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XVII

Matilde paseaba por el jardín. Iba vestida con su traje más oscuro, el uniforme de Falange, que se había puesto para venir a esta casa de duelo. Estaba enervada. Si miraba a la casa, aquella rojiza iluminación del comedor le daba una sensación de incendio; la abrumaba. No deseaba irse a acostar a una alcoba por nada del mundo; pero quería tenderse porque le dolía la espalda. Recordó el cómodo banco con toldo y balancín y fue hacia él.

Pasó delante de la ventana del comedor, y de la puerta de entrada. Luego en la sombra, por delante del cuarto de música. Estaba abierta la puerta ventana y se veía el interior iluminado por una lámpara con pantalla. Don Juan, Daniel y Pablo estaban allí. Don Juan y Pablo entretenían las horas de la noche jugando al ajedrez. Matilde consideró que se hacen raras cosas en un velatorio. Daniel les miraba interesado mientras sostenía una taza de infusión en la mano. También a su rápido paso pudo ver Matilde a Honesta allí, entre los hombres, detrás de la silla de Pablo. Matilde esbozó una mueca; tenía idea de que Hones se había ido a acostar ya.

Mientras se tumbaba con un suspiro de alivio en el cómodo asiento del jardín, el recuerdo de Hones le molestaba un poco, entre el ambiente angustioso de aquella casa y aquella noche. Acabó encogiéndose de hombros y decidiendo dormir. Cerró los ojos. La luna emblanquecía hasta el negro picón de los senderos del jardín. Le persiguió los oídos otra vez la voz de Honesta y hasta hubiera jurado que su risa sofocada.

Aquella mujer estaba loca por el pintor, y no era capaz ni de respetar una noche como ésta. Hones no podía vivir sin estar loca por alguien, pensaba Matilde, y tenía la suerte, además, de no ser demasiado exigente; cualquiera que en un momento determinado estuviese próximo servía para el caso. En familia se aludía discretamente a ciertas vagas y terribles desgracias amorosas que habia sufrido Honesta. En verdad, en los primeros meses de su matrimonio, cuando Matilde aún no carecía del sentido del humor, este nombre de Honesta le parecía una broma estupenda. Una vez intentó comunicar a su marido sus impresiones y la cólera de Daniel la dejó helada.

Hones tenía una especie de estribillo al referirse a ella: "Parece mentira que seas casada…" Y Matilde no podía contestar: "Parece mentira que seas soltera". Porque esto hubiera ido contra las púdicas normas de la familia Camino. Hones no era soltera. Casada, tampoco, ya que jamás había tenido marido o novio, o como quiera que pudiera llamársele, de una manera fija y a las claras. Hones tenía alma de divorciada, o de viuda de muchos maridos.

"Cuántos disparates… Este banco me está mareando." Trató de parar el balancín con el pie. Al abrir los ojos, la noche y su blancura volvieron a acalorarla. Pensó que era una suerte poder salir de la isla antes del verano. Aunque le habían jurado que allí en verano hace fresco, que apenas es algo más cálido de temperatura que el invierno, y que el Levante duraría apenas dos o tres días, Matilde no acababa de creerlo.

"Una isla. He estado encerrada en una isla." ¡Qué pensamiento más raro! Sin embargo, la isla había sido muy acogedora para ella. Las gentes canarias habían sido para los tres refugiados extraordinariamente amables y sencillas. Los interiores de las casas que se les habían abierto eran gratos, confortables, llenos de sentido de la belleza y de la intimidad. Había visitado jardines hermosísimos siempre floridos, había probado el sabor de una existencia como un remanso. Pero no era eso lo que había hecho feliz a Matilde, aunque sí a Hones y a Daniel. Si ella hubiera dejado sueltas las riendas a Daniel, capaz hubiera sido de haber pedido a José quedarse para siempre.

Pero ella no podía quedarse allí siempre, en aquel clima siempre igual, apartada por tanto mar de los continentes, de las grandes tareas del mundo.

A Matilde lo que la había hecho feliz después del vagabundeo por Francia era haber encontrado aquella emoción política. Haberse afiliado a una organización activa, haber logrado en ella una jefatura, un mando para la tarea de levantar su patria. Ella creía en la acción organizada, y en la eficacia de lo que estaba haciendo. Siempre había creído en el deber de una entrega de la individualidad al bien común.

Cuando joven, unos años antes, Matilde se sintió atraída hacia el comunismo. Como al mismo tiempo era sinceramente religiosa, vaciló. Más tarde encontró a Daniel, y se apartó por completo de aquellos problemas para entrar en un mundo confuso… Ahora tenía la impresión de haberse salvado.

Matilde había sido siempre fea, trabajadora, decían que inteligente. Su familia era muy humilde. A costa de becas y de esfuerzos le habían pagado una carrera universitaria. Pero ella tenía un tipo refinado, de intelectual nata; un desparpajo natural, una autoridad que encubría cierta timidez muy oculta. A los veintisiete años Matilde no había tenido un solo pretendiente a sus encantos. Muy allá dentro sabía ella que esto no le hubiera importado lo más mínimo si no existiera esa manía, inculcada desde la cuna en las mujeres, de que han nacido para gustar a los hombres, y que si no su vida puede considerarse un puro fracaso..

