– Miren, como que iba a conocerme. Le dije, "soy Urbano".
– Y él qué te dijo.
– Nada. Nomás movió los labios como que iba a rezar. Yo entendí, espérense, déjenme acordarme, yo entendí que dijo "¡ay mamá los toros!" Y yo pensé "unos pintos y otros moros", palabra, no vengo borracho. Allí se quedó. Luego vinieron este Huerta y este Hilario el carnicero. Pero el Licenciado ya estaba bien muerto allí con su carne que no la soltó. Hilario me dijo que me la llevara y yo me la llevé para almorzar. Era un pedazo de cuadril. Luego me preguntaron que qué había pasado y yo les conté esto que les estoy contando…
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– ¿Sabe, Vicentita? Yo creo que San Vicente no quiere que le doren el altar. Dicen que era un santo rete humilde…
– Pero si todos los altares de la Parroquia ya están dorados, sólo falta el suyo, y no hay que hacerlo menos… Déme un cuarto de pepena, pero de aquí… No, mejor de aquí, que está la tripa más gorda. A ver, déjeme ver… De aquí.
Antes de cortar el pedazo, el carnicero hizo la señal de la cruz en el aire, santiguándose con el cuchillo, para bendecir la primera venta de la noche.
– ¿Sabe usted que el Licenciado por poco y se me muere aquí adentro? Yo no le noté nada, pero traía mucha prisa y no quería platicar como otras veces. "Despáchame, despáchame porque ya me voy". Y se salió casi corriendo con su pedazo de cuadril… Él siempre compraba cuadril. Y nomás caminó media cuadra. Cuando llamamos al señor Cura y al doctor, ya estaba bien muerto…
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He optado por olvidarme de Tiachepa, por lo menos en mis apuntes. Y para consolarme, todos los días voy al Tacamo. Las milpas han brotado, y el campo, al atardecer, está lleno de estrellitas verdes.
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– Muerte muy triste la que tuvo el Licenciado ¿no es verdad, don Andrés?
– Pues a mí en realidad no me parece tan triste, vea usted lo que son las cosas. Tal vez sea mejor así, ir caminando por la calle y recibir la muerte de golpe.
– Usted y el Licenciado eran de la edad ¿verdad don Andrés?
– Bueno, él me llevaba como tres años, pero lo mismo da, la muerte no se fija en el calendario.
– ¿Y la Función, quién la va a hacer ahora?
– Pues eso va a estar difícil porque murió intestado, y su hermano, se lo digo aquí en confianza, no le da agua ni al gallo de la Pasión…
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– Me acuso Padre de que leí dos libros.
– ¿Cuáles?
– Uno que se llama "Conocimientos útiles para la vida privada" y otro que se llama "Historia de la prostitución". Tienen dibujos.
– ¿Quién te los prestó?
– No. Me los hallé en el troje de mi casa. Están en un solo libro pero son dos, con pasta colorada.
– ¿Son de tu papá?
– No. Estaban en unas cosas de un tío que se murió.
– Ah… Tráemelos mañana mismo a la sacristía. Vas a rezar cinco rosarios de penitencia…
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– Pues que hagan otra rifa, a ver quién se la saca.
– ¿Usted cree que vaya a haber otra rifa?
– Quién sabe. Tal vez no. El tiempo está ya muy adelantado, y para eso hay que prepararse con mucha anticipación. ¿No se ha fijado usted en que los mayordomos siempre le hacen la lucha para ganar más dinero el año de la Función? Acuérdese de don Bardomiano.
– ¿Cuando se sacó la lotería?
– "Si me saqué una, me tengo que sacar la otra". Y le estuvo entrando a la lotería con puros billetes enteros. Los mandaba pedir a México y se los ponía en los pies a Señor San José, de acuerdo con el sacristán. ¡Y que se le va haciendo el milagro! Por cierto que el sacristán todavía le anda reclamando el barato.
– ¡Qué barbaridad!
– Don Bardomiano gastó en la Función una partecita del premio. Con la otra ya sabe usted lo que hizo…
– Se quedó con las tierras de los Michel.
– ¿Y quién le iba a decir que no lo hiciera? Los Michel estaban en la chilla y se las aventaron por lo que quiso darles. Y allí tiene usted a don Bardo podrido en centavos…
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– ¿Se acuerda usted de cuando le tocó hacer la Función a Don Salva? ¡Qué bárbaro! ¿Cómo se llamó aquello?
– Barata de Señor San José. No se puede negar que la ocurrencia fue buena, y sinceramente muy legal…
– Yo no diría lo mismo. ¿A qué sale que el nombre de Señor San José ande de aquí para allá como si no le tuviéramos ningún respeto?
– Siempre ha habido aquí cosas que lleven su nombre, como las veladoras y las tablillas de chocolate..
