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Cristalino Brazo de la Cerbatana. Su cabellera de burbujas-raíces en el agua sonámbula. Sus ooojooos. Calmó un instante las inquietudes primaverales de la tierra, para alarmarla más tarde con la felicidad que iba comunicando a todo su presencia de esponja, su risa de leche, como herida en tronco de palo de hule, y sus órganos genitales sin sostén en el aire. Miel en desorden tropical. Y la primera sensación amorosa de espaldas al equinoccio, en el regocijo de las vértebras, todavía espinas de pececillo voraz.

Cristalino Brazo de la Cerbatana puso fin a la lucha de los minerales candentes y los ríos navegables; pero con él empezó la nueva lucha, el nuevo incendio, el celo solar, la quemadura en verde, en rojo, en negro, en azul y en amarillo de la savia con sueño de reptil, entre emanaciones sulfurosas y frío resplandor de trementinas.

Ciego, casi pétreo, velloso de humedad, el primer animal tramaba y destramaba quién sabe qué angustia. Picazón de las encías arcillosas en el bochorno de la siesta. Cosquilla mordedora del grano bajo la tuza, en la mazorca de maíz. Sufrimiento de los zarcillos uñudos. Movimiento de las trepadoras. Vuelo de carniceros exacto y afilado. El musgo, humo del incendio-lago en que ardía Cristalino Brazo de la Cerbatana, iba llenando las axilas de unos hombres y mujeres hechos de rumores, con las uñas de haba y corazonadas regidas por la luna que en la costa ampolla y desampolla los océanos, que abre y cierra los nepentes, que destila a las arañas, que hace tiritar a las gacelas.

3

En cada poro de su piel de jícara lustrosa, había un horizonte y se le llamó Chorro de Horizontes desde que lo trajo Cristalino Brazo de la Cerbatana, hasta ahora que ya no se le llama así. Las algas marcaron sus pies maíz con ramazones que hacen sus pasos inconfundibles. Cinco yemas por cada pie, el talón y la ramazón. Donde deja su huella parece que acaba de salir del mar.

Chorro de Horizontes pudo permanecer largo tiempo o muy erguido, pero en pie. Al final de dos afluentes carne le colgaban las manos. Sus dos manos nervaduras de hojas, las hojas que dejaron en ellas como en tamales de maíz, estampado su origen vegetal.

Se le agrietó la boca, al tocar un bejuco, para decir algo que no dijo. Un pequeño grito. El bejuco se le iba de la punta de los dedos, aun cuando él subía y bajaba las manos por su mínima superficie circular. Y empleó el bejuco, realidad mágica, para expresar su soledad genésica, su angustia de sentirse poroso.

Y la primera ciudad se llamó Serpiente con Chorros e Horizontes, a la orilla de un río de garzas rosadas, ajo un cielo de colinas verdes, donde se dieron las leyes del amor que aún conservan el secreto encanto de las leyes que rigen a las flores.

Chorro de Horizontes se desnudó de sus atavíos de guerra para vestir su sexo y por nueve días, antes de abultar la luna, estuvo tomando caldo de nueve gallinas blancas día a día, hasta sentirse perfecto. Luego, en luna creciente, tuvo respiración de mujer bajo su pecho y después se quedó un día sin hablar, con la cabeza cubierta de hojas verdes y la espalda de flores girasol. Y sólo podía ver al suelo, como mendigo, hasta que la mujer que había preñado vino a botarle la flor de maíz sobre los pies. Nunca en luna menguante tuvo respiración de mujer bajo su pecho, por más que todo el cuerpo le comiera como remolino.

Esto pasaba en la Ciudad de Serpiente con Chorros de Horizontes; de donde se fueron los hombres engusanados de viento y quedó solo el río con los templos piedra sin peso, con las fortalezas de piedra sin peso, con las casas de piedra sin peso, que reflejo de ciudad fue la Ciudad de Serpiente con Chorros de Horizontes.

Los hombres empezaron a olvidar las leyes del amor en las montañas, a tener respiración de mujer bajo su pecho en los menguantes, sin los nueve días de caldo de nueve gallinas blancas cada día, ni el estar después con la cabeza envuelta en hojas y la espalda cubierta con flores de girasol, callados, viendo para el suelo. De donde nacieron hijos que no traían en cada poro un horizonte, enfermos, asustadizos, y con las piernas que se les podían trenzar.

El invierno pudría la madera con que estos hombres de menguante construyeron su ciudad en la montaña. Seres babas que para hacerse temer aprendieron a esponjarse la cabeza con peinados sonoros, a pintarse la piel de amarillo con cáscara de palo de oro, los párpados de verde con hierbas, los labios de rojo con achiote [10] , las uñas de negro con nije [11] , los dientes de azul con jiquilite [12] . Un pueblo con crueldad de niño, de espina, de máscara. La magia sustituía con símbolos de colores sin mezcla, el dolor de las bestias que perdían las quijadas de tanto lamentarse en el sacrificio. Se acercaban los tiempos de la primera invasión de las arañas guerreadoras, las de los ojos de fuera y constante temblor de cólera en las patas zancajonas y peludas, y en todo el cuerpo. Los hombres pintados salieron a su encuentro. Pero fueron vanos el rojo, el amarillo, el verde, el negro, el blanco y el azul de sus máscaras y vestidos, ante el avance de las arañas que, en formación de azacuanes [13] , cubrían montes, cuevas, bosques, valles, barrancas.

