En el tranquilo corredor se oyó un portazo. Un ruido inverosímil en la casa sumergida en duelo. No había ni un soplo de aire que pudiera producir corriente para justificarlo.
Marta encontró a su hermano. Ella volvía a la alcoba, y él venía desde su cuarto. José hizo un gesto de sorpresa delante de aquella aparición blanca y demudada. Parecía asustado al tropezársela.
– Creí que estabas durmiendo.
– Ahora voy a acostarme. ¿Cómo está Pino?
– Mejor. Anda a tu cuarto.
Cuando Marta se volvía hacia su puerta, José le puso la mano en el hombro. Tenía la voz cortante.
– ¿Has estado hablando con Vicenta?
– No… Me quedé arriba en la escalera.
Marta miró a su hermano; lo veía mal, porque las luces del corredor no estaban encendidas, y sólo entraba la luna por las ventanas. En la larga figura de José se notaba un cansancio que no tenía otras veces. Marta le dijo:
– Yo no tengo nada que hablar con Vicenta. No me gustan los chismes de las criadas.
José no contestó a esto. Con la mano que tenía en el hombro de la muchacha la empujó suavemente hacia su alcoba. Cuando la puerta se cerró detrás de ella aún quedó pensativo.
Había salido irritado de su propia habitación. La presencia de la madre de Pino le parecía a él que enturbiaba sus relaciones con su mujer. Se había instalado allí, atornillada a la cabecera de la enferma, cogiéndole la mano, charlando, acariciándola. Ella había sido la que inició la conversación sobre la muerte de Teresa; sobre la vergüenza que resultaba tener a la majorera abajo.
– Pepito, no puede ser que esa mujer siga allí a la hora del entierro. Está muy bien que la dejaras quieta antes; pero ahora ya se fueron las visitas. Mañana se va a llenar la casa de gentes. No es decente que esté ni un minuto más.
José se sentía crispado al oír la palabra "Pepito".
– Le voy a pedir un favor, señora: no se meta en mi casa. Vicenta está despedida. Es una bruta, es un animal, si usted quiere, pero tiene derecho a estar aquí. Yo no voy a dar otro escándalo delante del cuerpo de Teresa. Mañana se irá. Si usted conociera a estas gentes sabría que ya ha dicho todo lo que tiene que decir. No molestará más.
Pino enterró la cara en las almohadas. Del cuerpo de ella llegaba su olor joven, la áspera ráfaga de sus cabellos. Dijo en un murmullo desesperado:
– ¡Cállese, madre! ¿No ve que mi marido no me cree? Cree a esa bruja. ¡Ah, pero me alegro de la muerte de Teresa!
Se volvió a José en la oscuridad, se incorporó en la cama. Le desafió a media voz:
– ¡Me alegro!
José trató de tranquilizarse para no contestar violentamente, mientras la madre lloraba.
– ¡Ay, mi hijo, tú no sabes lo que dices!
La ambición de José había sido siempre la de ser un hombre sin nervios. Su padre decía de él que tenía vocación de lord inglés, una vocación completamente fallida porque era precisamente lo contrario de su manera de ser, añadía Luis Camino. Cuando decía estas cosas, José le odiaba.
José, que estaba sentado a los pies de la cama, irguió los hombros. Dijo de la manera más fría posible, con la intención de hacer daño a su mujer:
– Hay una cosa que puedo hacer por ti. Pedir la autopsia del cuerpo de Teresa.
Entonces fue cuando Pino se desprendió de los brazos de su madre, y gritó a todo pulmón, histérica:
– ¡Si dices algo más, me mato! ¿Oyes? ¡Me mato!
Se revolvió, feroz, luchando contra su madre, sollozando. José se puso en pie. Sintió que un sudor frío le empapaba la camisa. Necesitaba estar solo con aquella mujer. No había estado solo ni un momento con ella desde que llegó de Las Palmas aquella tarde. Siempre visitas, o don Juan, o la madre. Era su mujer. Suya, su propiedad. Tuvo ganas de coger a la madre por el cuello y echarla de la alcoba. Solos los dos, sabrían explicarse.
– Ve a buscar a don Juan, Pepito. Le va a dar un ataque.
Pino, vencida otra vez, echada contra las almohadas, gemía.
José no hizo nada de lo que deseaba en aquel momento. Tampoco sabía exactamente su deseo; quizá quería abrazar a Pino, como después de los histéricos ataques de celos que le daban a ella… Sólo sabía de cierto que aquella endemoniada mujer gruesa le estorbaba la acción, enturbiaba el aire.
Salió de la alcoba dando un portazo. Este gesto brutal le alivió apenas. Sudaba. Se metió los dedos entre el cabello húmedo. Cuando oyó unos ligeros pasos y levantó la cabeza, su hermana se le presentó a los ojos como una aparición. Casi tuvo un escalofrío al verla. Se había olvidado de la niña en todo aquel horrible día. La consideró, irritado, con su figura, su peso, su vida. Le pareció que la chica había hecho un gesto de espanto al verle, y a su vez tuvo miedo de ella. Cruzó unas cuantas palabras con la muchacha y su voz de jovencilla le tranquilizó.
Empezó a bajar las escaleras, como había hecho innumerables veces, desde aquella tarde. Se detuvo, fascinado, a su mitad, mirando. Un olor podrido y dulzón venía de todas aquellas flores, de aquel féretro. La oscura sombra de la criada seguía allí. No se había movido ni un momento. Parecía imposible que un cuerpo humano pudiera aguantar tanta inmovilidad. José se sintió rendido. Teresa también estaba allí, muerta. Era extraño; llevaba horas ocupado en aquella muerte, en su ceremonia, en sus violentas complicaciones, pero en Teresa no había pensado.
