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– Y andan buscando… -le cortó la Pita-Loca-, andan buscando a Nalencan…

Ambos callaron y aquélla se dijo, los atrapé.

– No, señora… -movió la cabeza Tamachín y Chitanam añadió:

– Desde luego que no. ¿Quién se preocupa por Nalencan en las ciudades? Nadie. Ni tiene resplandor de relámpago ni ensordece con el retumbar de los cielos. No así allá en Machitán, donde la tempestad, la temible Nalencan se desploma apocalíptica entre tronos, truenos y dominaciones…

– Buscamos – intervino Tamachín – a la mujer de ayer, hoy y mañana…

La Pita-Loca encogió los dedos, patas de arañas de colores, araña de brillantes, esmeraldas, rubíes, amatistas, turquesas, ópalos, topacios, zafiros, cada mano, y frunció las cejas de humo triste.

– No la hemos enterrado. La tenemos para dientes que como a ustedes, les gusta la mujer rígida y fría, totalmente fría, a temperatura de cadáver.

– ¿Muerta? -preguntaron al mismo tiempo los Matachines, sintiendo junto a ellos algo que habían olvidado, la presencia del machete.

– Congelada. No era linda, pero no era fea. Los ojos achinados como de cocodrilo, respingona la nariz, el pelo lacio…

– ¿Muerta? – repitieron aquéllos su pregunta.

– Sí, se suicidó, el suicidio es la muerte natural aquí en la casa. Pero si quieren estar con ella, siempre la tenemos preparada en su lecho funeral, olor a flores blancas y a ciprés, a jazmín e incienso… hay hombres que les gusta la carne fría… el amor en el cementerio… hacer su maña entre cuatro cirios…

– No, no, no murió… -insistían los Matachines sudando el frior acuoso de la angustia en los huesos.

– Aaaa…cabáramos, los señores son de los que creen, o lo oyeron decir aquí en la casa… La servidumbre cuenta que la bella de Machitán, así la llamábamos, se levanta de noche. Los muertos que sueñan que no están muertos son los que deambulan fuera de sus tumbas. Pues la bella, sueña que está viva, y anda por aquí, por allá, abriendo y cerrando las puertas. Lo brutal es que cuando un hombre la posee parece que revive y a pesar de su rigidez cadavérica, adquiere movimientos de esponja. Pero los estoy aburriendo con mis tonterías. ¿Quieren estar con ella?… Puede ir uno, primero, y otro después o si prefieren vayan los dos juntos…

– Debemos sacarla de aquí…

– Imposible. Por ningún dinero. Es tradición, y mi marido era inglés, un ex pirata, aunque a él no le gustaban los «ex», que mujer que entra en casa de la Pita-Loca, no sale ni muerta, pues aun muerta sirve para que se den cuerda perversos y degenerados…

– Esa mujer tenía -las palabras caían de los labios de los Matachines, que no realizaban cabalmente lo sucedido, como alas de hormigones viejos-, tenía el ayer en los oídos, el presente en la boca y el futuro en las pupilas…

– Y por eso, por eso se suicidó prontito. ¡Pruébenla, no lo estén pensando tanto! Está bañada y lavada… vayan… vayan a su alcoba… por encima se les ve que les gusta la carne muerta…

Arteros y veloces, tras cambiar una mirada, el zig-zag de los machetes y a cercén las dos manos de la Pita-Loca cortadas como dos panochas de piedras preciosas, sangrando más por los rubíes y granates que por sus vasos abiertos…

Desatornillados de sus cabales, sueltos, ciegos, ensangrentados hasta los codos, por momentos gritaban, por momentos ladraban, ladrar de perros que se vuelven lobos aulladores y por momentos, tras aullar, se lamentaban con rugido de fieras. Gritar, ladrar, aullar, rugir, molerse los dientes, comerse la lengua, tragarse la realidad, perdido el empeño, el sostén, la duda…

– No murió… no murió la bella de Machitán… -lloraban a carcajadas… sin poderse borrar de los ojos la visión de aquel cuerpo de tabaco blanco, momificado, que la Pita-Loca perfumaba para que la gozaran borrachos o sonámbulos…

Una anciana, pelo de pluma blanca, les detuvo al salir de la ciudad que de noche, dormida, no tenía pies.

– ¿El camino buscan? -inquirió.

A lo que los Matachines, machete en mano, preparados siempre para abrirse paso a filo y muerte, contestaron:

– ¡Por la Gran Atup que eso buscamos… el camino de regreso… tenemos que machetearnos hoy mismo… quitarnos la vida en la plaza de Machitán!

– Para eso son matachines…

– Sí, señora, para servirla…

– ¿A mí…? jiji. -su risita olía a trapo quemado-, la muerte no me sirve… jijiji!

Luego adujo:

– El camino de los Matachines se acabó…

Chitanam, sin darse cuenta que aquello significaba que para ellos era llegado el fin, bromeó:

– ¿Qué debemos asar para que siga?

– Asar nada. Hacer mucho. Hacer que les crezca el pelo, salvo que tengan a alguien que les dé su cabellera para hacerse el camino.

Tamachín suspiró:

– ¡Tenemos… más bien teníamos, señora, pero se quedó sin camino antes que nosotros!

– Lo sé, yace dormida en la casa de la Pita-Loca, sobre una almohada negra de siete leguas de ríos hondos, justo lo que les falta a ustedes para llegar a Machitán. Sí se volvieran a pedirle prestados sus cabellos.

– Es imposible -exclamaron, mostrando a la vieja las manos de la maldita alcahueta con los dedos en túneles de piedras preciosas hasta las uñas.

