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XIV

Aún había estrellas en el cielo; apenas una raya de luz aparecía sobre el mar, cuando Marta y Pablo se dirigieron a la carretera. No era cosa de perder el único coche de hora. Marta estaba mucho más asustada que por la noche.

– Aunque no sé por qué. No he hecho nada malo, en realidad.

Pablo la miró. Él tampoco sabía por qué le conmovía tanto, ahora, a aquella luz naciente, la cara de la niña.

– Has ido contra las conveniencias sociales, querida, como diría tu tío Daniel… Van a pensar muy mal de ti. ¿Tienes miedo?

– Sí, pero sólo porque creo que me encerrarán y será muy difícil arreglar mis cosas para fugarme. Ante aquella energía, Pablo se sintió cansado. -Querida Marta… ¿Y si yo te aconsejara que dejases todo eso? Debías quedarte aquí, casarte, tener hijitos en tu tierra y ser feliz.

– Hay tiempo para todo. ¿No cree usted? Esto era difícil de contestar, porque, en efecto, Marta tenía mucho tiempo delante de ella. Aún no había cumplido diecisiete años.

– No sé… Puedes tropezarte gentes en tu camino que te destrocen la vida. No sé… Tengo miedo por ti porque eres una chiquilla loca, Marta Camino. No sé lo que esperas encontrar en el mundo. Marta se sonrió.

– Quiero encontrar gentes como usted; gentes maravillosas, distintas, a las que no les importen las conveniencias sociales, sino el espíritu… Gentes de ideas elevadas… Y otras tierras, otras caras desconocidas. Pablo se enfadó.

– No hay gentes maravillosas. Yo no soy maravilloso ni elevado. No te das cuenta de lo ridículo que me haces sentir. No sé qué tonterías pude decirte una noche que estaba borracho; a veces me he preguntado qué era para que desde entonces andes con esas manías.

Marta le miró con una gran dulzura que la hacía parecer mayor.

– Me explicó que quería mucho a su mujer. Que le perdonaba el que ella no le dejase pintar… Y que si no quería volver con ella no era por las cosas que ella le hubiese hecho o por lo que pudiera decir la gente, o porque no la quisiese, que la quiere mucho, sino porque usted es un artista, y primero es su arte…

Había poca claridad y Marta casi no miraba a Pablo mientras decía estas cosas, de modo que no pudo ver que bajo su piel morena él se ponía rojo.

Después de esto quedaron un rato callados, en la carretera. El día brotó rápidamente de las tinieblas, y estaba todo lleno de luz y olor marino cuando apareció el coche de hora que iba a Las Palmas.

Cayeron en casa de los tíos, en Las Palmas, de la misma manera que puede caer un demonio oliendo a azufre en una reunión de ateos. El desconcierto fue enorme al verlos aparecer cogidos de la mano… Porque Marta se aferraba sin darse cuenta a aquella mano como a una tabla de salvación.

Los tíos acababan de llegar también de su excursión. Habían ido a casa de unos amigos, en un pueblo llamado Azuaje, un lugar de maravilla lleno de verdor, flores y aguas murmurantes, lo más diferente que se pudiera soñar, de los barrancos de lava. Allí habían pasado la noche, y llegaron de excelente humor aquel mediodía, para encontrarse a la criada asustada diciéndoles que José había llamado varias veces por teléfono para preguntar por su hermanita, y que parecía muy enfadado.

– Pero es usted estúpida, mujer -decía Matilde a la criada-. ¿Cómo se le ha ocurrido decirle a don José que la niña se fue con nosotros…? Pero, ¿no sabe usted que eso no es cierto?

– ¡Oh, señora, no ofenda, vaya…! Yo al caballero no le dije nada; yo al caballero le dije: "Si le digo, le engaño, don José". Yo no se adonde fueron todos ustedes…

Estaban todos en el antiguo despacho del abuelo de Marta, en la parte baja de la casa, junto a la cancela de entrada. Aún no habían subido a cambiarse los trajes, que conservaban las arrugas y el polvo de la excursión, y Daniel estaba nervioso porque sentía las manos llenas de polvo y microbios. Hablaban todos a la vez, cuando sonó la campanilla de la cancela y aparecieron Marta y Pablo cogidos de la mano. Hubo un silencio de unos segundos y en el silencio se oyó la cigüeña de Daniel:

– Cloc cloc cloc cloc…

Matilde le miró furiosa. Honesta a quien miraba era al pintor y a la niña, con los ojos muy abiertos, ruborizada y ofendida. Aquello duró medio minuto, hasta que Matilde se repuso.

– Pero, bueno… ¿Me queréis explicar?

Marta se sentía muda, pero Pablo, muy sonriente y quitando importancia, contó con toda amenidad la equivocación de Marta y su aventura. Se reía él sólo, porque los otros estaban muy serios. Hones no parecía la misma de siempre, con aquella expresión de furia. Volvió a mirar a Pablo como si quisiera fulminarlo, y salió sin más de la habitación.

Daniel se dejó caer en una silla, con la boca fruncida. Pablo seguía tan fresco.

– Ya he reñido yo a esta niña, de modo que no la mires de esa manera, Matilde, que aquí no estamos en el cuartel… Lo mejor será decirle a su hermano José que ha dormido con vosotros en Azuaje. Eso quitaría muchas explicaciones innecesarias.

– ¡Innecesarias…! ¿Pero quién te has creído que somos nosotros? Nunca me imaginé de ti… esa…, esa… impertinencia.

Matilde sentía tanta indignación que se ahogaba. Se volvía ahora a Marta. La muchacha se había refugiado en el rincón más lejano, detrás de la gran mesa de despacho. Estaba muy pálida. Se destacaban claramente las pecas de sobre su nariz.