Sus pasos se hicieron despaciosos, pesados, al continuar bajando los escalones. Se le puso el cuello tieso; no quería mirar más, y tenía la idea de que unos ojos le acechaban.
La oscuridad del pasillo le reconfortó. Apareció con una cara tranquila en la puerta de la salita de música, y frunció el ceño con disgusto.
El ambiente no podía ser más despreocupado. Aquel pintor cojo amigo de sus tíos parecía encontrarse a sus anchas. Se había quitado la chaqueta y con la mayor tranquilidad se había aflojado la corbata y arremangado la camisa. Jugaba al ajedrez con don Juan.
El viejo médico también había perdido la dignidad; no tenía las mangas de la camisa subidas; pero se había quitado la chaqueta igualmente y el sudor le manchaba la fina tela blanca. Tenía una cara congestionada y triste, como de borracho, y estaba absorto en el juego. Su enorme humanidad llenaba gran parte de la habitación.
Hones se apoyaba en el respaldo de la silla de Pablo. A veces decía alguna palabra referente al juego, pero se veía que estaba interesada por otras cosas. José pudo apreciar de un golpe, y le pareció repugnante, que rozaba a veces disimuladamente su cuerpo contra la cabeza y los hombros del pintor.
Como en una fiesta, los ceniceros estaban llenos de colillas. Había tazas de café por todas partes. Daniel, vestido de oscuro, con su triste barbilla huidiza y sus cabellos pulcros, daba una nota de dignidad a la escena. Tomaba, silencioso y anonadado, una taza de infusión.
La voz de José, que él hubiera querido firme y tajante, le salió estridente:
– Don Juan, siento interrumpir el entretenimiento, pero le necesito para Pino.
Don Juan parpadeó:
– ¿Eh…? Sí, hijo; ahora mismito.
José se cruzó con la mirada de Pablo. En aquel amigo de sus parientes encontraba él algo singularmente desagradable. La chispa que brillaba en sus ojos al mirarle, a José, le hizo enrojecer de aquella manera violenta, descarada e inevitable con que se le teñía la piel hasta los ojos. En aquel mismo momento supo a quién le recordaba Pablo. Se parecía a su padre, Luis Camino. No era que físicamente tuviera ni un solo punto de contacto; aquel peludo y moreno Pablo era el reverso de la medalla de Luis, que había sido rubio y de facciones correctas. El parecido estaba en la manera de moverse, y en cómo lo miraba.
Don Juan se dirigía a la puerta.
– Por ahí -dijo José.
Indicó a media voz la dirección del pasillo contraria al comedor.
El pasillo terminaba en un cuarto de baño, una especie de salón destartalado, que servía al mismo tiempo de cuarto de armarios. Esta habitación tenía salida directa al jardín.
– Quiero hablar con usted. Luego, si le parece, suba a ver a Pino. No hay más sitio para estar solos que el jardín.
La bañera estaba atestada de flores cortadas. Había habido una verdadera furia en cortar flores para el cadáver de Teresa y allí se acumulaban las restantes. Las flores y la humedad hacían grato y fresco el paso por aquella habitación. Afuera, en el jardín, les volvió a oprimir el calor y la luz nocturna.
Don Juan miraba pensativo al suelo mientras andaba.
– Dime, mi hijo.
José sintió en aquel tono de voz que el viejo y grueso caballero estaba abatido. Esto le alegró. Había sido una impresión desagradable verlo jugando a su ajedrez como si no sucediese nada. Tenía necesidad de impresionarle. Cuando el médico se volvió a José, esperando, encontró una cara seca de hombre importante y consciente. -¿Cree usted que debo pedir la autopsia de Teresa?
Don Juan hizo un gesto como quien va a lanzar un suspiro.
– Te estaba viendo venir… Primero quieres echar a patadas a Vicenta para que se diviertan los extraños. Ahora quieres mandar a hacer la autopsia…
– Quiero saber exactamente cómo murió.
– Yo no la vi morir, ni nadie… Pino la encontró en su sillón. ¿Para qué hablar de eso otra vez? ¡Pobre Pino!
José andaba por el jardín con unos pasos más largos de lo que don Juan podía seguir sin esfuerzo. Al darse cuenta se detuvo junto a unos macizos de geranios, en un límite del jardín con la finca. Contempló las vides bajo la luna.
– Si hay algo extraño, tengo derecho a saberlo, por mucho que quiera a mi mujer… Usted dijo que ella hoy no era responsable de sus actos…
Don Juan movió la cabeza. Sacó un cigarro de sus bolsillos, y le temblaban las manos al encenderlo.
– ¿Para eso me trajiste aquí? Yo te digo que hagas lo que te dé la gana… Pero yo soy un hombre honrado. Teresa era hija de mi mejor amigo. La vi nacer, y he firmado su certificado de defunción. No querrías tú a Teresa más que yo.
La voz de don Juan sonaba a conmovida, pero José era insensible en aquel momento a lo que no fuesen los pensamientos que le corrían bajo el cráneo. Siguiéndolos, dijo sin transición:
– Hay que pensar en otra persona.
– ¿Quién?
– Mi hermana.
José había arrancado una hoja de malva. Tuvo tiempo, antes de que contestara el médico, de aplastarla contra su mano; su grato y punzante olor se le metió en la nariz.
– ¿Qué le pasa a tu hermana…? ¿Te dijo algo, acaso? Yo hablaré con ella.