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– Alivia, ¡madre! Este hombre no sabe lo que dice. En todo caso aliviaba, porque el chicalote se está acabando en Zapotlán, como el tule de la laguna… Vayan a ver: ¿dónde está el tule? ¿Dónde está el chicalote? Y es que el año pasado, del hambre que teníamos, no dejamos nada para semilla…

La limpia del campo puede hacerse por tareas individuales o en grupos, según le convenga más al patrón. La tumba se lleva a cabo en la mañana, y por la tarde se amontona el rastrojo y la maleza y se le prende fuego.

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Al señor Cura le gustaba subirse al cerro, a veces, al ponerse el sol. Antes hasta la Cruz de las Piedritas. Ahora nomás hasta la Cruz Blanca.

– ¿Adonde va, señor Cura?

– A ver el pueblo por arriba. Estoy cansado de verlo por debajo.

Veía el valle como lo vio la primera vez Fray Juan de Padilla, sólo por encima: "Pero yo, Señor lo veo por debajo.]Qué iniquidad, Dios mío, qué iniquidad! Un río de estulticia me ha entrado por las orejas, incesante como las aguas que bajan de las Peñas en las crecidas de julio y agosto. Aguas limpias que la gente ensucia con la basura de sus culpas… Pero desde aquí, desde arriba, qué pueblo tan bonito, dormido a la orilla de su valle redondo, como una fábrica de adobes, de tejas y ladrillos. Juan de Padilla te prometió, Señor, las almas de sus moradores. Venía con el hábito raído y con las sandalias deshechas, y bendijo desde aquí la tierra virgen, antes de sembrarla con Tu palabra. Yo soy ahora el aparcero, y mira Señor lo que te entrego. Cada año un puñado de almas podridas, como un montón de mazorcas popoyotas… Juan de Padilla juntó las manos aquí, y bajó al valle corriendo, feliz, hacia la tierra maldita bajo el patrocinio del Diablo, la yacija fértil y enorme donde Tzaputlatena fornicaba con el Dios del Maíz, bajo el cielo confuso de los Tlaloques!"

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– Cuando el tren acaba de subir la Cuesta de Sayula, un viento fresco y ligero llena los vagones. A mí me basta con sentirlo para preferir a Zapotlán entre todos los pueblos que conozco. Y no es porque yo sea de aquí. Miren, respiren, éste es el viento que les digo… Los fuereños también lo reconocen, y muchos que van de paso, se quedan a vivir. Hablan mal de nosotros, pero alaban el clima. Y así era antes también.

…Y habiendo hecho vista de ojos y reconocido todo aquel valle como se me ordena en el despacho de dicho señor Virrey, hallé ser tierra templada y de buen temperamento, y su cielo alegre, y que tiene para el sustento del ganado vacuno y caballar, un ojo de agua encharcado, y al parecer permanente, por ser este tiempo en que se reconoce la fuerza de la seca, y está al presente con bastante agua…

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La limpia duró tres semanas. Ya hacen falta los bueyes. Hoy tomé en renta ocho yuntas, comprometido a pagar por cada una ocho hectolitros de maíz en cosecha, desgranado, harneado y limpio, de buena clase y puesto a domicilio del arrendador. Todo se me multiplica por ocho: compré ocho arados de fierro, de los llamados de un ala, pues aquí ya casi no se trabaja con arados de palo. Y luego los aperos y avíos: ocho yugos escopleados, ocho cuartas, ocho pares de coyundas de cuero crudío, bien engrasadas con sebo de riñonada, ocho barzones y ocho otates con puya… Ah y una castaña grande para el agua de beber.

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– Me acuso Padre de que el otro día adiviné una adivinanza.

– Dímela.

– "Tenderete el pétatele,

alzarete el camisón…"

– ¿Qué más?

– Es muy fea… es la lavativa…

– ¿Quién te la enseñó?

– Chole. Mi prima.

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Se nombró a uno de los gañanes para bueyero, quedando el mayordomo y siete peones para uncir cada uno su respectiva yunta. El bueyero tiene que dormir en el campo; para eso hubo que construir en la ladera de una barranquilla, junto a un frondoso tacamo, el pequeño rancho que le servirá de albergue, y donde habrán de guardarse los aperos de labranza. Al alba tendrá que reunir los bueyes para echarles la hoja, porque al rayar el sol deben ya estar listos para el trabajo.

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– Los obrajeros compran la lana por separado, la blanca y la negra. La lavan, la cardan y la hilan. Tejen en antiguos telares, cobijas negras y grises. Sólo les ponen de adorno una lista de alfajores azules, blancos y solferinos, cerca de las barbas. Somos gente seria. Los alfareros nomás hacen lo indispensable. Cántaros y jarros, cazuelas y macetas. Los carpinteros no son más que carpinteros, y los herreros, herreros. Hay poco trabajo de talla y de forja. Somos buenos albañiles. Dense una vuelta por las calles y verán. Buen adobe, buen ladrillo y buenas tejas. Arena de San Andrés y cal de Huescalapa. Casas feas y macizas, que han resistido muchos temblores.

