– ¿Al infierno? Yo creo que cuando mucho el Licenciado va a irse al Purgatorio. Ya ve usted las exequias que le hicieron, y dicen que le van a decir las misas gregorianas…
– Pues que se quede un rato esperándolas, porque cuestan caras y a su hermano se le va a hacer tarde en mandárselas decir.
– Pero si él no tiene la culpa de haberse muerto, ya ve usted quería hacer la Función de Señor San José, y prometió dorar el altar de San Vicente, que era el santo de su devoción.
– No, si yo no le reprocho que se haya muerto, cada quien puede morirse a la hora que le dé la gana. Lo que no le perdono es que nos ha dejado a todos en manos del hermano…
– Paz a los muertos…
***
– …sí, yo te voy a dar tu paz, viejo méndigo. Ya veremos si descansas en paz con todas las mentadas de madre que te vamos a echar por tus cochinas letras de cambio… ¿Usted cree que alguien va a estar a gusto en el otro patio mientras aquí en este mundo siguen jodiendo a la gente por su cuenta? "Por esta única letra de cambio se lo va a llevar a usted el carajo, si no paga en el plazo fijado…" Y si no, que me lo pregunten a mí.
– Gracias a Dios que yo no le quedé debiendo al Licenciado ni los buenos días… Espéreme, déjeme ver, ahora que me acuerdo, creo que la última vez que vino no le pude dar completo su cambio, déjeme ver, creo que fueron treinta centavos… ora verá, treinta o cuarenta…
– Pues cuídese de que un día de éstos no se le vaya a aparecer para cobrárselos.
– Cállese la boca. Ya mero que el Licenciado iba a venir a asustarme por treinta centavos… De todos modos, yo no me quedo con ellos…
– Pues mándeselos a don Abigail, que es el heredero universal…
– No. Ahora a la noche que vaya al Rosario, voy a echárselos de limosna a las Animas del Purgatorio, no sea el diablo y venga a gatas…
***
El cortejo acababa de pasar por el Santuario y el Padre Zavala le echó al Licenciado desde lejos la bendición.
– Don Abigail, ¿no le parece bien que entremos un ratito al Santuario?
***
El cortejo dio media vuelta y don Abigail buscó a uno de los mozos que iban allí:
– Anda a la casa y dile a la señora que me mande un paraguas. Que mande todos los que haya. Mira, dile que pida por allí unos prestados y te vienes corriendo al Santuario.
– Si usted me permite, don Abigail, mi casa queda cerca de la suya. Que vaya también allí su mozo. Les dices que me manden paraguas.
– Mira muchacho, toma un cinco. Vete corriendo a mi casa, ya sabes, al otro lado de la escuela oficial, y les dices que por señas de que hoy caparon a los puercos, que me manden un paraguas.
– A mí se me hizo que iba a llover y traje mi paraguas, pero me da vergüenza abrirlo y que los demás se mojen…
***
En la nave del Santuario, casi al pie del altar, en un dos por tres quedó listo un catafalco, con sus cuatro cirios encendidos.
– Suerte que tienen los ricos. A éste ya le habíamos cantado hasta la despedida en la Parroquia, con su De profundis y todo, y ahora le dan su metidita en el Santuario para que no se moje. A lo mejor el agua le caía bien, si ya le estaban llegando las llamas del Purgatorio.
– O del Cazo Mocho, vaya usted a saber…
El órgano empezó a sonar otra vez. Pancho el cantor, que iba en el cortejo, se subió al coro con Rodolfo. Y otra vez volvieron los cantos y el agua bendita.
***
– Oiga don Manuel ¿usted cree en el agua bendita?
– Bendita lluvia la que está cayendo… Bendito sea Dios que nos da a su tiempo las lluvias, las tempranas y las tardías, y con ellas fecunda los campos que nos dan la cosecha…
Y don Manuel alzó los brazos al cielo antes de entrar al Santuario, como si toda aquella agua le cayera en el corazón:
– Estas aguas son las que ablandan la tierra para las siembras, las que hinchan la caña de las milpas, para que después cuajen los granos del elote. Benditas sean una y mil veces. Que siga lloviendo, que siga lloviendo aunque nos pasemos aquí toda la tarde y la noche, velando otra vez al licenciado oyendo cantar responsos y rogativas al Padre Zavala, con esa voz de bajo tan bonita que tiene…
– En el Santuario, don Fidencio se sentía cada vez más deprimido, pensando en su letra de cambio. "Por lo menos, el Licenciado siempre me esperaba, con tal de que le pagara los intereses". Afuera seguía lloviendo; adentro, el Padre Zavala seguía con el clamor de su voz monótona y creciente… "Ni buenos negocios, ni dinero enterrado, ni lotería. Solamente los ricos tienen buena suerte, sólo de ellos se acuerda la Divina Providencia. Se me hace que toda la vida me la he pasado aquí, oyendo cantar y rezar…"
***
Ya eran como las seis de la tarde cuando la tormenta se deshizo en lluvia. Muchas gentes se salieron de la iglesia sin hacer ruido. Al salir de nuevo el cortejo iba reducido casi a la mitad, pero mucho más fúnebre bajo la llovizna y los paraguas negros.
