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Maitines. Las clarisas celestes al darle o devolverle los buenos días, se frotaban los ojos, bulliciosas, alegres, lisonjeras. ¿Sabrían lo de su sueño o serían obreras de burlas al servicio de la Junoche, heroísta a la que el reumatismo deformante iba sacando médanos de huesos y nuégados de carne?

Lloró de júbilo en la sobrehora después de vísperas. Durante el Magníficat, tocó su frente un ángel de espejos giratorios y fue la revelación. Perlaba sus sienes sudor de vidrio molido. Entregar sus ojos sólo en préstamo. La campana se llamaría Clara de Indias y como ella sería conversa. Qué vehemencia, qué arrebato, qué no saber dónde posar sus pupilas que se despedían de todos y de todo, ora en los paraísos dorados de los altares, ora en el iris que regaba colores en el lomo de los cortasilencios de polvo de caleidoscopios que entraban por los ventanales, ora en los arquitrabes, ora en los encajes, linos, terciopelos, damascos, tafetanes amontonados en los escaños, para ser llevados a la sacristía, ora… se le nublaron las cosas y lo que era gozo colgaba de sus lágrimas, dedos de tirabuzones de congoja, y no fue lejos, allí mismo dejóse caer de rodillas en un confesonario para gritar al oído del confesor su satánico orgullo.

Pero el sacerdote se negaba a absolverla. ¿Sacarse los ojos? ¿Rivalizar con religiosas de más alcurnia ofreciendo en préstamo los pepitones áureos de sus pupilas, oro lavado en llanto, para enriquecer la amalgama de la campana que no se llamaría Clara, sino Clara de Indias?

No la absolvía. No levantaba la mano. No pronunciaba las palabras sacramentales.

Esperó y esperó, anonadada por la inmensidad de su culpa a juzgar por el silencio del confesor, sin fuerzas para levantarse, para despegar del suelo las rodillas hundidas en el frío de la tierra toda, antes que le diera la absolución.

La cabeza colgaba sobre el pecho, abatida, llorosa, con movimientos de autómata, dejó la rejilla del confesonario para asomarse a la puerta y suplicar al confesor, aun a costa de la más terrible penitencia, que la absolviera. Si la penitencia era sacarse los ojos, se los sacaría. No lo dijo, no tuvo tiempo y se desploma si no se detiene de los encajes de madera de las ventanillas que ocultaban bajo un bonete de tres picos, una cara apergaminada, sin ojos, sólo los agujeros, sin nariz, los dientes con risa de calavera. Todas hablaban en el convento de la momia que salía a confesar y ella aquella noche la había visto…

Y oído:

¡No resucitarán los muertos, resucitará la vida! Sacrificaste tus ojos en el sueño (no estaba enteramente dormida, Padre…), y los recobraste al despertar. Ahora que estás despierta (no estoy enteramente despierta, Padre…), repite la hazaña, da tus ojos en préstamo y los recobrarás el día de la resurrección. Al acabar el mundo brillarán antiguos soles apagados por siglos y tú despertarás con tus ojos, como despertaste esta mañana. Pero anda, corre, entrégalos antes que termine la fundición de la campana, si dudas será tarde y no se llamará Clara de Indias, por haber negado tú, tú… el oro de tus ojos que sólo se te pedía en préstamo, sólo en préstamo, porque al derretirse la campana con el calor que hará el Día del Juicio, tus pupilas escaparán en busca de los cuencos vacíos ‘de tu cara juvenil, todos resucitaremos jóvenes, y qué felicidad entonces contemplar con ojos que supieron de gloria, repique de fiesta, que supieron de alarma, de angustia, de amor, de duelo, qué felicidad contemplar la realidad sagrada de los tiempos. Resucitarás con tus ojos fuera de la realidad del hombre, en la realidad de Dios…

