dulce goteada por onzas entre los colmillos blancos; cada vez más blancos en la encías sanguinolentas. Y se oyó vidriarse el aire entero, todo el aire de la tierra, con los ojos fijos de los jaguares heridos a mansalva en la parte sagrada de los animales machos y amusgarse el quejido rencoroso de los coches de monte, algunos tuertos, otros desorejados, y dolerse el bosque con los chillidos de los monos quejumbrosos.

Por donde todo era oscuro regresaron las mujeres y vencedoras de las fieras, luciendo, como adornos, las cabezas de los tigres a la luz leonada de las fogatas que encendió la ciudad para recibirlas en triunfo, y las pieles de los otros animales degollados por ellas.

Las mujeres reinaron entonces sobre los hombres empleados en la fabricación de juguetes de barro, en el arreglo interior de las casas, en el suave quehacer de la comida condimentada y laboriosa por su escala de sabores, y en el lavado de la ropa, aparte de los que cantaban, ebrios de vino de jocote [15] , para recortar del aire tibios edenes, de los que adivinaban la suerte en los espumarajos del río, y de los que rascaban las plantas de los pies, los vientres o lo alrededores de los pezones, a las guerreras en reposo.

Una cronología lenta, arena de cataclismo sacudida a través de las piedras que la viruela de las inscripciones iba corrompiendo como la baba del invierno había corrompido las maderas que guardaban los fastos de la cronología de los hombres pintados, hacía olvidar a los habitantes lo que en verdad eran, creación ficticia, ocio de los dioses, y les daba pie para sentirse inmortales.

Los dioses amanecieron en cuclillas sobre la aurora, todos pintados y al contemplarlos en esa forma los de la nueva ciudad, olvidaron su pensamiento en los espejos del río y se untaron la cara de arco iris de plumas amarillas, rojas, verdes y todos los colores que se mezclan para formar la blanca saliva de Saliva de Espejo.

Ya había verdaderas murallas, verdaderos templos, y mansiones verdaderas, todo de tierra y sueño de hormiga, edificaciones que el río empezó a lamer hasta llevárselas y no dejar ni el rastro de su existencia opulenta, de sus graneros, de sus pirámides, de sus torres, de sus calles enredaderas y sus plazas girasoles.

¿Cuántas lenguas de río lamieron la ciudad hasta llevársela? Poco a poco, perdida su consistencia, ablandándose como un sueño y se deshizo en el agua, igual que las primitivas ciudades de reflejos. Esta fue la ciudad de Gran Saliva de Espejo, el Guacamayo.

6

La vegetación avanzaba. No se sentía su movimiento. Rumoroso y caliente andar de los frijolares, de los ayotales [16] , de las plantas rastreadoras, de las filas de chinches doradas, de las hormigas arrieras, de los saltamontes con alas de agua. La vegetación avanzaba. Los animales ahogados por su presencia compacta, saltaban de árbol en árbol, sin alcanzar a ver en el horizonte un sitio en que la tierra se deshiciera de aquella oscuridad verde, caliente, pegajosa. Llovía torrencialmente. Una vegetación de árboles de cabelleras líquidas sembrados en el cielo. Aturdimiento mortal de cuanta criatura quedaba viva, de las nubes panzonas sobre las ceibas echadas a dormir en forma de sombra sobre el suelo.

Los peces engordaban el mar. La luz de la lluvia les salía a los ojos. Algunos de barba helada y caliente. Algunos manchados por círculos que giraban como encajes de fiebre alrededor de ellos mismos. Algunos sin movimiento, como manchas de sangre en los profundos cartílagos subacuáticos. Otros y otros. Las medusas y los infusorios combatían con las pestañas. Peso de la vegetación hundiéndose en el tacto de la tierra en agua, en la tiniebla de un lodo fino, en la respiración helada de los monstruos lechosos, con la mitad del cuerpo mineralizado, la cabeza de carbón vegetal y las enredaderas de las extremidades destilando polen líquido.

Noticias vagas de las primitivas ciudades. La vegetación había recubierto las ruinas y sonaba a barranco bajo las hojas, como si todo fuera tronco podrido, a barranco y charca, a barrancos poblados por unos seres con viveza de cogollos, que hablaban en voz baja y que en vuelta de bejucos milenarios envolvieron a los dioses para acortar sus alcances mágicos, como la vegetación había envuelto a la tierra, como la ropa había envuelto a la mujer. Y así fue como perdieron los pueblos su contacto intimo con los dioses, la tierra y la mujer, según.



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