– Bueno, sí, eso puede pasar, hasta el jabón, pero lo de la barata se me hace muy irrespetuoso.
– Yo no creo que tenga nada que ver. Don Salva estuvo vendiendo todo el año a precios de realización y les daba a los clientes una estampita: "Éste es el mero interesado", les decía. Y la gente compre y compre, y los demás comerciantes de ropa, rabiando en sus tiendas vacías…
– ¿Y en fin de cuentas qué pasó? No voy a decir que la Función estuviera mala, fue de las mejores. Pero dos o tres meses después don Salva compró casi todo el portal donde está su tienda, lo fincó de nuevo y creció el negocio a más del doble…
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– ¿Vender? ¿Vender, señor Cura? ¿Pero qué es lo que yo tengo aquí para vender? Ni modo que venda la casa en que nacimos ni la del Santuario que nos viene desde quién sabe cuántas generaciones. ¿Vender? Con todo respeto, sépalo usted, señor Cura, desde que yo tengo uso de razón nosotros no hemos vendido nada… Nada que no sean las cosechas, el queso y los puercos gordos. Y esas cosas se venden a su tiempo, como el ganado de desecho y el desahije, y todo eso apenas ajusta para el gasto de esta casa, que parece un cuartel. Y ahora los gastos del entierro… No sé cómo mi hermano se puso a echarse este compromiso encima, teniendo sus negocios tan enredados. Palabra, Dios le perdone, yo no sé qué es lo que dejó, ni el supo nunca lo que tenía, siempre desparramando su dinero por todo el pueblo, prestando casi siempre de palabra y sin llevar sus cuentas. Los deudores se robarán lo que quieran: "A ver, ¿dónde tiene usted su recibo?" "Pues cuál recibo. Si el Licenciado nunca nos daba…" Y no me va a ajustar la vida para pasarla en corajes. Lo que yo sí quiero hacer en memoria de mi hermano es entrarle a la rifa del niño que viene y hacer, si me la saco, la Función en su nombre, ya que se arregle lo del intestado. Así haremos las paces, porque ya sabe usted que él y yo no nos hablábamos… ¿Pero vender, señor Cura? Yo le prometí a mi padre en su lecho de muerte no vender nada de lo que él nos dejó. Ahora que me acuerdo… lo único que hemos vendido es el solar donde está ahora el Camposanto. Ese Camposanto era de nosotros y se llamaba El Aguacate, porque allí había un aguacate muy grande y muy bueno. Era de nosotros y nos lo quitaron. Los del Municipio le pusieron el precio y con lo que nos dieron no ajustaba siquiera para pagar la barda. Porque mi padre lo mandó bardear de puro ladrillo para que la gente no se robara los elotes… estaba tan en el pueblo… Allí se daban unos elotes así de grandes, señor Cura. En ninguna otra tierra se han dado así de grandes y de dulces. La pobrecita de mi madre ya no volvió a comer elotes de la pura mortificación y cada año se acordaba: "Esa tierra era de puro azúcar, daba unos elotes tan dulces…" Dios la tenga en su santa gloria. A propósito de elotes, mañana voy a mandarle al curato, si usted me lo permite, unas dos docenas de elotes de riego, de los mejorcitos, aunque no sean tan buenos como los del Camposanto…
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– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; ahora todos somos mayordomos… ¿Quién no ha querido alguna vez ser mayordomo? Como ninguno de nosotros tiene dinero para hacer la Función, vamos a hacerla entre todos. En cada casa de Zapotlán va a haber una alcancía, y la vamos a romper en octubre. Nos estábamos quejando porque no había 'mayordomo, y ya ven ustedes, ahora tenemos treinta mil. Así es nuestro Patrono…
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Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna. Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancos a perderse donde empieza el apogeo de los pinos. Tierra donde hay una laguna soñada que se disipa en la aurora. Una laguna infantil como un recuerdo que aparece y se pierde, llevándose sus juncos y sus verdes riberas…
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– ¿Sabe usted quiénes fueron los primeros en ir a dar su apoyo a la iniciativa del señor cura?
– Los tlayacanques. Si, pero espérese. Ahora viene lo bueno. Me lo contó el sacristán. Le ofrecieron al señor Cura los bueyes y la carreta. En una palabra, ellos querían encargarse de todo, en nombre de sus viejas cofradías, pero el párroco les dijo: "No se propasen ustedes, ni gasten más de lo que pueden. Acuérdense de su pleito que cuesta mucho dinero, y más ahora que se murió el Licenciado…" ¿Qué le parece?
– Vivir para ver…
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– Bueno, en resumidas cuentas, esto no es ninguna novedad. La función siempre la ha hecho el pueblo, aunque haya Mayordomo. ¿De dónde han sacado los ricos su dinero? "…Habéis devorado la cosecha, y del despojo de los pobres están llenas vuestras casas". Y no soy yo quien lo dice…