Dejó atrás, perseguida por la momia, filas de monjas que se frotaban los párpados, instigadas por la Junoche, recordándole que la campana debía llamarse Clara y que faltaba el oro de sus ojos… Sus ojos… Sus ojos… Que nadie viera, que nadie supiera…

Sacárselos al borde del crisol… Arderían como dos bengalas en el dormido, calcinante y agujoso caldo… Sin pies, si ella… Ella sin ella… Trompetas… Angeles… La palma del sacrificio… Oír sin pensamiento los gritos de regocijo, el alboroto, la algazara de los que celebraban con toritos de pólvora, serpientes de luces y gigantes de fuego, el final de la fundición de la campana… Al tanteo empezó a sacar el clavo que mantenía fijos al madero los dos dolidos pies del Cristo de la sacristía. El tumulto de los que movían a las puertas del convento se acercaba. Venían por sus ojos, llegaban por sus ojos, avanzaban sin llegar por pasillos inacabables… pasos… voces… manos, sus manos que seguían escogiendo, entre custodias y vasos sagrados, incensarios y reliquias de oro macizo, píxides, benditeras, hisopos, hostearios, pasamanerías, jocalias, algo que pudiera salvarla de su sacrificio, pero todo era oro inválido de iglesia junto al oro de sus ojos lavado en la desembocadura de cien ríos de lágrimas. Sacó un pañuelo para secarse la cara vuelta hacia la ventana entreabierta sobre un patio encendido de fuegos de artificio, antorchas friolentas, humo de colores y buscapiés enloquecidos. Más de uno se coló en la sacristía y fue, vino, volvió, en zig-zag de relámpago de pólvora. Los que exigían la entrega de sus ojos seguían avanzando. Pasos. Voces. Manos, sus manos multiplicadas en el afán de arrojar por tierra cálices, cruces, copones, ostensorios, patenas, vinajeras, aguamaniles de oro, ínfulas de mitras, flabelas orificadas, cíngulos de borlas luminosas… qué podía valer todo eso junto a sus ojos… por el suelo todo, sobre las alfombras, sobre los muebles, sobre las saliveras… ornamentos, misales, alas de ángeles, coronas de mártires, candelabros, mundos, cetros, agnus, griales, portapaces, todo quemado por los canchinflines y deshecho por sus pies en danza luciferina, ya heridas sus pupilas por el cortafrío de todas las tinieblas, el clavo que mantenía sujetos al madero los dosdolidos pies del Señor que ella volvió a clavar con un beso de ciega…

El mundo testimonio de las cosas corroboraba las presunciones humanas de lo que fue, además del crimen, la más abominable de las orgías, una saturnal en campo sagrado, todo lo que yacía por tierra y sobre las alfombras con chamuscones de pólvora, lo probaba.

El Comisario del Santo Oficio ordenó encarcelar preventivamente a los salitreros y fabricantes de cohetes, toritos y fuegos artificiales. La Superiora de las clarisas apenas se tenía en pie. El llanto rodaba por sus mejillas lívidas como agua sobre mármol Entre lágrimas alcanzó a ver los ojos limpios y helados del Padre Provincial. Apoyado en su bastón, a él también por momentos le flaqueaban las piernas, consultaba a la madre con los ojos la conveniencia de que ellos dos hicieran reservas ante el delegado inquisitorial, por la captura de buenos cristianos sospechados de satanismo por ser entendidos en las artes de la pólvora.

Pero aquél se adelantó. Que no sólo eso pensaba hacer con ellos, excomulgaría a más de uno, a más de uno quemaría vivo y muchos, si no todos, vestirían el sambenito, que no se manejan estruendos y bengalas, sin connivencias, sin vinculaciones con el Cohetero Impar.

¿Y los asturianos fundidores de campanas?, se preguntaron con la mirada al mismo tiempo, la Superiora y el Provincial. ¿Por qué no captura a esos manipuladores de metales a temperaturas de lava volcánica, algo más diabólico e infernal que las inocentes pólvoras de los juegos de artificio, con el agravante de su presencia dentro del convento, mientras fundían la campana, y su amistad, casi familiar, con las más jóvenes cordeleras? ¿Qué espera el Santo Tribunal para encarcelarlos?

