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A
A la Trini le gusta el atole,
el atole le gusta a la Trini,

y que no pasa de allí.

Lo más curioso es que en el pueblo se ha despertado un nerviosismo enfermizo y nadie anda tranquilo del brazo de su dama. Muchos se quejan porque ahora no hace falta cantar la copla ni decir una palabra, ni silbarla. Sino que los vagos zapatean al pasar el ritmo de todos conocido, o simplemente lo tortean con las manos.

El otro día un señor denunció formalmente a un mozo de carnicería, porque al pasar frente al establecimiento del brazo de su esposa, el muchacho, con una risita y una mirada, le dio a entender: "Déjala güevón…"

La Feria - pic_22.jpg

Tal vez ha sido mejor así. Cuando llegué al hotel de Alejandrina, el empleado de la administración me entregó una carta y un paquetito.

Mis manos temblaron af rasgar el sobre. Sólo había una tarjeta con estas palabras: "Adiós, amigo mío…"

El paquetito contenía un estuche de felpa celeste. Dentro, estaba la piedra de su nombre. Una hermosa alejandrina redonda, tallada en mil facetas iridiscentes…

Incapaz de volver a mi casa en semejante estado de ánimo, me dediqué a vagar, abatido y melancólico, por las calles del pueblo. Tal vez seguí inconscientemente alguno de nuestros inolvidables itinerarios de confidencia y comercio.

Ya al caer la noche, sentado en una de las bancas del jardín, mis ojos se detuvieron en un punto. El lucero de la tarde brillaba entre las nubes. Me acordé de unos versos que leí no sé dónde:

Y pues llegas, lucero de la tarde,
tu trono alado ocupa entre nosotros…

Cabizbajo me vine a la casa, donde me aguardaban otra carta y otro paquete. La gruesa letra de Matilde decía: "Me fui a Tamazula con mis gentes. Cuando te desocupes de acompañar literatas, anda por mí". El paquete contenía los dos frascos de crema de juventud. Uno entero y el otro empezado…

He dormido solo, después de tantos años. En la casa inmensamente vacía, sentí de veras mi soledad.

Guardaré la alejandrina como un precioso recuerdo, pero mañana mismo voy a Tamazula por Matilde.

***

Salí de mi casa a las siete de la mañana por el rumbo de la Cofradía del Rosario en busca de una bestia que se me había desbalagado, sin llevar nada más que una soga en el hombro.

Llegando al rancho donde ordeña Filemón, le pregunté por mi caballo. Ya se lo tenía encargado: era criollo y le di el color y el fierro. Filemón me dijo que acababa de realiar pero que no lo había visto.

Me eché para atrás por toda la zona de la laguna, y antes de llegar al rancho de Calvillo me alcanzó don Abigail en su coche y me gritó: "Tú eres Pedro Bernardino". Yo le contesté que sí y lo primero que se me ocurrió fue correr para la laguna, pero luego pensé que iba a aventarme de balazos y mejor me quedé parado esperándolo.

Al bajarse del coche ya traía la pistola en la mano y estaba todavía con un pie en el estribo y otro en el suelo. Yo le metí la pierna en medio de los dos, y con la mano derecha traté de defenderme. Entonces él me dijo que sacara mi pistola para matarnos. Yo le dije que no traía más que lo que Dios me había dado, que le apachurrara a su pistola, que al cabo yo no tenía miedo de morirme, y más ya tan viejo como estoy.

Entonces me dijo que uno de sus mozos era miembro de nuestra Comunidad Indígena, y que él le daba dinero para que lo tuviera al tanto de todo, y que supo que yo quería matarlo. Me enseñó una credencial de coronel y me dijo que tenía rifles y ametralladoras para que todos sus mozos nos recibieran a balazos el día que le fuéramos a ocupar las tierras.

Entonces yo le dije que no íbamos a ir solos, sino que las fuerzas del Gobierno nos iban a dar posesión. Él se rió y me dijo que mi patrón, el presidente municipal don Faustino, lo había acompañado a México a ver a las autoridades agrarias y que allá les dijeron que sus tierras estaban seguras y que nosotros no podíamos hacerles nada, porque ellos tenían detenido el pleito.

Entonces le dije: "¿De qué se asusta? Todos estamos dentro del Gobierno, yo y los otros cuatro cabezales tenemos credenciales firmadas por el Gobernador, y ustedes se manejan desde más arriba".

Entonces don Abigail me dijo: "Mira Pedro Bernardino, tú y yo tenemos hijos, a lo mejor se matan entre ellos o nos matan a nosotros. Lo que quiero es que no andemos a la greña. Chócala".

Dejó la pistola, me dio la mano y la chocamos tres veces. "Súbete, te llevo a tu casa". "Gracias, todavía puedo andar". Y luego, como me vio la soga en el hombro, me preguntó qué andaba buscando. "Una bestia que se me desbalagó".

Entonces me dijo: "Mira Pedro Bernardino, no tarda en venir aquí a la laguna un muchacho con unas bestias mías. Allí anda tu caballo. Cuando venga dile que es tuyo, y si no te lo da, tú vas mañana por él, o si quieres, yo te lo mando. Lo único que te pido es que de hoy para adelante tú mismo me digas cómo van los asuntos de la comunidad".

