Qué pesada soy, ¿no? Pero insisto. Cuéntame quién es la chica de la entrevista, pues hora que pasa hora que la veo más jovencita. Yo diría que hasta demasiado jovencita para ti. Soy una pesada y una entrometida, lo sé. Pero siempre tuya,
Fernanda
La chica de la entrevista se llamaba Flor y estaba sentada a mi lado, no muy contenta que digamos, a pesar de que desde el primer día nos habíamos planteado nuestra relación como algo bastante libre. Nos conocimos a la salida de un concierto que di en Barcelona, y durante la semana que permanecí cantando en esa ciudad continuamos viéndonos cada noche. Yo casi le doblaba la edad, es cierto, pero ninguno de los dos veía aquello como un inconveniente, sobre todo porque nuestros encuentros consistían únicamente en larguísimas caminatas por la ciudad, interrumpidas por una comida en algún buen restaurante, y una copa en cualquier bar o discoteca que nos pescara a mano, antes de irnos a dormir, cada uno por su lado. Gracias a Flor conocí Barcelona y, la noche en que me despedí de ella en la puerta del edificio en que vivía, tomé conciencia de que en cambio a ella apenas la había conocido.
– Pocas veces me he topado con una persona tan callada como tú -le dije.
– Hablo poco, sí, pero esta vez ha sido intencional. Me limitaba a pedirte que cantaras tal o cual de tus canciones. No sé si te has dado cuenta de que siempre me diste gusto. ¿O es que sueles vagabundear y cantar de noche por las ciudades, sin que nadie te lo pida?
– No se me ocurriría, no.
– Entonces un millón de gracias. Es muchísimo lo que me has dado, y realmente la he pasado bien. Por eso he estado tan callada: para escucharte en silencio y ser muy feliz.
– También yo debo agradecerte estas caminatas tan lindas por Barcelona.
– Tú caminas con otra mujer, Juan Manuel. Eso se nota a la legua. Y de ella cantas, además de cantarle sólo a ella.
– ¿Y tú cómo sabes tanto?
– Porque muchas más veces me has llamado Fernanda María; en realidad, casi nunca me has llamado Flor.
– Perdóname. Te ruego…
– Olvídalo, que no tiene ninguna importancia. En todo caso, sólo ha sido el precio que he tenido que pagar por asistir a cada concierto privado.
– Tómalo como quieras, pero a mí el papelón no me lo quita nadie.
Pocos días después llamé a Flor desde un bar, pues aún no tenía teléfono en la pequeña finca que había comprado en Menorca, muy cerca del puerto de Mahón, aunque alejada del mar y rodeada de árboles y de una tupida vegetación. La jardinería era la especialidad de Flor y yo hasta el momento ni siquiera me había tomado el trabajo de podar unas cuantas plantas y de cuidar mínimamente lo que bien podría ser un hermoso espacio lleno de flores y enredaderas.
– ¿Lo crees posible, Flor? -le pregunté por teléfono.
– La idea me encanta, Juan Manuel. De tiempo en tiempo necesito descansar de la ciudad y Menorca me ha gustado siempre.
– Te llamaré por tu nombre, te lo prometo.
– Un millón de gracias, señor Joan Manuel Serrat.
– ¿Cuándo crees que podrás venir?
– Pienso que en dos o tres días podré encontrar alguien que me reemplace en lo de mis plantas. No quiero quedar mal con ninguno de mis clientes. ¿Tienes teléfono?
– No, todavía no, pero puedes dejarme cualquier recado en el Bar Bahía. Ahí me llega el correo y me reciben las llamadas. Anota el número…
– Perfecto. Te llamo, entonces.
Todo floreció a mi alrededor con la llegada de Flor a Secas, un nombre que puede sonar muy literario y hasta de ficción brasileña, como Antonio das Mortes, por ejemplo, el barbudo y sombrerudo sembrador de muertes de la célebre película cangaçeira de Glauber Rocha, de tamaña violencia y sertâo miserable, de vidas de perro y degüellos de matadero, de sequía total, sol de justicia y subdesarrollo de hambruna, de trágicas amenazas, venganzas de apocalipsis y demás cosas así por el estilo, pero que en el caso de la preciosa Flor a Secas sólo ocultaba ternura y fragilidad, muy graves traumas infantiles, pánicos nocturnos y amaneceres de animalito herido.
