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Los jinetones preguntan

por la campana difunta…

¡La enterraron!, les responden.

Por donde vinieron vuelven.

Los jinetones preguntan

¿dónde están los fundidores?

¡Ahorcados!, les contestan.

Por donde vinieron vuelven…

¡Campana de las clarisas,

la que se quedó sin lengua,

no le pusieron badajo

los piratas ahorcados

que no eran piratas, no,

sino muy buenos cristianos!

Y pisando los talones a esas cabalgaduras, otras. Las de los carros y jinetes de servicio y lanza que acompañaban al Magnífico Señor Don Sancho Alvarez de las Asturias. Nada le detuvo en Oviedo. Acudir a sus recomendados. Llegar a tiempo. ¿Quién osó poner en duda credenciales escritas de su puño y letra? Viaje azaroso el suyo. Corrió más de una borrasca, hubo racionamientos de agua, ancoradas en islas, cambios de rumbo, avistamiento de corsarios en menor peligro para ellos que no llevaban oro, aunque muchas veces aquellos robadores del mar asaltan los bajeles por esclavos o bizcocho.

Ciudad episcopal. Plantajes y jardines. Huertos de frutas y. hortalizas de regadillo. Don Sancho amadrigó lágrimas bajo los párpados cerrados. Llorar. No le quedaba otra cosa a la vista de la explanada del Calvario, trágico anfiteatro en el que se ahorcó a los fundidores de la campana de las clarisas.

¿Dónde estaba esa campana?

Si Deus Zibac, el inquisidor, el terrible Idomeneo Chindulza, no muere de apoplejía la noche en que llegaron a su poder los pliegos de ultramar ratificando la condición de cristianos sin tacha de los ahorcados, don Sancho Alvarez de las Asturias habría tenido que pedir que se desenterrara, pues aquél había exigido que se cumpliera su orden de enterrarla bajo muchos codos de tierra con el nombre de la campana difunta.

La Real Audiencia discutía, mientras tanto, si para recibir y desagraviar a tan Magnífico Señor llegado de Oviedo y exculpar y volver al seno de la iglesia a los asturianos, debía revivirse la campana de las clarisas. ¿Revivirse…? Se alzaron voces airadas en la sala de acuerdos. ¿Revivir una campana? Revivir o habilitar. ¡No, no, la palabra había sido dicha, revivir, y debía retirarse antes de seguir la discusión,,pues era una blasfemia imperdonable ¡Sólo Jesucristo Señor Nuestro, revivió, volvió de entre los muertos! Y estuvo a punto de naufragar en agua de saliva la propuesta de poner lengua a la campana difunta y echarla a vuelo el día que fuera recibido por la ciudad, el buen. don Sancho, si uno de los fiscales no interviene y hace ver que las campanas mueren y reviven litúrgicamente durante la Semana Santa. Mueren, es decir, enmudecen el Miércoles Santo, después de los oficios, y reviven el Sábado de Gloria.

La gente. Las calles. El bando real. La noticia. Se tocará por fin la campana de las cordeleras. No se abrió mucho el compás, pero sí lo bastante para hacer amplia y honda su cavidad bucal, una argolla por galillo que esperaba la lengua del badajo, interior escamoso en contraste con el pulimento exterior, revestido de signos zodiacales, festones con sus borlas, serafines y en lugar principal, una mitra que repetía la enorme mitra tallada en madera del altar mayor. Sólo quedaba el misterio del sonido, para bautizarla Clara, Clarisa o Clarona, según tuviera retintín de oro, retantán de plata o retuntún de bronce.

El día del desagravio, don Sancho, acompañado por el Capitán General y el primer Obispo arzobispado, llegó a la plataforma por una escalera recubierta de suntuosos lienzos, donde dominando la majestad de la plaza, se alzaba la campana, entre festones de flores coloridas, frutas perfumadas, hojas de dura estirpe en coronas de encina y laurel, oriflamas, lienzos con escudos, alegorías, armas, emblemas y espejillos que multiplicaban los rayos oblicuos del sol que se hundía entre los volcanes cuellilargos, decoración luminosa que hacía más visible un lienzo de catafalco sembrado de estrellas y bordado con los instrumentos de tortura de la Pasión -clavos, martillos, escaleras, lanzas, látigos-, lienzo de tinieblas tendido bajo la campana en memoria de los que como frutos de muerte colgó de árboles estériles, en la explanada del Calvario, el inquisidor Deus Zibac.

Don Sancho recibió de manos del Alcalde Mayor y por encargo del Cabildo, la cuerda que pendía del badajo -se adornó con piedras preciosas para que el Magnífico Señor de Oviedo olvidara la soga de los ahorcados-, y le pidió hiciera merced de dar los primeros golpes.

Fue el alboroto. Nadie se quedó en su sitio. Masa de pueblo hasta donde la vista llegaba, convertida en mar bravío. Indios que escupían por los ojos flechas de odio silencioso, mulatos, negros, mestizos, españoles de primera agua con memoria de conquistadores, otros después llegados, todos atónitos, esclavos y vasallos, sin dar crédito al sobrehílo de palabras que acompañaba el sonar de la campana…

…absuélvame! absuélvame! -se oía la voz de la monja conversa, llegaba de ultratumba y apenas formaba las palabras-…absuélvame, Padre, absuélvame, yo me saqué los ojos!…Clara de Indias… se llamará Clara de Indias por mis ojos de oro… yo di mis ojos de oro para que se llamara Clara de Indias…!…liberé los pies del Señor y me clavé el garfio en lo más profundo de las pupilas que cayeron al crisol… mezcla de Cristo y Sol… del Sol de mi raza tenue, sacrificada y sacrificadora y de Cristo lo español, bravo y también ensangrentado…

Don Sancho, sin dar crédito a lo que oía golpeaba más y más duro, hasta que la campana, extinguida la voz de la monja, se fue enronqueciendo y dejó de sonar. Volvía a ser la campana difunta, Clara de Indias, la campana de los piratas.

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