La tierra del Panteón estaba hecha un lodazal. Alrededor de la fosa todos buscaban los sitios menos húmedos y se subían a las tumbas. Don Abigail se acercó reservadamente al profesor Morales, a propósito de la oración fúnebre:
– Mire, profesor, ya quedamos muy pocos y todos estamos cansados. ¿Por qué no la publica mejor en el periódico?
A la hora de bajar el cajón todos se acercaron para echarle al Licenciado su puñito de lodo. Para no mancharse los dedos, Celso le arrojó una florecita, de parte de clona María la Matraca. El señor Cura dijo las oraciones rituales y echó sobre la tumba unas gotas de agua bendita que se confundieron con la lluvia.
***
– Me acuso Padre de que tengo novia.
– Eso no es pecado, pero tú no tienes edad.
– Y el otro día le tenté…
– ¿Qué le tentaste?
– Cuando yo era chico, mi tía Jesusita con una mano me levantaba el brazo y con el filo de la otra iba haciendo como que me cortaba con un cuchillo: "Cuando vayas a comprar carne, no compres de aquí, ni de aquí, ni de aquí… ¡Sólo de aquí!" Y de repente me hacía cosquillas debajo del arca.
– ¿Y eso a qué sale?
– Es que yo también jugué a eso con Mela, pero se lo hice en la pierna, empezando por el tobillo… "Cuando vayas a comprar carne…"
Yo he visto llover muchas veces. Pero ahora, sin despedirme de nadie, al fin que había mucha gente, me salí del cortejo. Encomendé por última vez a Dios el alma del Licenciado y llegué casi corriendo a mi casa para ensillar el caballo. Con las primeras gotas, ya en la Puerta de Huescalapa, me eché al galope. Una fragancia nueva llenó mis pulmones, mientras la lluvia caía cerrada y oblicua sobre los surcos, oscureciendo la tierra. Me guarecí al pie del Tacamo, mientras los mozos llegaban corriendo a saludarme. Los animales se veían felices e inquietos bajo los truenos del temporal. Cada uno a su manera, pero todos hacíamos un rústico saludo a la nueva estación. Se acabaron, se acabaron las secas.
***
– Y pensar que todo el dinero lo gasté en la pólvora…
Don Atilano el cohetero se puso las manos en la cintura, al pie de la barriga que le brotaba del cinturón:
– Yo no sé en qué estaba pensando el Licenciado para hablarme de tantos miles y miles de cuetes… Yo creo que en el infierno… "Quiero quemar los castillos más grandes que se hayan visto en Zapotlán. El del Día de la Función será un castillo muy alto, con otros alrededor, para que parezca que toda la plaza se está quemando… Ven mañana para darte un buen anticipo…" Y el día del anticipo se murió… Y yo aquí con gente apalabrada y lleno de compromisos con ixtleros y carriceros… Y para acabarla de amolar, ahora se me mojó toda la pólvora que estaba secándose en el patio…
***
– Pobre Licenciado, al fin de cuentas era un hombre como todos nosotros. Pero les tuvo mucho amor a los centavos. Tanto, que ni siquiera se casó. Ésta era la primera vez que iba a gastar, Dios le tome en cuenta siquiera la intención. Se murió de golpe allí a media calle como quien dice, en brazos de Urbano el campanero. Un ataque al corazón, dijeron los doctores. A lo mejor se murió del puro miedo de dar porque él sólo estaba acostumbrado a prestar. Le prestaba a todo mundo, con y sin responsiva, según. Ganaba con los días del calendario, cada fecha tenía su vencimiento y los réditos se le venían encima aunque él no quisiera. No era muy usurero, pero dicen que a veces prestaba al por mayor, para que otros prestaran al menudeo. Y ésos sí que clavaban las uñas. ¿Tendrá también de eso la culpa el Licenciado?
***
– Yo venía para mi casa temprano porque me quedé a dormir otra vez en el campanario. Así nomás despierto y voy dando las horas y llamando las misas y me vuelvo a dormir. Y allí nomás al dar la vuelta por Zaragoza vi que el Licenciado iba delante de mí como media cuadra con su carne, medio agachado, como encogido…
– Y luego qué pasó.
– Lo vi como que se fue de boca, como que le dieron un empujón. Pero no había nadie en la calle más que yo que lo iba alcanzando porque él caminaba despacito. Me arrimé adonde cayó, y estaba boca abajo con pataleta.
– Y tú que hiciste.
– Me agaché y le di vuelta. Y al voltear la cabeza como que me vio a mí o como que veía al cielo pero con los ojos bien empañados. Me miró degollado, ya en las últimas.
– Y tú que le dijiste.