– Se le cortan las manos a la riqueza malhabida -dijo la anciana horrorizada-, peto es inútil, es inútil, le salen nuevas manos…

– ¡Apártate… -enarboló el machete Tamachín-, cola del cometa que anda donde no se ve, ya respiras poquito como todos los viejos, pero te juro que vas a respirar más poquito, si la muerte no nos lleva a miches hasta Machitán!

La anciana desapareció y les fue concedido. Sobre un galápago formado con dos omóplatos sin colchón, es dura la jineteada final, llegaron al lugar en que debían cumplir su juramento. Al bajar de tan frágil como fuerte cabalgadura de huesos, la muerte mostraba sus dientes descarnados.

– ¿De qué te ríes…? -le preguntaron.

Y la respuesta lacónica:

– De ustedes…

No la oyeron, no les importaba. Ataviados para el duelo: camisas blancas, sus mejores camisas, puños, pecho y cuello alforzados, pantalones blancos, sus mejores pantalones, manos y caras teñidas de blanco, cambiaron una mirada de amigos enemigos y lanzaron sus machetes al aire. Estos cayeron enterrados de punta, uno frente a otro, pulso de matachines, señalando el lugar que le correspondía a cada uno en el terrible encuentro. A Tamachín le quedó el sol en la cara, a Chitanam en la espalda.

Tamachín pensó: Chitanam me aventaja, el sol no lo encandila. Chitanam pensó: Tamachín salió ganando, a la luz del sol me ve mejor.

Mientras tomaban sus machetes, un perico pasó volando sobre sus cabezas.

– ¡Tamachín… chin… chin… matachín! -decía festivo y regresaba más gozoso-. ¡Matachín… chin… chin… Tamachín!

Luego se iba, luego volvía:

– ¡Chitanam… tam… tam… Machitán! ¡Machitán… tam… tam… Chitanam!

– ¡Por la Gran Atup que esto se acabó! -gritó Tamachín enfurecido, el machete en alto, yendo tras el perico que seguía en sus burlas…

– ¡Matachinchín, matachín!… ¡Matatamtam, Machitán! -verde, alegre, jaranero-. ¡Matatamtam, Machitán!… ¡Matachinchín, Matachín!

Y volando, volando, tam-tam y chin-chin… chin-chin y tam-tam…, sacó de la plaza convertida en palenque a los matachines de Machitán que lo perseguían con sus machetes.

– ¡Matachines al fin!… -dijo alguien, no el perico. Alguien. Sólo se le miraba el hombro y en el hombro, posado el perico.

– Atalayandítolos estuve, para que no se mataran, pero se me pasaron. Sin duda el baile del llueve pies y pies y pies los hace invisibles, y por eso mandé a traerlos con el perico.

Este, al sentirse aludido, echóse hacia atrás, abierto de patitas y alivió la tripa soltando un gusanito de estiércol en el hombro del hombre del hombro.

– ¡Y por virtud de ese gusanito -gritó el perico, esponjándose como una lechuga avergonzada-, salvarán el pellejo Tamachín y Chitanam, y seguirían bailando el llueve pies y pies y pies en Machitán!

– Salvarla del todo, no -dijo el hombre del hombro-, se les dejará la vida por algún tiempo, si no hacen lo que hacen, derramar sangre.

– ¡Matachines al fin! -recalcó el perico.

– Al entendido por señas -alzó la voz Tamachín, montando en cólera-, cobardía y excremento de perico es igual, y a ese precio no queremos la vida los matachines de Machitán.

– Si no es eso… -se apresuró decir Chitanam, no las tenía todas con la muerte, y aun con algo de caquita de perico prefería la vida…

Si el hombro del hombre no desaparece y el perico no vuela, los parte en dos el machete de Tamachín.

El filo vindicativo cortó el aire y dio en el pie de alguien. Un pie sin sangre, negro, peludo y con las uñas de punta. Un pie cortado, no de un tobillo, sino de un chillido desgarrador. Lo recogió Chitanam sin detener su paso. Volvían a la plaza de Machitán a reanudar el desafío, interrumpido por la presencia del perico, volanderas las alas de sus sombreros blancos como sus ropas, las caras y las manos espolvoreadas de envés de hoja de encino blanco, extraños personajes de ceniza que llevaban sobre el pecho, amuletos de muerte y pedrería, las manos cercenadas de la Pita-Loca,. cada uno una mano, y a flor de labio, en la resaca de su palabrear de condenados a muerte, la letanía del no murió… no murió… no murió… martillado para aminorar su culpa o porque en verdad creían que los que no mueren donde nacen, no son muertos, sino ausentes, doblemente ausentes como aquella que tuvo el ayer en los oídos, el hoy en los labios y el mañana en los ojos.

Todo inútil, inmensamente inútil. Qué feroz desatino rodarse de preguntas sin respuesta, desimantados, incongruentes, tránsfugas, perjuros, atragantándose con llanto, al cuello el peso muerto de las manos hinchadas como sapos y reverberantes de oro y gemas de la maldita alcahueta.

– ¿Me lo devuelves…, es mi pie… es mío! -dijo por señas y visajes a Chitanam, un mono por su color bañado en espuma de hervor de café.

– Si te sirve… -contestó aquél y se lo devolvió.

¿Qué puedo hacer por los señores? parecía preguntarles con sus fiestas el saraguate coludo, todo ojos a las reliquias que colgaban sobre el pechó de los Matachines. Se les adelantaba cojeando, los miraba y volvía a ver atrás. Cojeando, cojeando, no se puso el pie, rechinaba los dientes y volvía y volvía la cabeza.

Los alcanzó a pasos despeñados, el gran Rascaninagua.

19
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