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– Yo no me quiero escapar con mi novio. Yo no tengo novio. Quiero irme sola. No quiero quedarme aquí… Usted mismo, Pablo, me dijo muchas veces que debería procurar estudiar, salir de aquí de la isla, ver cosas nuevas…

– ¿Yo…? ¡Bueno…! Entonces de ese chico con quien se te ve a todas horas, ¿no hay nada?

– No… ¡Usted, Pablo, es tan distinto de todo el mundo! Es…, ya se lo dije una vez, para mí un ser superior. Me da vergüenza decírselo porque sé que está mal lo que hice, y que usted puede juzgarme… Yo he besado a ese muchacho sin saber lo que hacía…; pero, de verdad, sé ahora que no lo quiero. Lo que quiero es irme de aquí.

Entonces Pablo se dio cuenta de que Marta estaba verdaderamente avergonzada, y que aunque pareciera imposible no había venido hasta él buscando una aventura del tipo de las que -¡pero de ninguna manera con tal desprecio de las conveniencias extrañas!- sin ir más lejos, buscaba su tía Hones a cada momento. Y Pablo se sintió más molesto todavía de lo que antes había estado, y sin saber ya, por unos momentos, qué decirle a aquella criatura.

Cuando vieron la casita que le habían designado, Marta no se atrevió a decir que hubiera preferido mil veces dormir al aire libre. Había causado ya tantas molestias que sólo le quedó sonreír, diciendo que estaría allí perfectamente. El pequeño poblado olía a cerdos y a excrementos, y a pescado podrido, aunque la proximidad del mar barría y purificaba aquello con su aliento de yodo y de sal. Las casitas estaban hechas de piedras, colocadas unas sobre otras sin unir. Marta dormiría en una de aquellas habitaciones, ocupada casi toda por un catre de viento donde habían puesto las sábanas limpias de la tendera. Dos mujeres dormirían en la misma habitación, sobre una manta, en el suelo. El cuarto se ventilaba por la puerta, que era de tablas, y que tenía una cortina de tela de saco. Junto a esta entrada, por la parte de afuera, había dos dependencias que completaban la casa; una cocina al aire libre tan misérrima como no se podía soñar, y el chiquero del cerdo.

Todas aquellas casas eran por el estilo. Marta miró a Pablo admirada. Pensó que era un hombre de espíritu extraordinario que podía vivir en semejante lugar sólo por su inspiración y su arte; de la misma manera que viven los santos en los desiertos.

Antes de acostarse estuvieron sentados en la playa, que era inmensa y desierta y se prolongaba hasta perderse de vista de ella. En aquel rato casi no hablaron, y para Marta fue de una felicidad extraordinaria, casi divina. Pablo le había explicado ya que él no la iba a ayudar en su fuga para nada, pero que si conseguía llegar al barco, él obtendría de aquella vieja codeante que era Daniel, a juicio del pintor, que se pusiese de parte de la chica.

– No veo que sea muy difícil, no… -¿No?

– A causa de tus buenas circunstancias económicas, señorita. A tus parientes les encanta el dinero. -Pero yo no tengo nada. -Es bastante con que algún día puedas tenerlo. Marta pensó que más adelante tampoco tendría nada, porque no lo deseaba. Sólo deseaba ser como esta noche una criatura solitaria en el mundo, sin más compañía que la de un amigo elegido por su alma, sin bienes que la ataran ni la entorpecieran» No se atrevió a decirlo.

Más tarde, envueltos en aquel ruido pausado del oleaje, en el caluroso canto de los grillos, Pablo manifestó con cierta pereza sus temores por Marta después de la aventura de esta noche. ¿No tenía miedo de las complicaciones que iba a traerle en su casa? Pero ella dijo que de un tiempo a aquella parte sólo pensaba en las cosas malas cuando las tenía encima. Que le alegraba mucho el que él quisiera acompañarla a Las Palmas a la mañana siguiente. Pero que prefería ahora no pensar en eso porque era demasiado feliz. Pablo se levantó con brusquedad del montón de arena donde estaba sentado al lado de ella, cuando Marta no lo esperaba. Fue algo muy repentino y casi doloroso. Un minuto antes parecía tan encantado y tranquilo como la muchacha oyendo el silencio y las lejanas voces de los pescadores.

– Tenemos que dormir. Le sonaba la voz muy seca.

Ella no se atrevió a protestar. Estaba muy apenada. Le parecía que se habían terminado las mejores horas que le había ofrecido la vida.

El poblado estaba aún despierto. Los pescadores hacían su tertulia fuera de las casas. Pablo empujó a Marta hacia la choza donde tenía que dormir y se fue luego a la suya.