Y allí perecieron los hombres pintados del menguante lunar, los que ahora están en el fondo de las vasijas y no se ven, los que adornan las jícaras por fuera y sí se ven, sin dejar más descendencia que algunos enfermos de envés de güipilo tiña dulce, por culpa de su crueldad simbolizada en los colores.

Sólo el Río de las Garzas Rosadas quedó en la Ciudad de Serpiente con Chorros de Horizontes, que era una ciudad de reflejos en red de pájaros, dicen, dicen, y otros dicen que era una ciudad de piedra pómez arrodillada donde el Cactus fue vencido por el Oro. Sólo el río, y se le veía andar, sin llevarse la ciudad reflejada, apenas sacudida por las pestañas de su corriente. Pero un día quiso saber de los hombres perdidos en la montaña, se salió de su cauce y los fue buscando con sus inundaciones. Ni los descendientes. Poco se sabe de su encuentro con las arañas guerreras. Sus formaciones lo atacaron desde los árboles, desde las piedras, desde los riscos, en una planicie rodeada de pequeñas colinas. Ruido de agua que pasa por coladeras, atronó sus oídos y se sintió largo tiempo con sabor humano, entre las patas de las arañas, que hablan chupado la sangre de los hombres aniquilados en la montaña.

4

La Diosa Invisible de las Palomas de la Ausencia, fundadora de otra ciudad cerca del mar, donde se tenía noticia de la Ciudad que se llamó Serpiente con Chorros de Horizontes, supo que llegaba a la costa un río mensajero de las más altas montañas y mandó que los campos florecieran a su paso doce lugares antes, para que entrara a la ciudad vestido de pétalos, embriagado de aromas, pronto a contar lo que olvidaron los hombres del reino del amor.

Y en las puertas de la ciudad que era también de templos palacios y fortalezas sin peso dulce de estar en el agua honda de la bahía recogida como en una concha lo saludaron palabras canoras en pedacitos de viento envueltos en plumas de colores.

¡Tú, Esposo de las Garzas Rosadas, el de la carne de sombra azul y esqueleto de la zarza dorada, nieta de Juan Poyé-Juana Poyé, hijo navegable de las lluvias, bienvenido seas a la Ciudad de la Diosa Invisible de las Palomas de la Ausencia!

El río entró jugando con las arenas blancas de una playa que, como alfombra, habían tendido para él esa mañana los pájaros marinos.

¡Que duerma!, dijeron las columnas de un templo sin techo que en al agua corriente palpitaba, imagen de la Diosa Invisible de las Palomas de Ausencia.

¡Que duerma! ¡Que lo vele una doble fila de nubes sacerdotales! ¡Que no lo despierten los pájaros mañana! ¡Que no lo picoteen los pájaros mañana!

Apareadas velas de barcos de cristal y sueño, se acercaron; pero en una de las velas llegó dormida y su reflejo de carne femenina tomó forma de mujer al entrar en las aguas del río mezcladas con la sangre de los hombres del menguante lunar. Esplendor luminoso y crujida de dientes frescos como granizo alrededor de los senos en miel, de las caderas en huidiza pendiente del seso, isla de tierra rosada en la desembocadura frente al mar.

Y así fue como hombres y mujeres nacidos de menguante, poblaron la Ciudad de la Diosa Invisible de las Palomas de la Ausencia. Del río oscuro salían la arañas.

5

Una erupción volcánica de chorchas [14] anunció el aparecimiento de Saliva de Espejo, el Guacamayo. Empezó entonces la vida de los hombres contra la corriente reflejo-realidad de pueblos que emigraban de la desembocadura a la montaña. Imantados por el azul de cielo, emigraban desde el azul del mar. Contra las puntas negras de los senos de las mujeres sacaban chispas al pedernal. Lo que sólo era un símbolo, como fue simbolizada con la caricia de la mano en el sexo femenino, la alegría del hallazgo del fuego en la tiniebla.

Pueblos peregrinos. Pueblos de hombres contra la corriente. Pueblos que subieron el clima de la costa a la montaña. Pueblos que entibiaron la atmósfera con su presencia, para dar nacimiento al trópico de menguante, donde el sol, lejos de herir, se esponja como gallina ante un espejo.

Las raíces no paraban. Vivir para tejer. Los minerales habían sido vencidos hasta en los más expuesto de las montañas y por chorros borbotaba el verde en el horizonte redondo de los pájaros.

Se dictaron de nuevo las Leyes del Amor, obedecidas en la primera ciudad que se llamó Serpiente con Chorros de Horizontes y olvidadas en la montaña, por los hombres que fueron aniquilados a pesar de sus pinturas, de su crueldad de niños, de sus máscaras con espinas de cactus.

Las Leyes del Amor fueron nuevamente guardadas por los hombres que volvían redimidos de la ciudad de la Diosa Invisible de las Palomas de la Ausencia: astrónomos que envejecían cara al cielo, con los huesos de plata de tanto ver la luna; artistas que enloquecían de iluminada inspiración al sentir un horizonte en cada poro, como los primitivos Chorros de Horizontes; negociantes que hablaban blanda lengua de pájaros; y guerreros que tomaban parte en las reyertas intestinas de los bólidos, veloces para el ataque por tierra y raudos para el ataque por mar. Los vientos alimentaban estas guerras del cielo sin refugio, bajo las constelaciones del verano voraz y el azote invernal de las tempestades cuereadoras.






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