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– La muchacha se llamaba Luisa, como la Luisa de tantas de sus canciones de amor, ¿no es cierto, señor Carpio?

– Lo fue y lo sigue siendo en mis canciones y de alguna manera también en vida. Pero, existe, digamos, un matiz.

Luisa, embarcándose un día 13, en un vuelo número 1313, es un choc, algo atroz, es quedar muerto en vida, amputado por dentro para siempre, por más de que pueda usted luego ser campeón mundial de cien metros planos.

– Luisa es un trauma, entonces.

– En la medida en que una tragedia es un trauma, pues sí, Luisa lo es.

– Entonces volvamos al semáforo, señor Carpio, antes de que cambie de color y se le vaya a usted la tristeza.

– Es ahí donde ustedes, los críticos y los periodistas, se equivocan siempre, con nosotros, los artistas.

– Cómo así, señor Carpio.

– Ese semáforo no ha vuelto a cambiar nunca de color, señor. Ni tampoco el auto ni el pelo ni las pecas ni la mueca de impaciencia de la chica -porque no le cambia de luz nunca ese semáforo y va a llegar tarde al trabajo- han perdido jamás su eterno contenido de tristeza, full tristeza, señor.

– ¿Spleen de París, diría usted?

– Spleen de nada, señor. Puro y duro semáforo y Alfa Romeo, para siempre. Y puro Fernanda María atrapada para siempre, en el interior de un automóvil paralizado. Jamás una ciudad en el mundo ha tenido tantos semáforos y, sobre todo, tantos Alfa Romeo verdes como París, desde esa mañana. Y mire usted que el Alfa es un automóvil italiano y que en Francia no se ven tantos como uno creería, ni en un día de fiesta… Pero, bueno, jamás nos han entendido a nosotros, ustedes, los…

Pero el Alfa Romeo más triste y abundante del mundo, en París, el que se detuvo en mi tristeza para siempre, ante ese semáforo, no volvió a pasar nunca por esa esquina, a esa hora, ni por ninguna otra esquina. Y la próxima vez que volví a ver a Fernanda María, a Maía, a Mía, era ya una señora casada con un fotógrafo chileno, madre de un bebe de siete meses, que llegaba a París sin un centavo y en calidad de exiliada política.

Era invierno y 1974 y lo de Chile y lo de Pinochet. Esto estaba clarísimo. Pero ¿y lo de Fernanda María exiliada en París, en la misma ciudad donde yo la dejé de jefaza y estupendamente bien instalada? ¿Cómo, y en qué tiempo, podían haber ocurrido tantas cosas? ¿Y cómo habían podido ocurrirle tantas cosas a la pobre Fernanda, sobre todo? ¿Y de dónde se había sacado ese marido, por ejemplo? En todo caso, éstas eran las noticias que podía darme, esa mañana, a las once, recién despertado y levantado por un telefonazo en larga distancia de Rafael Dulanto, don Julián d'Octeville.

– Muchacho, a mí, tú sabes, me molesta mucho que se me despierte a semejantes horas. Uno es trasnochador, uno es nocherniego, uno gusta de recogerse al alba y dormir hasta el mediodía.

– Lamento el madrugón, don Julián.

– En este caso el madrugón es de otro tipo, estimado amigo. Porque se trata de una llamada que he atendido con el mayor interés y cariño, por ser nada menos que de nuestro común y dilecto amigo Rafael Dulanto.

– Sí. Trabaja ahora en la embajada de El Salvador, en Washington.

– Y me alegro, porque es un ascenso en su carrera, pero no por las noticias que me ha dado acerca de nuestra tan querida amiga, la señorita del Sacromonte, ¿la recuerda, usted?