Dormía él en el incómodo catre de un pescador, sin ropas de cama, desde hacía días. Había encontrado en esta pobreza absoluta un alivio a sus preocupaciones de aquella temporada. Se llevaba una infinidad de apuntes de aquellos desolados parajes, y hasta casi esta noche había estado contento.

Se echó sobre la cama con cierta desesperación. Su cuerpo joven reclamaba fuertemente cosas a las que no estaba acostumbrado a resistir, y la presencia inocente y sosa de la niña había exacerbado en él aquellos deseos. En la oscuridad empezó a fumar. Se le representó claramente el cuerpo de su mujer, sus gestos y la naturalidad y la gracia un poco ordinarias que ella tenía en algunos momentos íntimos. Jamás encontró a nadie que le aprisionara de tal manera. Vivir con ella había sido un sufrimiento, pero también un placer comparable al que proporcionan algunas drogas. Sabía que de nuevo estaba a su alcance aquella vida con María porque tenía en el bolsillo una carta suya desde Méjico. En ella le contaba con cruel naturalidad cuan desgraciada se sentía, y cuánto necesitaba de él ahora. María no era ninguna estúpida, ni tampoco mala, a pesar de que él se consolase odiándola e insultándola en su interior. Le había hecho daño, pero también le había dado alegrías que ningún ser humano le proporcionó jamás; y si eso valía algo, gracias a ella se había vuelto un ser humano mejor, más comprensivo, menos vanidoso de lo que era antes de conocerla. Aquella noche se preguntó desesperado si la alegría de crear era suficiente para compensar la pérdida de aquel esplendor vital que le daba a todo la presencia de su mujer, y si, en definitiva, él como pintor podía hacer algo tan bueno que mereciera aquel sacrificio de renunciar a su sufrimiento y a su felicidad, porque eso sí, sabía que en cuanto los tuviese de nuevo aquel sufrimiento y aquella felicidad le bastarían, le llenarían todos los momentos, no le dejarían ni respiro ni espacio alguno para su arte. Junto a María era un hombre hundido.

El alba lo encontró como él era siempre, un hombre débil, atormentado por sus dudas, enormemente triste; un hombre que a Marta le parecía un santo.

Marta, mientras tanto, había caído sobre un colchón durísimo de paja y a su cuerpo le costaba trabajo adaptarse a los hoyos que había en él. El calor dentro de aquella sofocante habitación humana era horrible, y horribles los malos olores. La chica, en la oscuridad, tenía que rascarse a cada momento porque al parecer aquello estaba invadido por las pulgas. Le daba risa de pensar en la cara horrorizada que sus amigas hubieran puesto si por un agujero hubiesen visto su situación.

De ninguna manera podía dormir. No sólo por las incomodidades que la rodeaban, sino por aquella alegría inquieta que la recorría toda entre los tormentos de la picazón de las pulgas que invadían la cama, el espeso olor de pescado en putrefacción que parecía estar adherido fuertemente a cuanto la rodeaba y el calor ahogante. No pudo resistir más, y cuando las dueñas del cuarto entraron en él, dijo que quería salir un momento.

Nadie se lo impidió. Una vez fuera trató de fijar bien en su imaginación la forma de aquella choza, y su situación para orientarse más tarde, y se fue a la playa alejándose del poblado.

El aire cálido y el mar lleno de luz plateada la llamaban. Se desnudó rápidamente en aquella profunda soledad de la arena con luna, y se metió en el agua.

El mar guardaba el calor del día y Marta jamás había nadado así, con tal delectación, entre aguas cálidas llenas de luz. La vida le parecía irrealmente hermosa. Tendida sobre el mar, sintiendo flotar sus cabellos, empezó a reírse suavemente. Nunca nadie comprendería el encanto de esta aventura contándola con las limitadas palabras que tenemos para expresarnos. ¿Qué podría decir? "Así ha sido el más hermoso día de mi vida: no comí y me fui en un coche polvoriento a buscar a mi familia a un sitio donde no estaba. Encontré a una persona a quien quiero mucho que estuvo riñéndome de la manera más agria. Dormí en un cuarto horrible lleno de pulgas, y cuando no lo pude resistir más salí a bañarme al mar yo sola, desnuda, en la noche."

Y, sin embargo, ésta era la felicidad. Profunda, plena, verdadera. Cada uno tiene una manera distinta de sentir la felicidad, y ella la sentía así.

Y tuvo un temor grande y supersticioso de que el destino le guardara algo muy malo para vengar esta alegría que ella había alcanzado quizás indebidamente. Le parecía que jamás había oído contar a nadie que una muchacha de su edad hubiera tenido tal plenitud de dicha como la que ella sentía entre las aguas del mar del Sur, esta noche, sin merecerla.

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