– ¿O sea que nunca me dirás tu apellido? -le pregunté, la mañana de verano en que aterrizó en Menorca, mientras nos alejábamos del aeropuerto en mi automóvil, rumbo a aquel predio rústico en el cual la única mejora que hasta entonces había introducido yo, era, por supuesto, todo un homenaje a María Fernanda, tremendo letrerazo en la entrada de la propiedad:
VILLA TRINIDAD DEL MONTE MONTES
– Aquí se dice can y no villa, Joan Manuel Serrat.
– Lo sé, pero bueno, cómo explicarte…
– La carta esta que tienes ahí, sobre el tablero del automóvil, lo explica todo: ¿No te has fijado? Remite: María Fernanda de la Trinidad del Monte Montes.
– Verdad. Ni cuenta me había dado. Y es que acabo de recogerla en el Bar Bahía, antes de ir a buscarte al aeropuerto y…
– ¿Y?
– Y bueno… Bueno… Pues digamos que Fernanda Mía, perdón, Fernanda María, que, desde que la conozco, jamás ha estado triste una mañana, le pase lo que le pase, aparte de ser una amiga inmensa, es una mujer tan valiente y osada y saludable como Tarzán, aunque de vez en cuando le dé su amigdalitis, como a todo el mundo, y se quede sin grito ni voz, siquiera, en la jungla de asfalto en que le ha tocado vivir…
– No sigas, Serrat, que me estás partiendo el alma.
– De acuerdo, no sigo, pero te juro que lo del letrero de la entrada es porque una vez, la pobrecita, con un marido y dos hijos que mantener, a pesar de haber nacido para millonaria de alcurnia y esas cosas de telenovela, lo reconozco, terminó pintando letreros de todo tipo en todo tipo de tiendas y hasta en todo tipo de Californias…
– Día y noche y a destajo, ¿no?
– Pues sí: Día y noche y a destajo. Nunca mejor dicho…
– Realmente conmovedor, Serrat.
– De acuerdo: me apellido Serrat, pero ¿y tú?, ¿tú cómo diablos te apellidas?
– Dejémoslo en Flor, a secas, en vista de que ni siquiera tengo un apellido que pueda competir con doña Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, alias Mía, o Tuya… En fin, según el cristal con que se mire, me imagino, o según quién cuenta la historia…
– Bueno, como prefieras, Flor a Secas, pero ya hemos llegado a casita.
– Home sweet home, ¿no?
– Bienvenida… Bienvenida, realmente, y…
– ¿Y de todo corazón?
– -Pues sí. Y es verdad aunque no lo parezca.
– Espero que nos llevemos bien, Serrat, porque realmente aquí hay trabajo para rato. Hacía tiempo que no veía jardines tan lastimosamente abandonados como éstos. ¿No te da vergüenza?
– Ya no, porque tú los harás florecer.
– Para eso he venido, ¿no?
– Bueno, sí, pero ahora abre tu maleta, acomódate lo más rápido que puedas, y vámonos derechito al puerto, a tomar una copa y a hartarnos de mariscos, Flor a Secas.
– Bienvenida sea tu propuesta, Juan Manuel Carpio.
– ¿Cómo? ¿Y Serrat dónde quedó?
– Pues digamos que quedó atrás y que realmente te agradezco la invitación. Y que te lo digo de verdad, aunque no lo parezca. ¿Te suena bien?
– Me suena perfecto.
Por supuesto que inmediatamente abrí la carta de Mía y la leí cien veces, como siempre, mientras Flor a Secas abría su maleta, guardaba y colgaba sus pertenencias, y se aseaba un poco.