– Sí… En un Alfa Rommeeeoooveeerdeeeee y y uu un semmmm…

– ¿Qué le ocurre, llora usted, querido amigo? Pues para llorar son las noticias, y ya veo que usted, digamos, no sólo se acuerda de la señorita…

– Desapa… desapare… ció en uuuunnn sema… en mil… setenta…

– Muchacho, súbase usted al primer taxi que encuentre, y véngase a mi casa. Invito yo el taxi, con almuerzo incluido. La señorita del Sacromonte, su esposo, y su hijito…

– ¡Qué!…

– Están vivitos y coleando y en París… Pero que huyen de la historia y sus horrores, y que hay que ayudarlos, dice nuestro dilecto amigo, Rafael Dulanto.

Por mi culpa, pero sin que yo tuviera culpa alguna, que así es la vida de complicada, también, qué no le había pasado a Fernanda María durante los tres interminables años en que nunca vi tanto Alfa Romeo verde y sin ella adentro por todas y cada una de las muchas ciudades por las que fui rodando y cantando, como un Rolling Stone que no hace verano, cual golondrina solitaria, quiero decir, aunque temporadas hubo en que hasta comí menos que uno de estos alegres pajaritos. Me alejé del mundo raro de Mía, y fui orgullosamente ingrato con el afecto que me habían demostrado, a chorros, amigos como Rafael Dulanto, Edgardo de la Jara, don Julián d'Octeville, Julio Ramón Ribeyro, y hasta el mismo Charlie Boston, cada vez que aparecía por París y terminábamos todos invitadísimos a comer en mundos tan inaccesibles para mí como el propio Maxims o el Grand Vefour.

Y a la loca de Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes le ocurrió, me imaginaba yo, mientras almorzaba con don Julián d'Octeville, algo bastante similar. Aunque sin deberle favor alguno a nadie, en su caso, tomó la determinación de alejarse de París y de tantos amigos que la querían y la admiraban inmensamente. Más algo de una convalidación de diplomas, que en París le estaba resultando prácticamente imposible, también, me acordaba ahora, durante el almuerzo con don Julián. Sí, lo de los diplomas era algo de lo que Mía me había hablado con fastidio, en más de una ocasión…

– Lo que recuerdo, muchacho, es que la señorita del Sacromonte, aconsejada por alguno de sus amigos diplomáticos, un chileno, en este caso, decidió que en la Universidad de Santiago había una excelente Facultad de Arquitectura, y que para ingresar le bastaban y sobraban sus diplomas suizos.

– ¿Y eso cuándo fue, don Julián?

– Tutéame, por favor, muchacho. No porque uno sea de otro siglo lo tiene que enterrar la gente con la distancia que crean el don, el don Julián, el don Usted…

– ¿Cuándo fue, Julián?…

– En 1970. De eso me acuerdo clarito, porque fue el año en que a mi gran amigo, Pablo Neruda, lo nombraron embajador en París y la alegría que tuve… ¿O fue el setenta y uno? Bueno, en todo caso, en el setenta y dos sí que no fue… En fin, fue, con seguridad, el año en que le dimos la fiesta de despedida a mademoiselle de Sacromonte. De eso me acuerdo clarito, también, porque fue en casa de Charlie… No, en casa de Rafael… En todo caso, muchacho, créeme si te digo que yo le di a Fernanda unas cuantas direcciones en Lima, porque, camino a Chile, ella tenía mucho interés en hacer pascana en nuestra ciudad.

– ¿Fernanda María, en Lima? La verdad, nunca se me habría ocurrido, don… perdón… Julián.

– En Lima, no, muchacho loco. Fernanda se encuentra en París y éste es su teléfono. Y Rafael nos ruega que la ayudemos. ¿Tú cómo andas de plata, muchacho?

– He mejorado, Julián. Trabajo fijo en un lugar llamado El Rancho Guaraní.

– ¿Con poncho o sin poncho?

– Con plata para pagarme un departamento correcto y hasta ese teléfono al que me acaba usted de llamar…

– Tienes razón, muchacho. Qué mal ando de la memoria. Debe ser por eso que todo el mundo me trata de usted.