Esperaba que regresaran, debidamente diligenciados, ciertos pliegos que se enviaron a ultramar, recabando algunos informes más para desenmascararlos. No eran asturianos ni fundidores de campanas. Eran piratas. ¿Y las cartas de presentación y las recomendaciones?

Alguien habló del Conde de Nava y Noroña, don Sancho Alvarez de las Asturias, el cual los escogió y contrató en Oviedo, y también le fue recado.

Deus Zibac, como mal llamaban al inquisidor, aunque el apodo le iba mejor que el nombre, se llamaba Idomeneo Chindulza, era una mezcla de español y de indio que ni él mismo se la aguantaba. Los dos malos olores. Las dos envidias. Y como por real cédula se dispuso que ser indio no era una mancha para obtener limpieza de sangre, el Inquisidor la obtuvo, y se limpió todo, menos el rostro picado de viruelas.

«Deus» por lo español y «Zibac» por lo indio, Deus Zibac quería decir «Dios hecho de zibaque».

Su lengua de soga de ahorcar le llegaba hasta las orejas carbonosas, cuando se relamía pensando en los cogotes de toro de los para él falsos asturianos. Corsarios, se repetía Chindulza, que sorprendieron en alta mar a los verdaderos fundidores ovitenses y se ampararon de sus identidades. A fuerza de cavilar se le hizo evidente y no creyó necesario, dados los antecedentes que recogían a diario del espantoso crimen de la sacristía, esperar la vuelta de los exhortos mandados a ultramar. Terminada la fundición de la campana, Deus Zibac procedió a la captura de aquellos gigantones. ¿Eran o no eran piratas? En la duda, ahorca, Zibac, en la duda ahorca. El más viejo tenía una sirena tatuada en un brazo. Esto lo denunciaba. Pirata y hereje. ¡Herejes! ¡Herejes! La voz corría, exigía, exigía justicia. ¡Justicia! ¡Justicia! Los demonios asturianos. La campana de las clarisas fundida por piratas. Que no se toque nunca. Que se destruya. Que se lance desde el campanario al vacío para que se haga pedazos. ¡Hija de herejes! ¡Obra de piratería! ¡Justicia! ¡Justicia!…

Deus Zibac puso manos a las sogas, sogas a los pescuezos de los gigantes y siete días y siete noches estuvieron los cuerpos de aquellos cristobalones colgados en la explanada del Calvario y siete días y siete noches las campanas de las iglesias tocaron a muerto, no por los ahorcados, por la campana difunta.

Ventanas, puertas, bocacalles, cercas, arcos, atrios, puentes dejaban atrás los jinetones, al entrar a la ciudad, seguidos de mulas de gran alzada en que traían la carga y el correo llegados al Golfo Dulce en naos de ultramar.

Diligenciados los requerimientos, reconocidas las firmas de canónigos y alcaldes ovitenses, abundantes los testimonios de los que bajo juramento respaldaban la conducta intachable de los fundidores, Deus Zibac no pudo levantar la manos que apoyó, abiertas en abanico, sobre la mesa de audiencias, al inclinarse a leer los documentos, y como si le clavaran los dedos con fuego, llovieron goterones de las palmatorias cuyo resplandor de incendio llegaba a sus ojos como la luz muerta de una batalla perdida. Las letras, las palabras, las frases, bailaban frente a él que no parecía leerlas, sino tragárselas, traga-atragantarse con ellas. Se le doblaron los brazos, las manos en guantes de cera, de gotas de cera blanca, y cayó de pecho sobre la mesa, sobre los pergaminos, sobre los documentos que denunciaban su oprobio… De bruces, los ojos vidriados y una baba de reptil sobre los pliegos, ya no oyó el romance callejero…

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