Pasó dos años sin ver a Daniel. Y aparte de sus compañeros de café, jamás volvió a tener otra persona interesada por su vida. A veces leía en una reseña de sociedad, entre otros nombres de asistentes a una fiesta, los de señores y señorita de Camino. Sabía que Daniel tenía una hermana. Había oído contar historias de ella y se la imaginaba una verdadera vampiresa. Lo único que no podía imaginar era su físico. ¿Tendría también la boca pequeña y el cabello rizado? Imposible que tuviese aspecto tímido y nervioso. Acabó imaginándose una pelirroja desgarrada y cínica, vestida exquisitamente. Conoció a un tipo que pregonaba haber sido su amante; era un hombre de lo más ordinario. Entonces la imagen de la desconocida Hones se volvía más dura y fuerte en su imaginación.
A veces, desde su soledad, echaba de menos los ramos de flores y las cartitas ridículas, tan cómicamente prudentes.
Un día vio a Daniel. Era una mañana de primavera en que ella había salido temprano de su casa para dar unas clases. Las acacias estaban floridas, y de la Sierra venía un olor a pinos. El aire de Madrid era vivo y divino. Quizá aquella hermosura del día que empezaba, aquellas tiernas hojas en los árboles, aquel despertar de la Naturaleza entre el asfalto de la ciudad contribuyeron a trastornarla. Porque se sentía distinta y como envenenada de ardor adolescente.
Daniel iba delante de ella sin haberla visto. ¡Su único enamorado! Sin darse cuenta de lo que hacía le siguió y con asombro le vio entrar en una iglesia. Ella entró también. Daniel se arrodilló. Ella, detrás. No tenía muy clara conciencia de sus actos, entre el silencio y el recogimiento del templo. Pero se sentía como un ser a quien se le ha inferido una ofensa. Los movimientos de Daniel, su aire de beato la ofendían.
Sabía por qué estaba en la iglesia Daniel. Recordó con irritación las puercas historias que el hombre le había confesado, y también recordó, cómo él, después, le decía arrepentirse y pedir perdón a Dios. ¡El viejo rijoso! Se sublevó. Le tocó en el hombro con un golpecito seco. Daniel se volvió y los ojos azules, redondos, brillaron encantados en la cara gordinflona moteada de pecas. La boca parecía una o minúscula.
– No le sirve ese arrepentimiento. Eso le quería decir. ¡Hipócrita!
Nada más. Salió de la iglesia, furiosa con ella misma por aquel estúpido arrebato. Daniel la alcanzó, temblando, jadeante, nerviosísimo como siempre.
– Matilde, por Dios… Escúcheme. Es algo muy grave.
Matilde se detuvo. Daniel la miró moviendo la cabeza ante el aire frío de ella.
– Mi pobre mujer murió hace tiempo… ¿Quiere…? ¡Vamos a un café!… ¿Quiere usted casarse conmigo? Nada me importa su origen plebeyo. Nada me importa su cara de mal color… ¡No huya, Matilde!
Quien sabe por qué, ella, siempre tan ecuánime, estaba como loca aquel día.
Matilde recordaba con horror los primeros meses de su matrimonio. Todas las timideces de Daniel en la calle eran despotismos en casa, y voces fuertes. Su estómago y su piano eran sagrados para todos. Vivían en casa de la madre de él: una especie de Buda inmenso, gordísimo, vestido de seda negra, y con una pequeña renta vitalicia que los mantenía a todos. En aquella casa cargada de muebles y recuerdos de grandeza se llegaba hasta a pasar en ciertos días del mes verdaderas necesidades. Matilde jamás había tenido comida escasa en su casa humilde y bien administrada. Todo el dinero se gastaba en su nueva vivienda en "representación social", en costosos convites dos veces al mes. Daniel había prohibido expresamente que su mujer trabajase ahora que era una dama. Esta palabra "dama" que tanto le había hecho reír al principio se le convirtió en obsesión.
Daniel no hacía otra cosa que tocar el piano y dirigir algún que otro concierto benéfico. No sólo no le pagaban, sino que Matilde sospechaba que él daba dinero, con tal de que su nombre apareciese en los periódicos. Hacía años que preparaba una gran sinfonía, pero no la terminaba nunca. Se ponía muy nervioso y disgustado si alguien aludía en su presencia a cierta habanera compuesta por él como un capricho, que le había procurado en sus tiempos un éxito efímero.
Hones fue otra sorpresa. Resultaba, vista en la interioridad de su hogar, algo así como una niña recién puesta de largo a la que hubiesen guardado en conserva. Estaba cargada de remilgos y de rubores. Sus asuntos amorosos, vistos desde la familia, tomaban un aire rosáceo y sentimental, como si Hones tuviera siempre quince años. La franqueza de Matilde se consideraba de mal gusto allí. Y como era inteligente aprendió a callar y a observar desde el primer día. Parecía Matilde un fantasmón largo y pálido, siempre silenciosa por los pasillos de aquella casa.
Otro personaje de la familia era un hermano de Daniel, ingeniero de minas, que de cuando en cuando venía a Madrid y dejaba algún dinero. Estaba tan poseído como los demás por su importancia familiar. Era un tipo mediocre, mezquino. Creía sinceramente que Daniel se había trastornado al elegirla, tan insignificante le parecía. Se consoló al saberla poetisa. "Eso da tono", comentaba.