– Bueno, y tú, ¿qué dices? ¿También crees que puedes hacer lo que te dé la gana sin que nadie se meta contigo ni te corrija?

Marta tragó saliva. Luego movió la cabeza en sentido negativo. Le salió una voz muy débil.

– Quizá sea mejor pagar… A mí no me importa pagar lo que he hecho.

– ¡Pagar…! ¡Qué ridiculez! ¿Qué quieres decir con eso de pagar?

– Estoy dispuesta a lo que quieran hacer conmigo. Parecía que se tratase de una sentencia de muerte. Matilde se enfureció más.

– Cualquiera que te oyese pensaría que eres una mártir, y en mi vida vi una chica más descarada… Ni que te fueran a matar en tu casa.

– Pino quiere encerrarme en un correccional.

– ¡Pues es una buena idea, para que te enteres!

– Hijita…, recuerda que eres una dama…; esa palabra correccional es horrible… Pero, Martita, tú has ofendido las buenas formas… ¡Una niña distinguida…! Lo que Pablo quiere es imposible… No cuentes con nosotros.

– No cuento con nadie… Ya estuve una vez encerrada quince días sólo por tener un novio, un muchacho al que conozco de toda la vida… Nadie fue capaz de decir algo a José en mi favor.

Daniel y Matilde se miraron y por encima de ellos, Marta vio que Pablo la miraba a ella como animándola, y sintió un agradable calor en la garganta. Daniel continuaba sentado, con su expresión estúpida, y Matilde, de pie, inquieta, con aquellas manos suyas, tiernas, que eran tan diferentes de todo su cuerpo y que no podía dominar, moviéndosele, frotándose una contra la otra a pesar de ella misma. Pablo remachó:

– Tú sabes que José aprovecharía cualquier ocasión para encerrar a su hermana. Tú misma has comentado que ese hombre quiere tener a la niña bien cogida, y que de ninguna manera permitirá que se case hasta que él la haya despojado de su fortuna o por lo menos de todo lo que pueda.

Daniel se asustó tanto al oír esto que hasta se le olvidó el tic de la cigüeña que tenía en los labios. Matilde también se asustó.

Marta oía estas cosas asombrada. Nunca se le había ocurrido. Vio que Matilde la miraba de reojo.

– No sé con qué derecho dices eso, Pablo. Nosotros jamás… Mira, nos estás ofendiendo.

Dio dos o tres paseos por la habitación. Volvió a encararse con Pablo.

– Y si quieres que te diga la verdad, no sé con qué derecho te metes en nuestras cosas… Tú tienes la culpa de todo este lío por irte a esas chozas sucias a pintar… Me revientan las poses de todas clases, ya lo sabes. Y, mira, sería mucho mejor que te fueras a cambiar de ropa y a afeitarte. Tienes todo el aspecto de un vagabundo…

Daniel murmuró algo así como que estaba malo, y que se iba a tomar un poco de agua de azahar, y salió del cuarto.

Sólo quedaban ellos tres. Matilde, nerviosísima; Pablo, siempre risueño y al parecer dispuesto a no marcharse de allí hasta que todo se arreglara, y Marta, tan conmovida por su actitud que hasta había olvidado su miedo. Matilde se dejó caer al fin en una silla mirando al suelo, pensativa, con un codo apoyado en la mesa del despacho. Fue en aquel momento cuando sonó el timbre del teléfono. Pablo lo cogió. Matilde se puso en pie de un salto mirándole, furiosa, pero se tranquilizó, como vencida, al ver que él se lo tendía inmediatamente.

– Es tu sobrino José. Quiere saber qué tal os ha ido en la excursión.

Matilde tomó el aparato, y casi inmediatamente frunció el ceño y cambió de actitud.

– Sí…, hemos ido a Azuaje… Hombre, no creíamos que tuviésemos que avisarte de todas nuestras salidas, me parece a mí, vamos… Ah, ¡la niña…! -Matilde vacilaba-. La niña…, sí, me parece mal… ¿Sólo un papel? Sí, eso está mal. ¡Yo no podía imaginarme…! Sí, está aquí, sana y salva… ¿De modo que Pino…? ¡Pobre Pino! Llámala para tranquilizarla… Si quieres la llamaré yo… Sí; Marta piensa ir al Instituto esta tarde, como todos los días, si tú no dispones otra cosa… Daniel, regular. Esta tarde irá por ahí… Adiós.

Mientras Matilde había ido hablando, su cara se había dulcificado; por ella parecían vagar sombras, dulzura, bondad. Colgó el auricular con un suspiro, como quien se rinde al fin.

Pablo la había mirado a ella, y también a Marta que parecía como indiferente a aquella conversación, muy quieta y serena.

Pablo empezó a reírse silenciosamente.

– Matilde, ¡eres estupenda!

Daniel apareció en la puerta.

– ¿Qué pasa? Decidme, por favor… ¡Si vierais los ruidos que hace mi vientre!

Marta empezó a reírse entonces, nerviosa, sin poderse contener, y Matilde, en vez de enfadarse, se rió también y también Pablo.

Al cabo de un rato se despidió el pintor, y la niña, muy bajito, muy conmovida, le dio las gracias cuando le acompañaba a la puerta.

– No me des las gracias. Hacía tiempo que no me divertía tanto… Ah, te voy a decir una cosa. Estos días no se te ocurra venir a verme. No conviene. Pero si logras tus planes, ya sabes…

Sonreía, muy cariñoso, en buen ánimo, como tienen las personas después de reír con ganas. Los ojos de Marta brillaban, cálidos, verdes, en sus estrechas rayitas oblicuas. No sabía, claro, cuando miraba alejarse al pintor, que aquellas palabras que se habían dicho eran las últimas que iban a cruzarse entre ellos.

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