– ¿Le puedo pedir un inmenso favor, Julián?

– Dos, muchacho.

– Llame usted a Fernanda María, no le diga que me ha visto, ni nada, pero, eso sí, déle mi dirección, mi numero de teléfono y hasta el de mi cuenta bancaria, si es necesario. Créame, Julián, que yo tengo mis razones para preferir que sea ella la que tome la iniciativa de buscarme…

– Entiendo, muchacho. Y algo recuerdo, ahora. Ustedes dos se fueron de París más o menos en la misma época… Entiendo, muchacho. Y te tendré informado, día a día… Sí, ya me voy acordando mejor…

No canté la noche en que Fernanda María, Enrique, su esposo, y Rodrigo, un monstruito de siete meses, dramáticamente dormilón y poco hambriento, como si hubiera llegado al mundo preparado para un larguísimo exilio, vinieron a comer tempranito a casa, por lo del bebe, naturalmente, no tenían con quien dejarlo y eso. Y muy naturalmente, también, al tal Rodrigo lo metimos a mi cama, no bien lo juzgamos conveniente, y en la sala quedamos, cual tres tristes bebes, un trío de idiotas absolutamente predispuestos a agarrarse a besos y abrazos en cualquier momento, aunque hay que reconocer que Fernanda María supo imponer bastante cordura, a lo largo de esa noche interminable, para no despertar al niño, y para respetarlo, también, pobre criatura, él qué sabe de todo lo nuestro, en fin, él qué sabe de nada de nada, pobre angelito mío.

Y ahí el que pidió que pusiéramos a Frank Sinatra y todo fue Enrique, una suerte de araucanazo auténtico, de crin y ojos color azabache, piel autóctona y manos feroces, aunque con su metro noventa y uno resultaba un poco bajo todavía para entrar en la categoría gigante. Fernanda María me miró, como quien dice: «¿Tú has oído lo que se le ocurre pedir a Enrique?», y como quien agrega: «¿No te dije, en el teléfono, que me había casado con un hombre muy bueno?». Yo miré a Enrique como se mira a un araucano muy grande, muy fuerte, y muy bueno, y Enrique miró hacia donde estaban mis discos, como quien realmente suspira por Frank Sinatra en el exilio.

Sin duda alguna, por esto se le pasó por completo el millón de matices, de implicaciones, de sobrentendidos, de complicidad y de cariño, que hubo en el hecho de que, antes de ir yo en busca de Sinatra, para matarnos a patadas, o de puro buenos, o de ménage à trois, Fernanda y yo soltáramos, en un armoniosísimo mismo instante:

– It's all right with me…

La noche la terminamos agotados, pero jugando siempre a la ronda, aunque sin movernos de nuestros asientos y sin que un lobo malvado viniera a comerse a nadie, ahí. Todo empezó cuando Enrique me agarró una mano, como para siempre, porque Fernanda, desde que se conocieron, le habló de mí con muchísimo cariño, y también porque le regaló dos cassettes en los que yo cantaba la tragedia de mi vida, mi amor eterno por Luisa. Y yo no sabía, tú simple y llanamente no te lo imaginas, viejo, cuánto le gustaban a él mis canciones y mis estrofas habladas en versos tan espantosamente bellos, tú sí que no te lo imaginas, mi hermano. Todo esto hizo que él me autorizara a agarrarme con toda el alma, aunque disimulándolo bastante, es cierto, de la mano de Fernanda, quien, a su vez, conmovida al máximo por la tierna bondad de su Caupolican, conmigo, le apretó la mano a él ya para siempre, quedando configurado aquel círculo al que Sinatra le cantaba cosas cada vez más tristes, como si le estuviera adivinando el futuro o algo, a medida que se iban descorchando las botellas de vino tinto y Rodrigo se seguía portando como un verdadero angelito durmiente en el exilio.

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