Matilde, que no era tonta, comprendía que muchas de las personas a las que trataban se burlaban de ellos. Toda aquella vida horriblemente falsa la ahogaba. No tenía tratos con sus antiguos amigos, que eran considerados intelectuales de baja estofa. Amigas no había tenido nunca. Quizá por una inconsciente rebelión contra su sexo, consideraba a las mujeres seres inferiores con las que pocas veces se podía hablar de nada interesante. No había logrado sentir afecto por ninguna mujer en toda su vida. A su madre no se había confiado jamás, porque a su manera también la despreciaba.
Comprendió en seguida que había hecho una locura en casarse con aquel ridículo desconocido, pero estaba llena de buena voluntad. Era honrada, y había jurado fidelidad y obediencia a este hombre en una edad en que sabía muy bien lo que se hacía, y no quería desesperar, aunque le resultaba bien difícil.
– Tienes que ser más señora, más dama -decía Daniel.
– ¡Quién fuera tú, que has realizado tu amor! -decía Hones, y bajaba las pestañas para ocultar sus tragedias, reales o pretendidas.
– Daniel es el más delicado de mis hijos; un genio. Esperamos mucho de él. Su primera mujer era una criatura exquisita -decía la suegra.
En verdad, toda la familia, hasta el sensato ingeniero de minas, esperaba algo de Daniel, como se espera de un adolescente, aunque rondaba los sesenta años.
Matilde vivía atontada. No sabía lo que hubiera resultado de aquel temor, de aquella especie de aturdimiento en que se encontraba si a los pocos meses de estar casada no hubiera sucedido el cataclismo. Comenzó la guerra civil. Hubo una espantosa sacudida que repercutió en aquella casa. El hermano de Daniel, el ingeniero, fue fusilado. La suegra monstruosa murió oportunamente de un ataque al corazón. Matilde empezó a desplegar actividades, a vivir, a luchar. Consiguió un refugio en una Embajada para Daniel, que pasaba el día temblando. Consiguió la salida de los tres a Francia. Allí se ingenió ella para ganar dinero como pudo. Hones no se portó mal; seguía con su buen humor y sus romanticismos, y decía que un misterioso señor español la había hecho su secretaria. A última hora resultó tan misteriosamente como antes, que no era secretaria de nadie; un conocido de la familia, un joven pintor que estaba allí de paso, era muy generoso con ella… Acabó llevándolo a casa, y Daniel lo aceptó con entusiasmo porque era persona elevada. En los últimos años Pablo había vivido en Madrid en gran tren. Estaba casado con una millonaria sudamericana, y para tener noticias de ella, que había quedado en zona roja, iba continuamente a Francia.
Matilde acogió a Pablo con reservas; pero luego le pareció demasiado bueno para tener un "plan" con Hones. Muchas veces llegó a pensar que, en efecto, entre ellos no había más relación que la de pura simpatía y bondad de aquel hombre hacia unos compatriotas en peores circunstancias que él. Por ser muy casta por temperamento, a pesar de no tener un pelo de tonta, Matilde propendía siempre a pensar bien en estos asuntos; luego recordaba quién era Hones y cómo era y se encogía de hombros.
Daniel recordó, gracias al encuentro con un caballero de Canarias, que él tenía familia en esta isla. Por primera vez, Matilde oyó hablar de un hermano, "oveja negra de la casa", que hacía muchos años fue enviado a la isla con un hijo medio tonto y una mujer tuberculosa. Había hecho un segundo matrimonio muy conveniente, y luego había muerto. El señor de Canarias informó que el niño medio tonto se había convertido en un importante hombre de negocios. Escribieron.
El pintor Pablo, que estaba como desarraigado de todo, tuvo la idea de acompañarles a la isla, con gran contento de Hones.
Matilde había vuelto a vivir; se había vuelto a encontrar ella misma en una labor, después de aquella conmoción de la guerra. Cuando llegase a Madrid trabajaría, y Daniel también tendría que hacerlo. Aquí había probado que no era inútil. En su labor de la oficina no lo había hecho mal. Es verdad que José había sido generoso y que le gustaba recalcarlo. ¡Qué tipo raro aquel José!
Matilde interrumpió sus pensamientos. Por la ventana abierta del cuarto de Pino llegaba a veces como un murmullo de voces. Ella no les prestaba atención, pero ahora Pino gritó. Se oyó un grito.
– ¡Si dices algo más, me mato! ¿Oyes? ¡Me mato!
Luego, voces sofocadas. Sin querer, Matilde estaba sentada en aquel banco, todo lo asustada que podía, y aguzando los oídos.
Grillos lejanos daban una nota de verano al campo. La luna había empezado su declive en un cielo polvoriento, donde su luz se comía a las estrellas y a las nubes.
Después de aquel grito, nada más. En la puerta del cuarto de música apareció Daniel. Matilde vio su figura recortada en negro desamparada en la raya de luz amarilla que se fundía con la de la luna al salir de aquella puerta. Vio que no se había quitado la chaqueta, aunque Pablo lo había hecho, y también don Juan. Sintió como una ternura por él. Desde la guerra, cuando ya no estaba asustada por su personalidad, había sentido a veces aquella ternura por Daniel. Se dejó ver, y lo llamó.
– Es insufrible esta noche, hijita -dijo Daniel, acercándose-. José ha venido a buscar a don Juan para que asista otra vez a Pino. Hones me trajo tila, pero hubiera necesitado algo más, unas gotas de azahar.
– Daniel, quería hablar contigo… He pensado cosas esta noche. En Madrid, ¿qué vas a hacer?