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Señor San José llegó a Zapotlán de un modo muy humilde y muy misterioso. Acompañado por la Virgen y a lomo de muía.

Un arriero enfermo pidió posada en la Cofradía del Rosario el año de Gracia de 1745. No se supo de dónde venía ni para dónde iba. Descargó dos bultos largos y estrechos como ataúdes. Se acostó para descansar y ya no se levantó. Los frailes le dieron cristiana sepultura y aguardaron en vano que alguien reclamara la acémila y su carga. Nadie se presentó.

Pocos meses después, los frailes decidieron abrir los bultos. Aparecieron las benditas imágenes, y fueron llevadas en triunfo a la Parroquia.

Dos años después, Zapotlán jura, aclama y vocea por General Patrón al Gloriosísimo Patriarcha Señor San Joseph, a efecto de aplacar la Divina Justicia por tan Venerable intercesión, y pedir la inmunidad contra los temblores y terremotos, tan grave y repetidamente experimentados por este pueblo…

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Yo, Don Joseph Rea y Monreal, Alcalde Mayor por su Majestad de esta Provincia, que actúo como Juez Receptor con testigos por ausencia del Escribano Público, certifico y doy fe en cuanto puedo, debo y el derecho me permite, que el tenor del escrito y escritura de Jura de Patrón de este pueblo contra los terremotos, hecho por el Vecindario en el Glorioso Patriarcha Señor San Joseph, es del tenor siguiente: En el Pueblo de Zapotlán, en catorce días del mes de Diciembre de mil setecientos cuarenta Y nueve años…

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Ya en este siglo, un golpe de aire, misteriosamente venido desde la sacristía el día de San Bartolo, derribó la estatua del Señor San José, ante la consternación general. Del cráneo roto, salió un papel donde se declaraba la imagen obra de un escultor guatemalteco, discípulo que había sido de aquel famoso Berruguete…

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Había un hombre llamado José, oriundo de Belén, esa villa judía que es la ciudad del rey David. Estaba muy impuesto en la sabiduría y en su oficio de carpintero. Este hombre, José, se unió en santo matrimonio a una mujer que le dio hijos e hijas: cuatro varones y dos hembras, cuyos nombres eran: Judas y Josetos, Santiago y Simón; sus hijas se llamaban Lisia y Lidia. Y murió la esposa de José, como está determinado que suceda a todo hombre, dejando a su hijo Santiago niño aún de corta edad. José era un varón justo y alababa a Dios en todas sus obras. Acostumbraba salir fuera con frecuencia para ejercer el oficio de carpintero en compañía de sus dos hijos, ya que vivía del trabajo de sus manos, en conformidad con lo dispuesto en la ley de Moisés. Este varón justo de quien estoy hablando es José, mi padre según la carne, con quien se desposó en calidad de consorte mi madre, María.

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Para que vean nomás el mérito que tiene la veneración que me otorgan y la fiesta que me hacen, les diré que mi culto es muy tardío en la liturgia católica. Sin contar algunos antecedentes aislados que mucho me honran pero que nada significan en la historia eclesiástica, mi verdadera exaltación ritual data apenas del siglo pasado. Fíjense ustedes. En 1869 algunos obispos y fieles pidieron que se incluyera mi nombre en el Ordo Missae, y que yo figurara antes que San Juan Bautista en las Lita- niae Sanctorum. Esta curiosa demanda se repitió en el Primer Concilio Vaticano, y Pío IX decidió sin más proclamarme patrono de la iglesia universal por encima de los apóstoles Pedro y Pablo, cosa que a mí me parece exagerada. León XIII confirmó esta decisión en su encíclica Quamquam pluries el año de 1889, y yo estoy desde entonces teológicamente fundamentado como patrono de una iglesia socialista. Nuevos honores se sucedieron rápidamente: mis letanías fueron aprobadas para la recitación de los fieles en 1909 por la Sagrada Congregación de Ritos; mi fiesta fue elevada a la condición de rito de primera clase, con octava, por Pío X en 1913, y Benedicto XV la decretó de precepto en 1917. En 1919 obtuve un prefacio propio y en 1922 modificaron el Ordo commendationis animae para intercalarme un "…in nomine Beati Joseph, inclyti ejusdcm Virginis sponsi…"

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Y nosotros salimos ganando porque la feria de Zapotlán se hizo famosa por todo este rumbo. Como que no hay otra igual. Nadie se arrepiente cuando viene a pasar esos días con nosotros. Llegan de todas partes, de cerquitas y de lejos, de San Sebastián y de Zapotiltic, de Pihuamo y desde Jilotlán de los Dolores. Da gusto ver al pueblo lleno de fuereños, que traen sombreros y cobijas de otro modo, guaraches que no se ven por aquí. Nomás al verles la traza se sabe si vienen de la sierra o de la costa. Muchos tienen que quedarse a dormir en los portales, en el atrio de la Parroquia o en la plaza, junto a los puestos de la feria, porque no hay lugar para tanta gente. En todas las casas hay parientes de visita y duermen de a tres y de a cuatro en cada pieza. Los corrales se vacían de gallinas y guajolotes. Y no hay puerco gordo, ni chivo ni borrego que llegue vivo al Día de la Función…

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