Yo le contesté: "Mire don Abigail, venga a mi casa cuando quiera y yo le informaré, pero no espere que vaya a tocarle a la suya, porque ése no es mi deber".

***

– ¿Se acuerda de que usted dijo que podía hacerme una vela de a doscientos pesos?

Don Fidencio ya iba a cerrar su tienda y traía las llaves en la mano, después de un día de malas ventas. Se quedó viendo a la mujer y la recordó: era la que había estado manoseando una noche todas las velas. Le iba a decir una barbaridad, pero la mujer se le adelantó, sacando del rebozo un montoncito de pesos de plata:

– Aquí le traigo veinte pesos a cuenta para que me la empiece, la quiero de veinte arrobas, cueste lo que cueste. Déme un recibito.

Don Fidencio contó las monedas mecánicamente, y en un pedacito de papel de estraza, con que acostumbraba liar las velas por el medio, escribió con lápiz: "Recibí de María Palomino la suma de veinte pesos, a cuenta de una vela de veinte arrobas de cera cuyo valor será de…"

– Si quiere déjele pendiente lo del precio, eso es lo de menos. Lo que yo quiero es que sea la vela más grande y que dé más luz porque se la vamos a poner a Señor San José. Cada ocho días le voy a ir trayendo lo que pueda. Pero que sea de cera líquida…

***

Septiembre 15

Hoy hace cuatro meses, un día vulgar como cualquier otro, quedó de pronto convertido en una fecha macabra. Hubo a medio día un terremoto.

De Colima, donde el fenómeno alcanzó proporciones desastrosas aunque hicieron menos argüende que nosotros, emigraron muchas familias en busca de tranquilidad. Como la vida es muy cara en Manzanillo, una de ellas decidió venir a establecerse a Zapotlán.

María Helena llegó el día cuatro de junio pero yo no recuerdo haberla visto hasta el día veintiuno; por lo menos, ése fue el primer encuentro decisivo. Yo sabía que tarde o temprano tendría que irse, pero nunca imaginé que se fuera tan pronto, y sobre todo del modo que lo hizo. Como todavía no puedo olvidarla, tengo pensado ir a Colima a decirle que soy un hombre formal y que no estoy de acuerdo en que nuestro noviazgo termine.

Pero por de pronto, ha sido una experiencia más, y negativa como las anteriores:

Ofelia,
Esther,
Conchita,
Luz María…

María Helena también me dejó, como quiera que haya sido. Estos cinco nombres tan distintos, suenan del mismo modo en mis oídos. De ellos, el de Luz María es el más ingrato, el de Ofelia el más humillante, el de Conchita el más gris, el de Esther el más importante y el de María Helena el más luminoso…

***

– Aquí las Fiestas Patrias no son más que pretexto para divertirse y alborotar en nombre de la Independencia y de sus héroes. Ayer, día dieciséis, un modesto desfile por la mañana, y por la tarde… juegos de cucaña: palo ensebado, puerco ensebado y barril ensebado… El apogeo del sebo. Más tarde, bajo una lluvia que año con año desluce estos días, hubo combate de flores: coches llenos de muchachas y coches llenos de muchachos se lanzaron unos a otros ramos enlodados de cempasúchiles y santamarías…

– Bueno, pero hay que reconocer que la noche del quince fue inolvidable. La ceremonia del Grito no falla nunca, llueva o truene. Y esta vez, el discurso en loor de los héroes estuvo a cargo de Gilberto, el joven juez de Letras que se ha ganado las simpatías de todos. Esa noche los cohetes, la algarabía y las campanas tuvieron sentido, porque eran como la justa continuación de las palabras de Gilberto. Los colores de nuestra Enseña Nacional parecían teñirse de nuevo en la sangre entusiasmada, en la fe y en la esperanza de todos. Allí en la Plaza de Armas fuimos efectivamente los miembros de la gran familia mexicana, y nos sentimos alegres y conmovidos bajo la lluvia pertinaz…

***

– Me acuso Padre de que escribí un cuento.

– ¿De qué se trata?

– No. Aquí está. Se lo dejo. Mañana vengo otra vez a confesarme.

***

Pitirre en el jardín

Pitirre andaba en el jardín.

En una banca estaba sentada una señora con una niñita en los brazos. La niña le gustó a Pitirre. "¿Me deja darle una vueltita a su niña?", le dijo Pitirre a la señora.

Pitirre se llevó a la niñita entre unas matas de trueno. Sacó una botellita y le dijo que bebiera un traguito. La niña dio un trago grandote. Luego comenzó a crece y crece. Se hizo una muchacha grande. Más grande de lo que Pitirre quería. Luego se casó con ella y tuvo su noche de bodas bajo las matas de trueno.

Después sacó otra botellita y la muchacha volvió a dar un trago grandote. Luego comenzó a hacerse chiquita, chiquita. Pitirre la tomó en sus brazos, le puso un caramelo en su boquita y se la llevó a su mamá.

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