Matilde no podía decir la verdad; no podía decir:"No me interesan lo más mínimo los asuntos amorosos…" Esta verdad encontraba siempre una sonrisa compasiva. Y esta sonrisa compasiva fue la que la hizo sentirse preocupada y amargada por tal asunto. Compuso unas poesías muy oscuras, muy intelectualizadas, sobre el ansia del amor carnal -ansia que jamás había sentido-, ya que el espiritual le parecía un poco ridículo como tema. Entre su grupo de amigos aquellas poesías tuvieron franco éxito. Ahora sabía ella que aquellos versos no valían nada; que ella no era artista, sino organizadora, constructora. Hasta se avergonzaba al pensar en ello.

A Daniel lo conoció Matilde cuando un amigo la llevó a un concierto que Daniel dirigía. Matilde no tenía el menor sentido musical, y aquel hombre de cabellos rizados que con su batuta en la mano tenía una curiosa dignidad le pareció un genio. El amigo de Matilde le explicó vagamente:

– Es un tipo de salón… Pierde sus facultades entre duquesas. Cuando joven compuso algo que estaba bien. Luego no ha hecho nada.

Se lo presentaron, y Matilde quedó sorprendida por el azaramiento y nerviosidad que demostraba aquel extraño señor "de salón" delante de ella. Daniel le hizo dos o tres ridículas reverencias.

Desde entonces lo encontró varias veces en la calle, porque daba la casualidad que los dos vivían en el mismo barrio. Daniel, muy atildado, la saludaba con una cortesía cómica. Un día se acercó a ella y muy demudado y tembloroso le pidió como un enorme favor que accediera a tomar algo con él en un café.

Matilde aceptó con naturalidad. Estaba acostumbrada a salir con nombres, a charlar y a discutir con ellos. Desde luego, ninguno de sus amigos se parecía a aquel caballero. Se quedó sorprendida e interesada cuando él, balbuceante, apuradísimo, le confesó que estaba profundamente enamorado de ella.

– Esa manita…, esa manita que usted posa sobre el vaso, yo la besaría sin temor a su suciedad y a sus microbios.

Matilde, que era una mujer muy limpia, y cuya mano estaba tan honradamente lavada como la del mismo Daniel, ni siquiera pudo enfadarse. Soltó la carcajada, y se levantó para marcharse. Entonces Daniel casi se arrastró a los pies de ella, y Matilde, muy sorprendida, molesta porque había quien los miraba, se quedó.

Oyó infinitas sandeces aquella mañana sobre su sombrerito, sus deditos.

– Usted, Matilde, es criatura humilde y basta, pero yo la venero como a una dama.

Matilde se ruborizó. Recordó que le habían dicho que aquel hombre rarísimo vivía muy metido en sociedad. Pero ella no creía tener aspecto de criada. Si algo había notable en su aspecto era una exagerada espiritualidad. Daniel, con sus mejillas infladas y su boquita pequeña, levantaba hacia ella la cara observando con curiosidad aquel rubor. Sintió que le aborrecía.

Después de aquella entrevista llegó a su casa un verdadero asedio de cartas y flores. La madre de Matilde empezó a interesarse con aquello, asombrada del éxito de su hija.

Aún recordaba las carreras de su madre por el pasillo, su cara radiante al abrir la puerta del cuarto donde trabajaba.

– Hija, ¿tienes suelto para una propina? Otra vez tienes flores y una carta.

Matilde afectaba un aire de fastidio, pero aunque le hiciera reír aquel asunto, muy en el fondo sentía ella cierto vergonzoso halago por este triunfo.

Las cartas estaban escritas a máquina, firmadas con una X o con fantásticos seudónimos; "El raja de Kapurtala", "El sha de Persia".

Aquello al mismo tiempo que cómico le resultaba tan inaudito que accedió a varias entrevistas más, y hasta se dejó tocar, con una mezcla de curiosidad y repugnancia, los deditos deseados. Daniel se confesó a ella. Era casado; su mujer poseía un título nobiliario; era de familia distinguidísima, pero al mismo tiempo una mole de carne. La música no le hacía vibrar, y a él no le respetaba. Daniel confesaba también ser un miserable, que la engañaba continuamente. Si no lo hacía más era por temor a los contagios; las prostitutas profesionales le daban asco.

– Pero, ¿es que me está usted proponiendo que yo sea su amante, para evitarle contagios? -le dijo ella un día.

Matilde estaba francamente indignada; le miró severamente desde su altura, le vio sumido en una desconcertada desesperación, con la boca más pequeña que nunca, y los ojos asustados.

– ¡No, no! A usted la amo. Estoy perdido por usted, me pongo enfermo por las noches al pensar en usted. Me tengo que levantar al water por lo menos dos o tres veces.

Desde luego era imposible enfadarse. Siempre le daba risa.

Por fin, un día Matilde se dio cuenta de que en verdad aquel extraño caballero estaba obcecado con ella. La seguía, más bien podía decirse que la perseguía. Al lograr encontrarse con ella le explicaba que la encontraba fea y con cara de enferma, y que a él su enamoramiento le provocaba descomposiciones. Pero, por increíble que resultase, todo aquello respondía a un sentimiento auténtico y cada vez más fuerte. En vista de ello, a medias porque ya le cansaba, y a medias porque era buena persona, Matilde decidió cortar esta amistad. Y lo hizo a su estilo, de pronto, y sin contemplaciones.

Fue por la época en que publicó su librito de poesías, y en verdad muchas de las rijosidades que Daniel había confesado le sirvieron de orientación para encontrar palabras adecuadas con que construir sus forzados versos. Por aquella época se inclinaba a las teorías comunistas, con gran horror de su madre. Discutía apasionadamente de política. En su peña tenía cierta autoridad que la hacía feliz.

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