San Salvador, 1 de febrero de 1984
Amado Juan Manuel Carpio,
Este año he tardado más que de costumbre en darte mis abrazos y saludos de fin de año porque aquí toda la familia ha estado encerrada en una gran tristeza con la enfermedad y muerte de mi tío Dick Mansfield, el de la empresa británica en que tanto trabajé, ¿te acuerdas? Más que un tío fue otro papá y un ángel de la guarda para todos nosotros. Murió el 4 de enero y recién hoy encuentro un poco de valor para tomar pluma y papel y saludar el año nuevo.
Lamento que mi saludo sea medio desabrido, porque poco bueno se me viene a la mente. Pero aunque mi presencia sea triste, torpe y fea, hoy, no quiero que te falte mi cariño y mis mejores deseos para un año lindo y lleno de buenas cosas.
Muy feliz año y nada más por esta vez, amado artista.
Tuya,
Fernanda
Momentos después me sorprendía yo estivalmente instaladísimo en la terraza de un bar que, desde lo alto, dominaba íntegro el puerto de Mahón, y pidiendo dos copas de un blanco bien seco y muy frío, si fuera tan amable, señor, bajo el ala de un sombrero de tela marinera que coronaba, color marfil y con cinta negra, el descuidado atuendo británico de un habitué solar y balear, todo calcado de Charlie Boston, por supuesto, o sea con grave riesgo de terminar pareciendo una calcomanía, más bien. Y también me sorprendía alzando una copa de vino blanco para brindar por Flor a Secas y su llegada tan bienvenida. Y, para brindar lo más seductora, falsa e hijodeputamente que darse pueda -es lo menos que puedo decir, la verdad-, lo único que se me ocurrió soltar, de paporreta, fue:
– Salud, señorita jardinera. Salud de a de veras. Y lamento que mi brindis sea medio desabrido, porque poco bueno se me viene a la mente. Pero aunque sea mi presencia triste, torpe y fea, hoy, no quiero que te falte mi cariño y mis mejores deseos para un lindo verano en Menorca, repleto de buenas cosas.
Apenas si pudo alzar su copa, la pobre Flor, forzando al mismo tiempo una sonrisa lamentablemente tembleque, que además le contagió el pulso, o sea que hubo derramadita de vino blanco y uno de esos momentos cargados de embargo emotivo y hasta de trastornos del pánico, algo en verdad fulminante y culminante fue lo que hubo, en realidad. Y a su «Sa-sa-salud, ju-Juanma…», en off, cámara lenta y travelling interminable, la verdad es que no le faltaron ni los efectos especiales.
– ¿Sabes que Mahón es el puerto más profundo del Mediterráneo? -le pregunté, en un desesperado esfuerzo por cambiar de guión, ya que el anterior, o sea el del plagio de la carta de Fernanda que acababa de leer, de golpe se transformó en una serie de frases de las más sinceras y sentidas que hasta el día de hoy he pronunciado en mi vida. Con lo cual, además, mi paporreteo perdía ya por completo su origen y contenido deshonesto y ladrón, a fuerza de feeling o filin, como dicen en el Caribe salsero y Celia Cruz. Y para muestras basta un botón: Fernanda María había escrito lleno de buenas cosas, y refiriéndose, además, sólo al año 1984, mientras que yo, en cambio, había dicho repleto de buenas cosas, infiriendo notablemente en el guión original y cual pez que por la boca muere, ya que además de todo me había referido al resto de la vida, ya no sólo al año ochenta y cuatro, o sea que, en realidad, me había referido al resto de mi vida, en vista de que le doblaba casi la edad a la preciosa Flor, sentadita fragilísima ahí a mi lado, mirando con tembleque y conmovedora lontananza en sus ojazos negros las aguas del puerto más hondo del Mediterráneo, mientras que lo menos que puede concluirse es que los datos estadísticos no me favorecían en nada, ni me favorecerían jamás, ya, lo cual solito se asoció con aquello tan célebre de Jorge Manrique de que nuestras vidas son los ríos que van a dar a Mahón, que es el morir, y ya no fueron sólo los datos estadísticos los que me fallaron, mientras Flor a Secas insistía en su mirar ausente y mudo y a mí me fallaban incluso las constantes vitales.